—Qué decepción —dijo reprendiéndole—. ¿Qué esperabas conseguir con todo esto?
La cimek se dio cuenta de que había desconectado sin querer el simulador de voz. Aplicó de nuevo el mentrodo correspondiente y Quentin gritó:
—¡Puta! ¡Te haré pedazos y destrozaré tu cerebro demente!
—Ya basta —intervino Agamenón, y Juno desconectó otra vez el simulador.
La forma móvil de Juno se acercó más a las fibras ópticas de Quentin
—Ahora eres un cimek, mi cachorro. Tu sitio está con nosotros, y cuanto antes lo aceptes, menos sufrirás.
En el fondo Quentin sabía que no tenía escapatoria, que no había salida. Jamás volvería a ser humano, pero cuando pensaba en qué se había convertido se ponía malo.
Juno andaba arriba y abajo, hablándole con voz cálida y seductora.
—Todo ha cambiado. No querrás que tus valerosos hijos te vean así, ¿verdad? Tu única posibilidad es ayudarnos a conseguir una nueva Era de los Titanes. A partir de ahora debes olvidar a tu antigua familia.
—Ahora nosotros somos tu familia —dijo Agamenón.
Desde los tiempos de Aristóteles en la Vieja Tierra, la humanidad no ha dejado de buscar el conocimiento, que considera un beneficio para su especie. Pero hay excepciones, hay cosas que el hombre jamás debería aprender.
R
AYNA
B
UTLER
,
Visiones verdaderas
Era su misión en la vida. Rayna Butler no podía imaginarse ninguna otra cosa, ningún objetivo vital que pudiera compararse a aquello. Aquella mujer apasionada nunca se permitía pensar que nada era demasiado grande para ella. Desde hacía veinte años, había dedicado hasta su último aliento a exterminar los reductos de las avanzadas máquinas.
Cuando los Planetas Sincronizados fueron atacados durante la Gran Purga, Rayna y sus fanáticos decidieron completar el trabajo desde el interior de la Liga. No dejarían ni un pedazo de metal. Los humanos harían ellos mismos el trabajo, solucionarían ellos solos sus problemas.
Seguía teniendo la piel muy clara, sin pelo, y caminaba a la cabeza de una multitud cada vez mayor por las calles bordeadas de árboles de Zimia. Altos edificios que se elevaban sobre complejos monumentos declaraban con tono desafiante la victoria de la humanidad tras un siglo de Yihad. Pero aún había mucho que hacer.
Rayna parecía endeble y desvalida, y sin embargo tenía un gran carisma. Una muchedumbre de cultistas la seguía entre murmullos, que iban subiendo de tono conforme se acercaban al edificio del Parlamento, su objetivo. A Rayna no le interesaban las extravagancias, a diferencia del Gran Patriarca. Era una devota sencilla, entregada a una causa sagrada. Había dirigido a sus seguidores, y les había ayudado a canalizar su entusiasmo para que siguieran a la reluciente y blanca visión de Serena.
A su espalda, su gente gritaba, coreaba, enarbolando estandartes y banderas con las imágenes de Serena y Manion el Inocente. Durante mucho tiempo, Rayna había rechazado los iconos y las figuras estilizadas a favor de una expresión más concreta de su misión. Pero al final acabó por comprender que todos aquellos seguidores tan brutalmente leales del Culto a Serena necesitaban su parafernalia. Y aceptó que portaran estandartes, siempre y cuando quedara suficiente gente para empuñar garrotes y armas y hacer los destrozos necesarios.
Así pues, en aquellos momentos, avanzaba por la amplia avenida, al frente de la chusma. De las calles laterales no dejaba de llegar gente; algunos solo eran curiosos, otros deseaban sinceramente unirse a la cruzada de Rayna. Después de tantos años de planificación, Rayna Butler podía por fin hacer realidad su sueño, allí en Salusa Secundus, el corazón de la Liga de Nobles y el mundo natal de su familia.
—Debemos seguir invalidando a todas las máquinas que piensan —gritó—. Los humanos debemos establecer nuestras propias normas. No las máquinas. El razonamiento depende de una programación, no de un hardware… y nosotros somos el programa último.
Pero antes de que pudiera acercarse más, un grupo de guardias con expresión nerviosa les cerró el paso ante el edificio del Parlamento. Los escudos personales de las tropas de seguridad brillaban y su zumbido se oyó perfectamente en medio del silencio que se hizo cuando Rayna se detuvo ante ellos. Sus seguidores se detuvieron también, conteniendo la respiración.
Un rugido furioso se elevó de la multitud de cultistas, provistos de porras y palancas, tan deseosos de destrozar a los no creyentes como a las máquinas. Los guardias, nerviosos, blancos de miedo, estaban visiblemente descontentos con aquella misión, pero siguieron órdenes.
Si Rayna decía a sus seguidores que se sacrificaran para demostrar algo, no habría suficientes soldados para impedir que la chusma enfervorecida siguiera avanzando. Pero los guardias de Zimia tenían armas ultramodernas, y muchas personas morirían si Rayna no encontraba la forma de resolver aquello. Cuadró los hombros y alzó su mentón pálido.
