En su mente tenía flashes de recuerdo, impulsos eléctricos que caían gota a gota. Quentin Butler pensó que se estaba muriendo. Los cimek lo habían agarrado con sus patas articuladas de metal y lo arrastraron. Podían haberlo despedazado fácilmente, igual que hicieron con su vehículo aéreo. Él trataba de huir a rastras en aquella atmósfera contaminada, sintiendo cómo la radiactividad le quemaba los pulmones, la piel… y entonces las gigantescas formas móviles lo aplastaron.
Su último recuerdo era una imagen de esperanza y desazón a la vez. Porce Bludd volando hacia él, tratando de rescatarle, y luego alejándose, fuera del alcance de los cimek, hacia su hogar. Cuando Porce escapó, Quentin supo que podía morirse medianamente tranquilo.
La explosión de dolor, los pinchazos, los cortes, las quemaduras… Y ahora sus pensamientos estaban atrapados en aquel bucle interminable, que le hacía ver sus últimas imágenes una y otra vez. Pesadillas, recuerdos, su vida que se escapaba.
De vez en cuando, como las burbujas que aparecen en la superficie de una olla de agua hirviendo, veía a Wandra cuando era una mujer joven y hermosa, una mujer inteligente y llena de vida. Wandra riéndose de sus chistes, paseando cogida de su brazo por los parques de Zimia. Una vez, fueron a ver el inmenso monumento hecho con el cuerpo de un titán destruido. Ah, qué claridad de percepción, qué recuerdos tan nítidos…
Él y Wandra habían disfrutado tanto… pero duró muy poco. Eran la pareja perfecta: el héroe de guerra y la heredera de los Butler. Antes de que todo cambiara, antes de la apoplejía, antes del nacimiento de Abulurd.
En un flash recurrente (¿una explosión química de datos almacenados en su cerebro, liberados en sus últimos momentos antes de morir?), volvió a ver a Porce huyendo de los cimek. Quentin se aferraba a esa pequeña alegría de saber que al menos había hecho algo bueno al final.
Pero la oscuridad y el olvido lo sofocaban. Y el miedo que sentía por dentro lo hacía mucho peor; era como revivir las horribles e interminables horas que pasó durante la defensa de Ix, luchando contra los robots en los pasadizos subterráneos. En aquella ocasión, una explosión hizo que el techo y las paredes se vinieran abajo. Quentin quedó atrapado, y le dieron por muerto, como a sus siete compañeros. Pero al final algunas rocas se desplazaron, y él arañó y empujó y consiguió abrir un hueco por donde respirar. Gritó y escarbó hasta que la garganta le dolía y los dedos le sangraban. Y, finalmente, finalmente, consiguió abrirse camino a la luz y el aire del exterior… donde fue recibido entre gritos de sorpresa y asombro por los otros yihadíes, que no esperaban encontrarle con vida.
Y allí estaba otra vez, la misma oscuridad opresiva, por dentro y por fuera. Él gritaba y gritaba, pero no servía de nada, y la oscuridad no desaparecía…
Al cabo de un rato, el dolor cambió, y se sintió totalmente desorientado. No podía abrir los ojos. No podía oír. Era como si le hubieran arrancado los sentidos y estuviera flotando en una especie de limbo. Aquello no se parecía en nada a las descripciones que había leído sobre la muerte o el cielo en los tratados y las escrituras religiosas. Pero claro, ¿qué iban a saber los profetas?
No se sentía ninguna parte del cuerpo, no veía ni un leve destello de luz real, aunque ocasionalmente, en la oscuridad de su inconsciente, percibía el destello de algún impulso neuronal residual.
De pronto, hubo una sacudida y fue como si tropezara en una atmósfera ingrávida, como si flotara… como si cayera. Le llegó un sonido distorsionado, resonando con una fuerza atronadora. Quería taparse los oídos con las manos, pero no se encontraba las manos. No podía moverse.
Una poderosa voz femenina hablaba a su alrededor, como la de una diosa.
—Creo que es parte del proceso, mi amor. Ya debe de estar consciente.
Quentin trató de preguntar, de gritar pidiendo ayuda… pero descubrió que no podía proferir ningún sonido. Mentalmente, gritó tan fuerte como pudo, pero tampoco encontraba sus cuerdas vocales, ni los pulmones. Trató de respirar hondo, pero no sentía los latidos de su corazón, ni su respiración. Sí, debía de estar muerto, o casi.
—Continúa e instala el resto de los componentes sensoriales, Dante —dijo una voz ronca y masculina.
—Aún falta un buen rato para que podamos comunicarnos con él —dijo una segunda voz masculina. «¿Dante? ¡Yo conozco ese nombre!».
Quentin sentía curiosidad, confusión, miedo. No tenía forma de cuantificar el tiempo que pasaba, solo aquellos sonidos indescifrables que le llegaban de vez en cuando, aquellas palabras ominosas.
