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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #ciencia ficción

La batalla de Corrin (19 page)

BOOK: La batalla de Corrin
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Si bien los pensadores de la Torre de Marfil profesaban un desinterés total por la galaxia exterior y se mantenían aislados, no eran del todo autosuficientes. Hacía mucho tiempo que dirigían en secreto un negocio y proporcionaban electrolíquido a los cimek, y habían seguido haciéndolo incluso después de que Agamenón y sus rebeldes se liberaran del yugo de los Planetas Sincronizados.

No deseando depender tanto de Vidad y los de su especie, Dante había levantado instalaciones para la producción de electrolíquido en Bela Tegeuse y Richese. Pero, aunque este líquido producido en masa era apropiado para los neocimek, Agamenón y sus titanes querían un material de mejor calidad, y no había ninguno mejor que el de los pensadores de la Torre de Marfil. Ese día, el general tomaría el mando de aquellas instalaciones, declararía Hessra como su nueva base de operaciones e iniciaría su marcha hacia la historia, tan largamente pospuesta…

Las torres negras de la ciudadela aislada sobresalían entre gruesos glaciares, engullidas prácticamente por los perezosos ríos de hielo que habían ido subiendo a lo largo de los siglos. Las torres afiladas que albergaban los cerebros y que tan altas habían sido en otro tiempo, parecían a punto de ahogarse bajo una avalancha de nieve y hielo.

Al frente del contingente, Agamenón y Juno activaron con gran placer sus lanzallamas integrados, cuyo efecto se vería incrementado por las corrientes de oxígeno del aire enrarecido de Hessra. De la nave cimek salieron lenguas de fuego que golpearon los muros de piedra negra e hicieron desprenderse gruesos fragmentos de hielo, provocando una prodigiosa nube de vapor de camuflaje que se elevó al cielo apagado.

—Esto nos despejará una zona operativa más amplia —dijo Agamenón, descendiendo con su nave.

Con voz seca, Dante dio instrucciones a los neocimek. Sus fibras ópticas detectaron la figura de tres subordinados con túnicas amarillas que corrían a las ventanas y los balcones. Con la boca abierta, los subordinados vieron lo que pasaba y corrieron a refugiarse al interior.

Los neocimek siguieron aterrizando como cornejas alrededor de las inmensas naves de los titanes. Agamenón transfirió su contenedor cerebral a una forma móvil pequeña pero poderosa para poder desplazarse sin trabas por los pasillos de la fortaleza y mandó a un grupo de neos a que cargaran contra el edificio y derribaran muros y puertas para despejar el camino. Tras cambiar sus grandes naves mecánicas por formas móviles más pequeñas, los neos entraron como una procesión de hormigas guerreras mecanizadas provistas de armas. Detrás entró Agamenón, ruidosamente, con aire triunfal. Las patas afiladas de su forma móvil hacían saltar chispas sobre el suelo de piedra.

Fuera, el torpe neocimek Beowulf calculó mal y al aterrizar cayó por un precipicio y acabó en el interior de una grieta del glaciar. Cuando los neos le informaron, a Agamenón se le pasó por la cabeza dejar que se helara allí abajo y acabara engullido por las mandíbulas lentas pero inexorables del glaciar.

Pero en otro tiempo Beowulf había sido un aliado valioso, mucho más fiel y hábil que el inepto de Jerjes, con su extenso historial de fracasos. A desgana, Agamenón dio instrucciones para que rescataran el contenedor cerebral de Beowulf de los restos de su cuerpo-nave y lo colocaran en una forma móvil neocimek. «Se me están acabando las excusas para mantenerlo con vida». Aquel neocimek ya no era ninguna baza, al contrario, cada vez estorbaba más.

En el interior de la fortaleza helada de los pensadores, los neocimek despacharon a más de una docena de subordinados que encontraron a su paso. Agamenón mató a dos de ellos personalmente con la antigua arma que le había quitado a Thurr en Wallach IX. Funcionaba a la perfección.

Avanzando por delante del general, sus neocimek encontraron bibliotecas y salas de trabajo donde los subordinados pasaban el día copiando y transcribiendo. Por lo visto, estos ayudantes sentían una especial fascinación por todas las manifestaciones conocidas de las misteriosas runas muadru que se habían encontrado repartidas por diferentes planetas.

En las entrañas de la fortaleza había cámaras adicionales dedicadas a la producción de electrolíquido. Ataviados con sus túnicas amarillas, los hombres que trabajaban en estos laboratorios retrocedieron asustados ante la irrupción de los neocimek, interrumpiendo sus cánticos y el proceso ritual de transformar el agua en aquel líquido de soporte vital.

Agamenón dio instrucciones precisas y puso a Dante al mando.

—Averigua cómo funcionan estas fábricas y luego mátalos a casi todos. Necesitaremos a algunos con vida.

Otros subordinados corrieron a la gran cámara central donde los pensadores descansaban sobre sus pedestales. Cuando finalmente Agamenón apareció en el recinto y escrutó los relucientes contenedores de los pensadores, vio con turbación que en los cilindros individuales de líquido azulado solo había cinco cerebros.

