—Así estaban las cosas en un escenario de violencia en el que unos niñatos brazo en alto podían aterrorizar a hombres como Hans, veterano de la guerra del catorce. A aquellos chicos en edad de jugar al fútbol o pescar en el lago les habían empujado a cazar seres humanos como si fueran lagartijas, y yo me sentía una de esas lagartijas. Curiosamente, la reacción no vino, tal como esperaba, por parte de Alex, sino de mi madre, que se comportó como una auténtica tigresa a la que pretendieran arrebatarle a su cría. A los dos días se presentó llevándome de la mano ante el secretario de nuestra embajada y armó tal escándalo, bastante barriobajero, dicho sea de paso, que consiguió alborotar al personal porque sus voces llegaron hasta el último rincón del edificio. Afortunadamente, aún no se le notaba el embarazo ni nadie sabía nada del paradero de mi padre, por lo que pudo reclamar a gritos «los inalienables derechos de la esposa y la hija de un héroe que estaba luchando contra las hordas bolcheviques en el frente de Teruel, pero eran humilladas por una pandilla de mocosos pueblerinos que no respetaban un derecho de asilo decretado y firmado por el mismísimo Führer».
—¿Y era verdad? —fue la, en cierto modo, lógica pregunta—. ¿Su padre estaba luchando en el frente de Teruel y el decreto de derecho de asilo lo había firmado el propio Hitler?
—¿Y quién diantres podía saberlo? —fue la brusca respuesta de la descarada anciana—. Aquel maldito genocida firmaba a diario miles de papelotes, mi madre siempre decía que cuanto más gorda es la mentira, con más facilidad cuela, y por suerte nadie perdió el tiempo en averiguaciones. Lo que perdieron fue el culo telefoneando a quien correspondía, de tal modo que el acojonado delegado del partido en la zona recibió tal reprimenda que a poco más se caga patas abajo. Le armó una bronca monumental al grupo de niñatos, arrebatándoles los uniformes y los tambores, mientras a su cabecilla le dio a elegir entre pasarse un par de años ordeñando vacas, que recalcó mucho que era para lo único que servía, o trabajar como ayudante de la ayudante de la última enfermera en un sanatorio antituberculoso. Mi madre se sintió feliz porque se había hecho justicia, pero lo malo de la justicia es que con demasiada frecuencia se vuelve contra el inocente —sentenció segura de sí misma la dueña de la casa—. Nuestro objetivo era pasar desapercibidos en una perdida granja, pero habíamos conseguido convertirnos en el blanco de las iras de una docena de chicos, el delegado del partido y sobre todo de Irma, que por su espectacular belleza aspiraba a ser una especie de nueva Marlene Dietrich, pero a la que le habían soltado en plena cara que su futuro se limitaba a pasarse la vida entre vacas o escupideras.
Se tomó un descanso, ordenó por un interfono que trajeran más café, apoyó la nuca en el respaldo de la butaca y cerró los ojos concentrándose en revivir escenas que habían transcurrido en unos años en los que su interlocutor ni siquiera pensaba en nacer.
Cuando Rocío sirvió los nuevos cafés, sustituyó los ceniceros y volvió a dejarlos solos, comentó tras apurar su enésima taza y su tercera copa de coñac:
—Algunas noches creía vislumbrarla entre los árboles, por lo que ni siquiera me atrevía a salir al jardín y cualquier ruido me obligaba a dar un salto.
Al emprender el viaje Mauro Balaguer había decidido que por tan poco tiempo no valía la pena cargar con su ordenador portátil y ahora lo echaba de menos porque le hubiera servido para buscar información sobre la tan mencionada Irma, por lo que tímidamente, y casi conociendo de antemano la respuesta, se atrevió a preguntar:
—¿Supongo que no tendrá un ordenador?
—Supone bien, querido; loro viejo no aprende idiomas y ya me esforcé bastante a la hora de averiguar cómo funcionan los malditos teléfonos móviles que el diablo confunda. ¿Quiere que lo dejemos hasta que le proporcione uno?
—¡No, por favor! —se apresuró a responder.
—¡Bien…! En ese caso sigamos con lo nuestro; una mañana el viejo Hans nos confirmó que en la nieve habían aparecido pisadas y que esa noche sus perros se habían mostrado inquietos, pero no se atrevió a soltarlos por miedo a que pudieran atacar a alguno de los judíos que pululaban por el bosque. «En su humilde opinión» en la granja corríamos peligro y se lo hacíamos correr porque nadie era capaz de adivinar hasta dónde llegaría la sed de venganza de la maldita «hija del lechero», que ahora trabajaba en una institución controlada por la Schutzstaffel, es decir, las todopoderosas SS que comandaba Heinrich Himmel, y a la que pertenecía la Gestapo. Por el pueblo corría el rumor de que, pese a ser menor de edad, Irma se acostaba con varios de sus mandos, tanto hombres como mujeres.
