Read La batalla de Corrin Online

Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #ciencia ficción

La batalla de Corrin (18 page)

BOOK: La batalla de Corrin
4.46Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—No es suficiente con derrotar a estos lacayos de la supermente —concedió Nar Trig con voz profunda—. La victoria será mucho más dulce si podemos utilizarlos para nuestro provecho.

—Como Chirox —señaló Istian.

Su compañero no respondió.

19

He imaginado cómo sería de ser Omnius, las importantes decisiones que tomaría en su lugar.

Diálogos de Erasmo

A pesar de las promesas de Rekur Van, la nueva versión de Serena Butler fue una gran decepción. Otro clon acelerado, otro paso en falso. Erasmo esperaba que el experimento de Serena no hubiera sufrido un daño irreparable. Utilizando las células que había traído consigo para negociar cuando huyó de la Liga, el cautivo tlulaxa trataba una y otra vez de conseguir una réplica de la mujer, pero siempre se encontraba con el mismo problema. Las células robadas sólo contenían el material genético, pero no a la persona, su esencia. El secreto no estaba en las células, sino «en el alma», como habría dicho la propia Serena.

Y ahora, de mal humor, el comerciante de carne sin extremidades se negaba a ocuparse de los otros clones que estaban criando.

En parte quizá fuera la frustración que sentía por los experimentos de regeneración con reptiles. Después de unos comienzos prometedores, las excrecencias óseas que habían empezado a aparecer en sus hombros habían caído, dejando al descubierto trozos de carne viva e infectada. Al tlulaxa esto le había afectado mucho, y aquel estado de ánimo favorecía el fracaso en el experimento con Serena. Para arreglar aquel embrollo, Erasmo ajustó la medicación para que Van se concentrara en las cosas importantes y tuviera una amnesia selectiva. Aquello requería una atención constante.

«No debo mezclar experimentos», pensó el robot.

En aquellos momentos, mientras veía a la Serena de imitación en sus inmaculados jardines, deseó advertir en sus ojos lavanda un destello de reconocimiento, incluso miedo, lo que fuera. Gilbertus permanecía obedientemente a su lado.

—Es exactamente igual que las imágenes de archivo, padre —señaló el hombre.

—Las apariencias engañan —dijo Erasmo, buscando la frase en su repertorio de clichés—. Se amolda al estándar humano de belleza, pero no es suficiente. Esto no es… no es lo que yo quería.

Con su memoria perfecta, el robot podía recordar exactamente cada conversación que había mantenido con la Serena auténtica. De este modo, podía revivir los numerosos debates que hubo entre los dos cuando era su esclava especial en la Tierra. Pero Erasmo quería nuevas experiencias, un entendimiento, un contrapunto apropiado a las excelentes perspectivas que le daba su relación con Gilbertus.

No, sencillamente, aquel nuevo clon de Serena no servía.

Era tan blanda y poco interesante como sus otros especímenes, y no poseía ni los recuerdos ni la testarudez que esperaba encontrar. El proceso de madurez se había acelerado, pero sin el inconmensurable legado de la experiencia.

—Exteriormente aparenta la misma edad que yo —dijo Gilbertus. ¿Por qué demostraba tanto interés?

La verdadera Serena Butler se había criado en la Liga de Nobles, donde aprendió a creer en interesantes estupideces, como la superioridad del humano y su derecho a la libertad y el amor. Erasmo lamentaba no haber sabido apreciar su carácter único en lo que valía. Ahora era demasiado tarde.

—No me conoces, ¿verdad? —preguntó al nuevo clon.

—Eres Erasmo —contestó ella, pero su voz carecía de emoción.

—Ya imaginaba que solo sabrías decir eso —repuso el robot, consciente de lo que tenía que hacer. No le gustaba tener delante cosas que le recordaran sus errores.

—Por favor, no la destruya, padre —rogó Gilbertus.

El robot se volvió, formando automáticamente una expresión desconcertada en su rostro.

—Deje que hable con ella, que le enseñe. Cuando me sacó de las cuadras de esclavos, yo no tenía educación, era un salvaje, una pizarra en blanco que no dejaba entrever su potencial. Quizá con cuidado y paciencia pueda… salvar algo.

De pronto Erasmo comprendió.

—¡Serena te resulta atractiva!

—Me resulta interesante. Teniendo en cuenta las cosas que me ha explicado sobre la Serena original, ¿no cree que sería una compañera apropiada para mí? Una pareja, tal vez.