Faltaba uno.

—General Agamenón, tu llegada es innecesariamente destructiva y caótica —dijo uno de los antiguos filósofos a través del simulador de voz del pedestal—. ¿En qué podemos ayudarte? ¿Has venido a buscar suministros de electrolíquido?

—En parte sí. Pero también pretendo tomar Hessra y destruir a los pensadores. ¿Quién es el que falta? —Y, tras levantar un brazo mecánico, señaló con su extremo afilado el pedestal vacío.

Los cerebros filósofos vibraron inocentemente y contestaron con sinceridad.

—Vidad se ha instalado de forma temporal en Salusa Secundus para asesorar y observar a la Liga de Nobles. Necesitamos nuevos datos y debates para seguir evolucionando.

—Me parece que eso no va a poder ser —dijo Juno, que en ese momento entró pavoneándose con su ominoso cuerpo móvil y se acercó a Agamenón. Siempre había sentido un especial desagrado por aquellos pensadores metomentodos, sobre todo el que se hacía llamar Eklo y que ayudó a Iblis Ginjo a fomentar la rebelión en la Tierra. El inicio de aquella Yihad espantosa y destructiva.

Aunque la cruzada de la Liga contra las máquinas había permitido a los cimek lanzar su propia revuelta y liberarse del control de la supermente, Agamenón seguía muy resentido con los pensadores.

—¿Tenéis alguna brillante revelación que compartir con nosotros antes de que os ejecute?

—Hay numerosos campos en los que podemos iluminarte, general Agamenón —dijo uno de los pensadores con voz femenina, hablando con una extraña placidez.

—Lástima, porque no me interesa convertirme en la clase de ser que vosotros consideraríais iluminado.

Tras ordenar a las formas móviles de los neocimek que siguieran registrando los pasillos y las cámaras de la fortaleza, Agamenón y Juno avanzaron. Querían hacer aquello personalmente. Como una forma de demostrarse su amor mutuo.

Los titanes alzaron sus brazos mecánicos y derribaron los pedestales, haciendo que los contenedores transparentes cayeran al suelo y se rompieran, y luego sintieron un placer especial al convertir los cerebros temblorosos en una pulpa con sus puños mecánicos, uno detrás de otro. Fue una pena que se acabara tan pronto.

Finalmente, en pie en medio de aquel montón de sesos desparramados, Agamenón declaró su dominio sobre Hessra. En ningún momento hubo ninguna duda.

21

Ciencia es la creación de dilemas en un intento de resolver misterios.

D
OCTOR
M
OHANDAS
S
UK
, discurso ante
un grupo de estudiantes graduados

En cualquier otro momento, Raquella habría reaccionado de una forma muy distinta al conocer a su abuelo, le habría hecho mil preguntas, le habría hablado de su vida. ¡El comandante supremo Vorian Atreides!

Su madre se habría sentido muy intrigada por aquella sorprendente noticia, pero Helmina estaba muerta, igual que el primer marido de Raquella. Ella siempre había creído que el soldado secreto de su abuela era una baja más, que por eso no había vuelto. La Yihad había acabado con tantas vidas y tantas esperanzas…

Le habría gustado pasar más tiempo con Vor Atreides —habría preferido casi cualquier cosa a lo que tenía por delante—, pero no podía dar la espalda a toda la gente que la necesitaba. Con aquella epidemia de Omnius haciendo estragos en Parmentier, ella y Mohandas tenían demasiados pacientes a los que salvar, tenían que encontrar una cura.

Sin embargo, por el momento, no había cura. Podían tratar los síntomas, hidratar a los pacientes y evitar que la fiebre subiera, ayudando a sobrevivir al mayor número posible de personas, pero con una epidemia tan extendida eso no era suficiente. Seguía muriendo demasiada gente.

Vor había prometido hacer lo que pudiera para ayudar, dar la alarma en los otros mundos de la Liga. Incluso si no lograba regresar a tiempo para ayudar en Parmentier, al menos podía alertar a los otros planetas sobre esta nueva y terrible táctica de las máquinas. Si estaba en su mano, cumpliría su promesa. Solo hacía unas horas que se había marchado, pero Raquella lo sabía.

Hospital de Enfermedades Incurables. El nombre parecía desafortunadamente apropiado. No sabía qué haría si Mohandas sucumbía a la epidemia. Prefería enfermar ella primero… Tres de los veintidós médicos que habían reunido ya habían muerto a causa de la enfermedad, cuatro se estaban recuperando pero seguían incapacitados y otros dos mostraban los síntomas inconfundibles de los primeros estadios. Pronto tendrían que atenderlos también a ellos.