—Eso sí que lo recuerdo… —admitió su oponente—. En aquel dichoso libro se aseguraba que siempre había sido extraordinariamente promiscua.
—Llamar «promiscua» a Irma sería tanto como llamar «minino» a un tigre de Bengala, querido, pero no se trata de una cuestión de semántica, aunque supongo que es un terreno en el que se siente a gusto. Lo que ahora importa es que para colmo de males, y con la disculpa de que tenían que hacer comprobaciones antes de entregarnos los salvoconductos que se exigirían a todo el que no estuviese afiliado al partido, su delegado nos había pedido informes tanto sobre la familia de Alex como sobre la nuestra, en vista de lo cual tomamos la decisión de largarnos cuanto antes porque en cualquier momento podíamos pasar de ciudadanos libres a «apestados» del Tercer Reich…
Visto desde tantos años de distancia y conociendo las atrocidades que se cometieron en nombre de un Tercer Reich que les costó la vida a cincuenta millones de seres humanos, a Mauro Balaguer no le resultó difícil comprender que quien supiera que contaba con enemigos entre sus filas podía considerarse ciertamente «apestado» y debía intentar ocultarse en las mismísimas entrañas de la tierra. De nuevo estuvo a punto de caer en la tentación de comentar que algo sabía a ese respecto debido a que había publicado varios libros sobre el totalitarismo nacionalsocialista y sus nefastas consecuencias, pero se lo pensó dos veces y decidió que era preferible permitir que el relato continuara fluyendo como lo había hecho hasta entonces.
—Mi madre, que no quería dejar solo a Alex, decidió que lo mejor sería confiarme a nuestra embajada con el fin de que me repatriaran porque los fascistas estaban ya a punto de entrar en Barcelona y yo podría volver a Córdoba con mis abuelos maternos, que eran los únicos parientes que me quedaban —añadió la anciana—. No obstante, la nieve y cientos de camiones militares colapsaban la carretera principal, por lo que tuvimos que desviarnos a través de una apartada zona de bosque, lagos y riachuelos hasta que acabamos durmiendo en una vieja posada. La dueña, Frau Berta, era una viuda de casi metro ochenta y cien kilos de peso, muy buena persona, aunque influenciada por la propaganda nazi, lo que hacía que se negara a tener tratos con judíos, aunque no experimentaba animadversión contra nadie más, cualquiera que fuera su raza, religión o ideología política. Tenía dos hijos en el ejército y un tercero, Oscar, muy servicial y cariñoso al que en un principio el ejército había rechazado por sufrir un notable retraso mental, pero al que tres años después se llevaron al frente ruso como carne de cañón. Preparaba unas tartas de arándanos increíbles.
Evidentemente, la larga parrafada le había resultado algo fatigosa, por lo que Violeta Flores hizo un gesto rogando que no la interrumpiera hasta que tomó de nuevo aliento, momento en el que alzó su copa en un sentido brindis.
—A la memoria de Frau Berta, dondequiera que esté —dijo—. Tan solo tenía un defecto; dormía muy poco, por lo que se acostaba pasadas las dos de la mañana y al subir a su habitación los escalones de madera crujían al extremo de despertar a todo el mundo. A las seis en punto ya estaba de nuevo en danza con idéntico alboroto y el espacio intermedio lo rellenaba con ventosidades de tal calibre que en el silencio de la casa resonaban tal como sonarían las bombas que años después destrozarían un edificio de casi tres siglos de antigüedad.
Se puso en pie, extrajo de un estante uno de los escasos libros encuadernados en piel, y lo abrió por una página previamente marcada mostrando una fotografía de la vieja posada.
—Me costó años que la restauraran, aunque mereció la pena porque lo hice en memoria de su dueña. Ventosidades aparte, Frau Berta Scheiweitzer, a quien el Señor tenga en su gloria, era una santa; pronto comprendió que mi madre no estaba en condiciones de reanudar el viaje por aquellos enfangados caminos llenos de baches sin correr el riesgo de abortar y nos ofreció las llaves de una de las «cabañas» que cuidaban durante el invierno. Era la residencia veraniega de un diplomático que llevaba dos años destinado en Chile y que se alzaba justo sobre el agua de una pequeña laguna. «En esta época del año es un lugar solitario en el que nadie les molestará a condición de que no se vean luces desde la otra orilla o enciendan la chimenea de día y su humo llame la atención», nos advirtió muy seriamente. «Y como los lunes no servimos comida caliente, porque tenemos que hacer la ronda y limpiar las cabañas, aprovecharemos para llevarles provisiones. Pero tienen que ser muy discretos porque si les descubren me pondrán en un compromiso.»
»A la mañana siguiente nos trasladamos a la cabaña, en la que de día pasábamos un frío horroroso, pero por suerte oscurecía pronto y podíamos encender la chimenea y apretujarnos frente al fuego gracias a que por lo general el viento soplaba en dirección al lago, lo cual hacía que el humo se diluyera en la oscuridad.