El robot no se lo esperaba, pero aquel giro en los acontecimientos le pareció de lo más intrigante.

—Tendría que haberlo visto por mí mismo. Sí, Mentat mío, inténtalo.

Mientras estudiaba el clon femenino, de pronto Gilbertus pareció intimidado, como si hubiera aceptado un desafío que le iba grande.

El robot le dio muestras de apoyo.

—Incluso si el experimento fracasa, sigo teniéndote a ti, Gilbertus. No podría tener un mejor sujeto de estudio… ni un compañero.

Con el fin de estudiar mejor las preferencias humanas, Erasmo había diseñado cierta cantidad de máquinas de ejercicio para Gilbertus, algunas de uso sencillo y otras más complejas. Gilbertus era un ejemplar perfecto, tanto física como mentalmente, y Erasmo quería que siguiera así. Al igual que una máquina, el cuerpo humano requería un mantenimiento.

Después de pasar por numerosos y exhaustivos programas de ejercicio, el físico de Gilbertus se había convertido en un ejemplo de perfección masculina. Cuando un humano utilizaba sus componentes físicos, su fuerza aumentaba; cuando un robot utilizaba sus componentes mecánicos, se desgastaban. Una diferencia curiosa, pero fundamental.

Bajo la mirada atenta de Erasmo, el hombre hizo varios kilómetros en una cinta para correr mientras hacía pesas y realizaba otros ejercicios para trabajar la parte superior del cuerpo con campos de fuerza. Para hacer algo tan complejo se necesitaba una mente muy compartimentada. En un día cualquiera, Gilbertus utilizaba más de treinta agotadoras máquinas múltiples sin descansar apenas y bebiendo únicamente agua.

Dado que aquello consumía mucho tiempo, Erasmo dijo:

—Mientras potencias tus capacidades físicas, podrías trabajar también las mentales, Mentat mío. Deberías mejorar tu memoria, realizando cálculos y resolviendo enigmas.

Gilbertus se detuvo, respirando trabajosamente. El sudor brillaba sobre su pelo pelirrojo, y en la expresión que le dedicó el robot reconoció desconcierto.

—Es exactamente lo que estoy haciendo, padre. Mientras ejercito mi cuerpo, ejercito mi mente. Realizo incontables cálculos, proyecciones y ecuaciones, cada una de las cuales me proporciona perspectivas que no están al alcance de un pensador corriente. —Hizo una pausa y añadió—: Eso es lo que usted ha hecho de mí… o lo que intento hacer que crea que ha hecho de mí.

—Eres incapaz de engañarme. ¿Qué interés podrías tener en hacer algo así?

—Padre, usted me ha enseñado que no se puede confiar en los humanos, y me he tomado su lección muy en serio. Ni siquiera confío en mí mismo.

Hacía casi siete décadas que Gilbertus era su pupilo, y le resultaba impensable que pudiera volverse secretamente en contra de las máquinas pensantes. Habría notado alguna pequeña alteración en su estado de ánimo, y Omnius habría detectado pruebas de su traición… porque sus ojos espía estaban por todas partes.

Si Omnius llegaba a plantearse siquiera esa sospecha, diría que lo más seguro era eliminar a Gilbertus antes de que pudiera provocar algún daño. Tendría que asegurarse de que la supermente no experimentaba nunca esas dudas.

«Omnius me desafió a convertir un niño salvaje en un ser inteligente y civilizado —pensó Erasmo—. Gilbertus ha sobrepasado mis expectativas más extravagantes. Me hace pensar en cosas que nunca me había planteado. Y le tengo un afecto que sería inconcebible sin él».

Gilbertus pasó a realizar flexiones para la parte superior del cuerpo con campos de fuerza y ejercicios de las extremidades inferiores simultáneamente. Mientras observaba a su pupilo, Erasmo recordó que Gilbertus ya había expresado su desagrado por la epidemia del retrovirus, que ya había empezado a propagarse por los mundos de la Liga. ¿Y si decidía ayudar a los de su especie… en lugar de a él?

«Habrá que estar al tanto. —El robot se dio cuenta de que aquel pensamiento era una manifestación de un rasgo muy humano: la paranoia—. Lo que se piensa no siempre se corresponde con la realidad. Debe haber una conexión, una prueba documentada que vincule la sospecha al hecho».