Finalmente, con un chisporroteo de estática y un destello de luz, recuperó la vista. En medio del resplandor y una maraña de imágenes incomprensibles, enfocó la vista, hasta que reconoció a aquellas criaturas espantosas. ¡Cimek!
—En principio ya tendría que verte, Agamenón.
¡Agamenón! ¡El general titán!
A su alrededor veía formas móviles pequeñas. No parecían diseñadas para el combate o la intimidación, pero seguían siendo monstruosas. Los contenedores cerebrales estaban en unos receptáculos protectores, bajo los sistemas de control de los cuerpos.
Quentin y los cimek estaban en una especie de cámara… no a cielo abierto, que era lo último que recordaba de Wallach IX. ¿Adónde le habían llevado? Uno de los cimek seguía trabajando dentro de su campo de visión, levantando unos brazos delgados y afilados, cada uno de ellos terminado en un instrumento quirúrgico extraño. Quentin trató de mover las piernas, de escapar, pero seguía tan inútil y paralizado como antes.
—Y esto permitirá establecer conexión con todas las terminaciones nerviosas que sigan intactas.
—¿También los receptores del dolor?
—Por supuesto.
Quentin chilló. Jamás había experimentado una agonía igual. Era peor que la oscuridad sofocante. Ahora, notaba los pinchazos hasta en el fondo del alma, como si le estuvieran arrancando cada centímetro de su cuerpo con cuchillos candentes y embotados. Un grito agudo y estridente desgarró el aire y Quentin se preguntó si, de alguna forma, sería él quien había gritado.
—Apaga el simulador de voz —dijo la voz ronca de hombre—. No tengo por qué oír tanto jaleo. —Agamenón.
La máquina con voz femenina entró en su campo visual, moviéndose con suavidad, como si tratara de ser seductora, aunque parecía una araña siniestra.
—Solo es un dolor inducido neurológicamente, cachorrito mío. No es real. Te acostumbrarás, y entonces no será más que una distracción.
Quentin se sentía como si le estuvieran estallando ojivas nucleares dentro de la cabeza. Trató de formar palabras, pero su voz no le obedecía.
—No sé si sabes dónde estás —dijo la cimek—. Soy la titán Juno. Seguro que has oído hablar de mí.
Quentin se sintió apocado, pero no pudo responder. Años atrás, había intentado rescatar a algunos miembros de la población esclavizada de Bela Tegeuse, pero en vez de ayudarle estos se volvieron en su contra y lo llevaron prisionero ante Juno. No querían ser libres, querían la «recompensa» de ser convertidos en neocimek. Recordaba perfectamente aquella voz sintetizada, como metal arañando el cristal.
—Te hemos tomado como objeto de estudio y te hemos traído con nosotros a Hessra, una de nuestras bases de operaciones. Estamos construyendo nuevas bases en Planetas Sincronizados abandonados, como Wallach IX, que es donde te encontramos, cachorrito mío. Pero de momento nuestra base central está aquí, donde antes vivían los pensadores de la Torre de Marfil. —Emitió un sonido cantarín que tal vez fuera una risa—. La parte difícil ya está hecha. Hemos separado y tirado la carne y los huesos rotos de tu cuerpo, y hemos dejado el cerebro intacto.
Quentin tardó un largo momento en comprender dónde estaba… lo que era. Era evidente, pero no había querido creerlo hasta que el cimek masculino más discreto —¿Dante?— ajustó sus sensores ópticos.
—Con el tiempo aprenderás a manipular las cosas por ti mismo mediante los mentrodos, y según las formas mecánicas que escojas. Pero ahora quizá querrás ver esto por última vez.
En la mesa Quentin reconoció el cuerpo flácido y ensangrentado que había tenido toda su vida. Estaba destrozado, cubierto de hematomas, desgarrado… lo que demostraba que había opuesto resistencia hasta el último momento. Estaba allí tirado, como un vestido vacío, como una marioneta desechada. Habían cortado la parte superior de la cabeza.
—Pronto serás uno de los nuestros —dijo Juno—. Muchos de nuestros elegidos lo consideran una gran recompensa. Tu experiencia militar nos será muy útil… primero Quentin Butler.
Aunque el simulador de voz no estaba conectado, Quentin aulló de desesperación.
La energía creativa solo tiene éxito mediante el aprovechamiento de una locura controlada. Estoy convencido.
E
RASMO
,
El carácter cambiante
de las formas orgánicas
Después de pasar el día instruyendo a su leal pupilo humano, Erasmo estaba solo en el Corredor de los Espejos, en la planta principal de su mansión. Estaba atrapado en Corrin, la suerte de Omnius y de todas las máquinas pensantes pendía de un hilo, y aun así sentía una gran curiosidad por las cuestiones esotéricas.
Con gran detenimiento, estudió el reflejo de su rostro de metal líquido, las diferentes expresiones faciales humanas que podía imitar. Felicidad, tristeza, ira, sorpresa y muchas más. Gilbertus le había enseñado su repertorio completo. Lo que más le gustaba era poner caras que dieran miedo, una emoción que brotaba de la debilidad física del humano y de su carácter mortal.