Mohandas había estudiado la enfermedad con el suficiente detalle para extraer algunas conclusiones básicas, aunque no había podido encontrar ninguna cura mágica. El virus penetraba en el organismo por vía aérea, a través de las mucosas y, tras afectar al hígado, empezaba a producir grandes cantidades de una proteína que convertía hormonas corporales como la testosterona o el colesterol en un compuesto similar a un esteroide anabólico. El hígado no podía descomponer el compuesto X (Mohandas no tenía energía para buscar un nombre más creativo), que tampoco podía eliminarse de la sangre. Dado que el nivel de las hormonas naturales estaba muy mermado a causa de su transformación en el mortífero compuesto X, el cuerpo tendía a producirlas en exceso, y de este modo seguía alimentando al compuesto y haciendo que fuera cada vez más fuerte. Y no tardaban en empezar a manifestarse los destructivos síntomas físicos y mentales.

En los estadios finales de la enfermedad, la muerte se llevaba a más del cuarenta por ciento de los afectados. Además, con frecuencia se producía un fallo hepático, y los ataques al corazón y las apoplejías causadas por la hipertensión solían resultar fatales. En un pequeño porcentaje de casos, una crisis tiroidea hacía que el cuerpo desconectara directamente a causa de los desequilibrios hormonales. Llegados a este punto, la altísima fiebre había sumido a la mayoría de las víctimas en un coma profundo que podía prolongarse varios días antes de que dejaran de respirar. También era alto el porcentaje de afectados que sufrían rupturas de tendones, lo que hacía que muchos de los supervivientes quedaran lisiados.

Raquella atendió a cuarenta enfermos en la siguiente hora. Ya había dejado de oír los gemidos, los delirios, de ver la expresión de terror o de súplica de sus ojos, de reparar en el hedor nauseabundo de la muerte y la enfermedad. Más que un hospital, aquel lugar siempre había sido un hospicio. Algunos tardaban más que otros en morir por la infección, otros sufrían más. Los había valientes y cobardes, pero al final no importaba. Seguían muriendo demasiados.

Raquella salió al pasillo y vio que Mohandas se acercaba. Le dedicó una sonrisa, y vio su rostro dulce y cordial con aspecto demacrado, con arrugas de fatiga en las mejillas, alrededor del respirador. Llevaba semanas haciendo turno triple, como médico, como investigador y como administrador interino del hospital. Apenas tenían tiempo para estar juntos como personas cuyo amor ha evolucionado hasta convertirse en un vínculo indestructible. Pero, después de tanta desesperanza y tanta muerte, Raquella necesitaba un poco de calor humano, aunque solo fuera unos momentos.

Finalmente, después de pasar por las duchas de descontaminación a una sección de salas estériles, Mohandas y Raquella pudieron quitarse las mascarillas que les impedían besarse. Por un momento se cogieron de las manos, mirándose a los ojos a través de la película protectora, sin decir nada. Se habían conocido y habían encontrado el amor en medio de la tragedia, en el Hospital de Enfermedades Incurables, como una flor que aparece en medio de la desolación del campo de batalla.

—No sé cuánto más podré aguantar —dijo Raquella con voz fatigada y melancólica—. Pero, por muy fatigados que estemos, ¿cómo vamos a descansar? —Se acercó más y Mohandas la abrazó.

—Salvamos a todos los que podemos. Y aunque muchos se van, tú haces que sus últimos momentos sean más agradables —dijo él—. Te he visto con los pacientes, veo cómo se les ilumina el rostro cuando te ven. Tienes un don milagroso.

Raquella sonrió, pero con dificultad.

—A veces es tan duro escuchar sus plegarias desesperadas… cuando ven que no podemos salvarlos, apelan a Dios, a Serena, a quien sea.

—Lo sé. El doctor Arbar acaba de morir en la sala 5. Sabíamos que era algo inminente. —Había entrado en coma dos días antes, a causa de la fiebre altísima y la incapacidad de su cuerpo de combatir el virus o las toxinas que producía.

Raquella no pudo contener las lágrimas. El doctor Hundri Arbar procedía de las zonas más deprimidas de Niubbe, y sin embargo había conseguido su título en medicina para ayudar a la gente con menos suerte que él. Allí lo veían como un héroe, y siempre insistió en vivir sin ningún tipo de bebida ni de droga, ni siquiera la especia melange, tan popular por toda la Liga. Lord Rikov Butler —que había muerto junto con sus criados— proporcionaba importantes suministros de melange al hospital. Él tampoco tomaba la especia debido a las estrictas creencias religiosas de su mujer. En el hospital, todos los médicos la tomaban diariamente para mantener su energía.

—Un médico menos. Le hace preguntarse a uno si… —Se interrumpió en mitad de la frase, porque su pensamiento volvió a la especia—. Un momento. Creo que he encontrado un patrón. —Siempre que encontraba especia, la administraba a algún paciente para aliviar el dolor.

—¿Qué es?

—No, prefiero no decir nada hasta que no esté segura.

Raquella avanzó con rapidez por el pasillo, con el doctor Suk detrás, y entró en una sala donde se guardaban los historiales médicos. Empezó a repasar los gráficos, a anotar datos para buscar paralelismos. Durante una hora, estuvo revisando febrilmente los archivos, cada uno en una lámina independiente de plazcircuito, procesando los datos mediante un lector electrónico. Las láminas se amontonaban a su alrededor.

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