En medio del cordón de soldados, una burseg dio un paso al frente y se acercó a Rayna.
—Rayna Butler, mis soldados y yo hemos recibido la orden de cerrarte el paso. Por favor, di a tus seguidores que se dispersen.
Se oyeron murmullos furiosos entre los cultistas, y la oficial bajó la voz para que solo Rayna pudiera oírla.
—Quiero disculparme. Entiendo lo que haces… mis padres y mi hermana murieron durante la plaga demoníaca. Pero tengo órdenes.
Rayna la miró con intensidad, y vio que las palabras de aquella mujer eran sinceras, que tenía buen corazón, pero no dudaría en ordenar a las tropas que abrieran fuego. Por un momento, no contestó y estuvo barajando las posibilidades… luego dijo:
—Las máquinas ya han matado a bastante gente. No hay necesidad de que los humanos maten a otros humanos.
La burseg no ordenó a los soldados que bajaran las armas.
—Aun así, señora, no puedo permitir que paséis.
Rayna miró atrás, a la muchedumbre que abarrotaba las calles. Ella y sus seguidores habían estado en muchos mundos devastados en el pasado año, y habían vuelto hacía muy poco a la capital. A su espalda veía cientos, incluso miles de caras, y todas ellas odiaban a Omnius. Una señal suya y aquellos fanáticos harían picadillo a los soldados.
Pero no quería hacer eso.
—Esperad aquí, amigos —les dijo Rayna—. Antes de seguir, hay algo que debo hacer yo sola. —Y, con una sonrisa plácida, se volvió hacia la burseg—. Por el momento los puedo mantener a raya, pero debes escoltarme al interior del edificio del Parlamento. Solicito una audiencia privada con mi tío, el virrey interino.
Con cara de sorpresa, la burseg miró a sus compañeros y a la multitud… que seguía cantando, haciendo ondear estandartes, sujetando sus toscas armas. Con muy buen juicio, dio un paso atrás y asintió.
—Me ocuparé de ello. Sígueme, por favor.
Rayna había encabezado aquellas marchas destructivas contra las máquinas pensantes desde que era una niña, en Parmentier. Ahora tenía treinta y un años, y el Culto a Serena llevaba años consolidándose en torno a su figura, sobre todo desde que se supo que aquella mujer delgada de aspecto fantasmal y ojos ardientes era pariente de sangre de santa Serena Butler. El movimiento había ido adquiriendo fuerza e impulso, primero en los mundos asolados por la epidemia, y luego en todas partes.
La gente desanimada escuchaba su mensaje, veían el fuego de sus ojos… y creían. Su civilización ya estaba en ruinas y las diferentes poblaciones habían quedado diezmadas, y sin embargo Rayna les pedía que destruyeran todos los artículos y aparatos que podrían haberles ayudado a rehacer sus vidas. Pero los que habían sobrevivido eran los más fuertes de la especie, y bajo su poderoso liderazgo recogieron los pedazos con sus propias manos y reconstruyeron sus sociedades. El mensaje ardiente de Rayna les convencía y, a pesar de las dificultades, las multitudes gritaban y rezaban, invocando el nombre sagrado de Serena.
Cuando sus seguidores coreaban su nombre junto con el de los tres mártires, Rayna se enfadaba y trataba de disuadirlos. No quería que la vieran como una profeta o una aspirante a ningún trono. Cuando el Culto la ensalzaba y la declaraba la persona más grande desde santa Serena Butler, ella protestaba. En una ocasión, los elogios le produjeron cierto placer, así que se desnudó y estuvo toda la noche en lo alto de un tejado, aguantando el viento helado, suplicando perdón y una guía. Dejar que la convirtieran en una poderosa figura a la que todos seguían sin cuestionarla era algo peligroso.
Finalmente, la condujeron hasta los despachos del virrey interino Faykan Butler. Rayna sabía que su tío era un hábil político, así que entre los dos tendrían que negociar una solución apropiada. La joven no era tan ingenua como para pensar que podía pedir lo que quisiera, y tampoco quería poner a Faykan en la posición de tener que ordenar una matanza. Le daba miedo pensar lo que pasaría con su legado sagrado si se convertía en otra mártir como Serena.
Cuando las puertas se cerraron, Faykan abrazó a su sobrina y luego la apartó un poco para mirarla.
—Rayna, eres la hija de mi hermano. Te quiero muchísimo, pero causas muchos problemas.
—Y tengo intención de seguir causándolos. Mi mensaje es importante.
—¿Tu mensaje? —Faykan sonrió y volvió a su mesa, tras ofrecerle un refresco, que ella rechazó—. Tal vez, pero ¿quién oirá el mensaje entre tantos gritos y tantos destrozos?
—Debe hacerse, tío. —Rayna seguía de pie, aunque Faykan se sentó en su cómodo asiento de virrey—. Ya has visto lo que pueden hacer las máquinas. ¿Harás que tus tropas me detengan? Preferiría no tenerte como enemigo.