Si hubiera podido entender aquellos sutiles aspectos que hacían del humano un ser superior, habría incorporado en su cuerpo lo mejor del hombre y la máquina, lo que a su vez habría sido la base para una serie avanzada de máquinas pensantes.
Según y como, hasta es posible que lo trataran como una figura divina. Una posibilidad intrigante, aunque después de los estudios que había realizado, no le atraía especialmente. No tenía paciencia ni empatía para la irracionalidad de las religiones. Él solo buscaba poder personal para completar sus fascinantes experimentos con los hrethgir. No tenía previsto acabar su existencia como máquina en un futuro próximo, ni se imaginaba tampoco convertido en un robot obsoleto sustituido por modelos más modernos. Seguiría mejorando, y eso le llevaría por caminos imprevisibles. Evolucionaría. Un concepto tan orgánico. Tan humano…
Aún delante del espejo, el robot practicó algunas expresiones más. La que más le gustó fue la que imitaba a un monstruo feroz y que había copiado de un antiguo texto donde se describía a demonios imaginarios. Aunque él la consideraba una de sus mejores caras, lo cierto es que todas sus expresiones eran demasiado simples y elementales. Su semblante de metal líquido no permitía expresar emociones más sutiles ni complejas.
Entonces se le ocurrió una cosa. Ahora que los experimentos de regeneración de extremidades con reptiles habían fracasado, tal vez Rekur Van podría utilizar sus conocimientos para ayudarle. Y de paso el tlulaxa estaría ocupado.
Echó a andar por su bella mansión en dirección a los edificios exteriores, mientras los ojos espía revoloteaban a su alrededor como espectadores impacientes. El robot independiente se distrajo con unas piezas de holoarte con acompañamiento musical… imágenes de algo parecido a reluciente metal líquido de estilizadas naves de guerra realizando maniobras en el espacio. De fondo, una de las piezas más soberbias de la música clásica sintetizada, una armonía de la
Sinfonía metálica
de Claude Jozziny, interpretada enteramente por máquinas. Con absoluta satisfacción, Erasmo contempló la danza de las naves ficticias a su alrededor, proyectada en las diferentes salas de la villa, las explosiones de sus armas cuando aniquilaban las naves y los planetas enemigos. Si la guerra real fuera así de fácil…
Omnius seguía con sus lamentables intentos de crear arte, imitando los esfuerzos de Erasmo o de los maestros de la historia de la humanidad. Por el momento, la supermente no parecía comprender el concepto de matiz. Quién sabe, en su momento quizá él también había sido igual de inepto, pero eso fue antes de que Serena Butler le enseñara a fijarse en las sutilezas.
Con una orden mental, el robot desconectó aquella exposición cultural y entró en la enorme cámara central del anexo de los laboratorios, donde el torso del tlulaxa estaba enchufado a su conector de soporte vital, como siempre.
Junto al muñón, el robot vio con sorpresa la figura morena y pequeña de Yorek Thurr.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó con tono autoritario.
Thurr suspiró, indignado.
—No sabía que necesitara permiso para entrar en los laboratorios. Nadie me había negado antes el acceso.
Aunque ya habían pasado veinte años, Thurr seguía prefiriendo las elegantes vestiduras que había escogido como atuendo cuando gobernaba con despotismo en Wallach IX. No era tan extravagante ni ostentoso como Erasmo, pero aun así le gustaban los tejidos de calidad, los colores llamativos, los complementos imponentes. Llevaba un cinturón con joyas encastadas, una tiara de oro sobre la calva y una larga daga ceremonial a la cadera con la que había degollado a muchos desgraciados cuando hacían algo que no era de su gusto. En Corrin seguía habiendo millones de cautivos humanos entre los que escoger.
—Pensábamos que estarías ocupado experimentando en tus salas de cirugía —dijo Yorek Thurr con tono de mofa—. Destripando vivo a algún humano o reconstruyendo su cuerpo. —Como si le hubieran pinchado, el tlulaxa miró con cara larga hacia Cuatropiernas y Cuatrobrazos, que andaban trajinando en las salas laterales, comprobando el material utilizado en las investigaciones.
—¿Tan predecible es mi comportamiento? —preguntó Erasmo, y se dio cuenta de que Thurr había evitado diestramente su pregunta—. No me has contestado. ¿Con qué propósito vienes a mi laboratorio?
El hombre le dedicó una sonrisa conciliadora.
—Tengo tantas ganas de salir de Corrin como tú. Quiero destrozar a la Liga y arrebatarles su aparente victoria. Hace años tuvimos un considerable éxito con la epidemia del retrovirus, y recientemente nuestros devoradores mecánicos lograron atravesar la barrera. A estas alturas ya habrán llegado a algunos mundos humanos. —Se frotó las manos—. Rekur Van y yo estamos impacientes por empezar algo nuevo.