Dejó el libro en su sitio, volvió a tomar asiento, movió de un lado a otro la cabeza como si estuviera negando que todo aquello pudiera haber ocurrido y al fin comentó:
—Vivíamos como murciélagos, pero el dueño de la casa debía de ser muy culto porque tenía una gran cantidad de libros que me vinieron muy bien a la hora de mejorar mi alemán. Frau Berta y su hijo nos traían carbón y provisiones e incluso nos proporcionaron una radio que funcionaba con baterías con la que captábamos estaciones polacas que Alex nos traducía, aunque a menudo me daba la impresión de que ocultaba las noticias más preocupantes. Y no puedo culparle porque Oscar, al que pusimos ese nombre en honor del hijo de Frau Berta, que hizo de comadrona, nació el día que Hitler invadió Checoslovaquia, es decir, dos semanas antes de que acabara la guerra en España.
—Mal momento eligió… —se arriesgó a comentar Mauro Balaguer, aunque admitiera que probablemente no fuera considerado demasiado oportuno.
—En aquellos años cualquier momento para venir al mundo era malo, querido, por lo que no experimenté la alegría de quien ve nacer a un hermano, sino el alivio de quien advierte que ha llegado el momento de reemprender el camino en busca de la libertad. No obstante, las últimas lluvias y el deshielo habían convertido las carreteras secundarias en barrizales y todas las energías del régimen se centraban en adueñarse de Europa, por lo que no perdía tiempo en facilitar el acceso a lejanas cabañas de vacaciones. En parte era una suerte porque, si bien no podíamos marcharnos, a nadie se le ocurría venir, lo cual permitió a mi madre recuperarse del parto. Una división de la Wehrmacht se había instalado en las proximidades de la posada en la que se hospedaban los oficiales de alto rango, pero tan solo en un par de ocasiones algunos soldados se aproximaron al lago… —La interrumpieron unos discretos golpes en la puerta y la voz de Rocío anunció que el té estaba servido, por lo que se puso en pie mientras señalaba alegremente—: ¡Vamos! A estas horas en el patio se está más a gusto.
Su invitado consideró que resultaba inaudito que alguien que acababa de almorzar copiosamente estuviera dispuesta a tomar el té, pero se limitó a seguirla, y el hecho de pasar del sobrecargado ambiente de una biblioteca en la que el humo casi podía cortarse con un cuchillo al aire fresco del patio significó un alivio para los pulmones, una alegría para la vista y un casi insufrible martirio para los oídos a causa de la algarabía que organizaban centenares de gorriones que comenzaban a llegar dispuestos a pasar la noche entre las ramas de los árboles.
El té seguía las pautas del almuerzo, a base de tres tipos de tarta de las que la cordobesa comenzó a dar cuenta con entusiasmo, por lo que su invitado dedujo que constituía un misterio que alguien de tan frágil apariencia ingiriera tal asombrosa cantidad de alimentos en tan corto periodo de tiempo.
Al cabo de un rato no pudo por menos que inquirir:
—¿Siempre ha tenido tanto apetito?
—Siempre.
—Pues lo debió de pasar muy mal durante la guerra.
—Pocas personas lo pasaron tan mal, pero no precisamente por culpa del hambre —replicó ella mientras se detenía con la cuchara en la mano—. Y hablando del tema…, ¿se quedará a cenar? Puedo ordenar que traigan su maleta del hotel y dormirá en el cuarto de invitados.
Una vez más la propuesta cogió de sorpresa al demandado, que dudó unos instantes aun a sabiendas de que llegar a una hora u otra a Madrid, o no llegar, poco importaba, dando por sentado que su mujer no se encontraría en casa y si se encontraba estaría durmiendo. Rara vez le echaba de menos, a no ser que necesitara dinero y a menudo transcurrían días sin saber nada el uno del otro. Cuando Mercedes Arriaga bebía en exceso, y cada vez ocurría más a menudo, lo mismo le daba que su marido se hubiera ido al despacho que a Córdoba o Tegucigalpa.
—De acuerdo —aceptó.
—Estupendo, porque de lo contrario no sé cómo demonios podría haber terminado de contarle una historia que tan solo está en los comienzos… —argumentó su anfitriona evidentemente feliz por su decisión—. El dinero se nos había acabado, por lo que pagábamos las provisiones con las joyas de mi madre y algunos objetos de Alex, pero nos dimos cuenta de que no podíamos continuar abusando de la buena voluntad de los Scheiweitzer, a los que de poco les servían cosas que no podían vender sin justificar su procedencia. Al fin Alex decidió viajar a Berlín con el fin de conseguir dinero y vales para una gasolina a la que cada vez resultaba más difícil acceder. Sostenía que al Führer le acabarían derrotando sus locuras y la gasolina; las primeras por exceso y la segunda por defecto.
—Supongo que Alex se había convertido en una parte importante de su vida… —la interrumpió en ese momento el editor, aunque no le gustara hacerlo—. Habla a menudo de él, pero aún no ha dicho si llegó a considerarle una especie de segundo padre.