—Oh, no cuestiono tus objetivos. Pero no estoy de acuerdo con tus métodos. Tenemos que pensar en nuestra civilización.
—Hasta el momento mis métodos han funcionado muy bien.
El virrey interino suspiró y dio un largo trago a su bebida.
—Deja que te haga una propuesta. Al menos eso puedo hacerlo, ¿verdad?
Rayna permaneció en silencio, con escepticismo, aunque estaba dispuesta a escuchar las palabras de su tío.
—Aunque tu principal objetivo es eliminar a las máquinas pensantes, debes admitir que con frecuencia tus seguidores… se desmandan. Provocan una cantidad exagerada de daños colaterales. Mira a tu alrededor, aquí, en Zimia, mira cuántas cosas se han reconstruido después de los ataques de cimek y robots y de la llegada de las pirañas mecánicas. Estás en la capital de la Liga. No puedo permitir que tu chusma desordenada corra a sus anchas por las calles destrozando y quemándolo todo. —Cruzó los dedos, sin dejar de sonreír—. Así que, por favor, no me obligues a hacer algo que pueda perjudicar a nadie. No quiero tener que ordenar a mis soldados que abran fuego contra tus seguidores. Incluso si me esfuerzo por causar el menor número de víctimas, seguirá siendo una matanza.
Rayna se puso rígida, pero sabía que Faykan tenía razón.
—Ninguno de los dos lo quiere.
—Entonces, ¿me permites que proponga una solución más duradera? Dejaré que difundas tu mensaje en Salusa. Puedes pedir a la gente que entregue sus máquinas y utensilios supuestamente corruptos. Incluso te permitiré hacer una gran ceremonia para destruirlos. ¡Con tanta gente como tú quieras! Pero cuando desfiles por las calles de Zimia, debes hacerlo de forma respetuosa.
—No todo el mundo entregará voluntariamente sus artículos de lujo. Las máquinas los han seducido y corrompido demasiado.
—Sí, pero muchos se dejarán llevar por el fervor que suscitas, jovencita. Y yo promoveré la creación de leyes que prohíban el desarrollo de cualquier aparato o circuito que recuerde ni remotamente los ordenadores de circuitos gelificados.
Rayna apretó la mandíbula y se inclinó sobre la mesa.
—He oído el mandamiento directamente de Dios: «No crearás una máquina a imagen y semejanza de la mente humana».
Faykan sonrió.
—Bien, bien. Podemos usar esas palabras en las leyes que promulgue.
—Habrá excepciones. La gente se resistirá a…
—Entonces les castigaremos —prometió Faykan—. Créeme, Rayna, haré lo que te digo. —Sus ojos se entrecerraron y su rostro adoptó una expresión calculadora—. Sin embargo, tú también puedes ayudarme a conseguir el poder que necesito para ello.
Rayna permaneció en silencio mientras Faykan se explicaba.
—Al inicio de esta Yihad, Serena Butler aceptó únicamente el título de virreina interina porque según ella no podía ostentar el título oficial hasta que las máquinas pensantes fueran destruidas. Sí, las máquinas siguen siendo una piedra en nuestro zapato, siguen en Corrin, pero la verdadera Yihad ya ha terminado. El enemigo ha sido derrotado. —Señaló a Rayna—. Y ahora, señorita, si tú me apoyas como sobrina y como líder del Culto a Serena, adoptaré el título de virrey de pleno derecho. Será un gran día para la humanidad.
—¿Y eso te permitirá aprobar leyes que prohíban la presencia de máquinas pensantes en toda la Liga? ¿Tú aplicarás esas leyes?
—Totalmente, sobre todo aquí, en Salusa —prometió—. Sin embargo, en los mundos de la Liga más primitivos, los que se encuentran en las fronteras, es posible que tú y los tuyos tengáis que continuar con vuestra misión como consideres más apropiado.
—Acepto tus términos, tío —dijo Rayna—. Pero te advierto una cosa… Si no cumples tu promesa, volveré… con mi ejército.
No todo es lo que parece.
D
OCTOR
M
OHANDAS
S
UK
, diarios médicos
—Me temo que tendremos que ir haciendo pruebas a voleo —dijo el doctor Suk con la voz distorsionada por el amplificador de su traje anticontaminación. Había bajado personalmente desde su laboratorio orbital en el
Recovery
, y estaba con Raquella bajo las estrellas, en la pista de aterrizaje polimerizada ante la ciudad de cuevas—. No tenemos elección. Casi el sesenta por ciento de los afectados morirá, incluso si consumen melange.
Raquella estaba ante él, valientemente, sin otra protección que un respirador. La mujer miró sus ojos oscuros y húmedos, y pensó en todas las cosas que los unían, en el amor y la amistad que había entre ellos. En aquellos momentos estaban separados por una capa fina e infranqueable de tejido anticontaminación. Raquella nunca había estado tan expuesta; al lado de la epidemia de Rossak la plaga original parecía una simple prueba.