He aquí un problema que había preocupado durante mucho tiempo a los investigadores humanos: cómo afectaba la presencia del observador al experimento. Hacía ya mucho que Erasmo había dejado de ser un observador imparcial de los avances de Gilbertus. ¿Se comportaba de una forma determinada su hijo adoptivo para demostrarle algo? ¿Eran aquellos extravagantes ejercicios una forma de alardear de su superioridad? ¿Sería la actitud de Gilbertus más rebelde de lo que parecía a primera vista?

Aunque resultaban perturbadores, aquellos pensamientos eran mucho más complejos e interesantes que los aburridos clones de Serena. ¿Querría Gilbertus instruirla para que se convirtiera en su aliada?

Finalmente, el hombre bajó de su máquina de ejercicios, hizo una doble pirueta hacia atrás y aterrizó limpiamente sobre los pies.

—Padre —dijo, respirando casi con normalidad—, me estaba preguntando si el hecho de utilizar una máquina de ejercicios me acerca más a la máquina.

—Indaga tú mismo en ese tema y luego dame un análisis.

—Creo que no hay una respuesta concluyente. Pueden encontrarse argumentos que validen tanto una postura como la contraria.

—Entonces será un excelente tema para un debate. Siempre disfruto con nuestros debates. —Erasmo todavía tenía largos debates esotéricos con el Omnius-Corrin, pero prefería pasar su tiempo en compañía de Gilbertus. En cierto nivel, Gilbertus era más interesante, aunque no debía señalarle este detalle a la supermente.

El robot cambió de tema.

—Nuestras sondas de vigilancia pronto regresarán con imágenes de los resultados del despliegue inicial de la epidemia.

Gilbertus, que ya había terminado con sus ejercicios, se quitó la ropa cuando entraba en la ducha. El robot escaneó su físico con admiración, aunque se mantuvo a distancia suficiente para que el agua no salpicara su lujosa túnica.

—Sin duda, Yorek Thurr se alegrará viendo la muerte y la desgracia que ha provocado —dijo Gilbertus mientras se restregaba con la esponja—. Disfruta traicionando a los de su especie. No tiene conciencia.

—Las máquinas tampoco tienen conciencia. ¿Lo consideras un defecto?

—No, padre. Sin embargo, dado que Thurr es humano, yo tendría que poder asimilar su comportamiento. —Bajo el chorro de agua tibia, Gilbertus se enjabonó su espeso pelo rojo—. Aunque, después de leer tantos registros humanos de la antigüedad, creo que finalmente puedo explicar sus acciones. —Sonrió—. Es muy sencillo, está loco.

Gilbertus se aclaró y cerró el agua.

—Obviamente, el tratamiento de inmortalidad que exigió como pago por sus servicios desestabilizó su mente. Quizá era demasiado viejo. O quizá hubo algún error en la operación.

—O quizá intencionadamente yo le apliqué el tratamiento… de forma incorrecta —dijo Erasmo, sorprendido ante la sutil conclusión a la que había llegado Gilbertus—. Quizá decidí que no merecía una recompensa como esa y aún no ha acabado de entender qué le hice exactamente. —El rostro de metal líquido del robot formó una leve sonrisa—. Aun así, debes admitir que la idea de la epidemia ha sido muy buena. Se amolda perfectamente a nuestra necesidad de conseguir una victoria sin causar más daño del necesario.

—Mientras algunos de nosotros podamos sobrevivir. —Gilbertus se secó y encontró ropa limpia esperándole.

—Sobre todo tú. Te he enseñado a ser extremadamente eficiente, con una mente altamente organizada, capaz de recordar y analizar los hechos como un ordenador. Si otros humanos pudieran adquirir esa capacidad, la coexistencia con las máquinas sería más fácil.

—A lo mejor yo puedo ser mejor que las máquinas y que el humano —dijo Gilbertus pensativo.

«¿Es a eso a lo que aspira? Debo meditar profundamente este comentario».

Y salieron juntos del edificio.

20

Las máquinas no son ni más ni menos que lo que nosotros hacemos de ellas.

R
AQUELLA
B
ERTO
-A
NIRUL
,
Ensayos
desde los límites de la conciencia

Agamenón, Juno y Dante se elevaron en sus inmensos cuerpos de combate. Al general le entusiasmaba estar planificando un nuevo ataque, conquistar un lugar lejos de Richese donde pudieran estar a salvo de los obtusos espías de Omnius. Un lugar donde podrían reagruparse, hacerse fuertes y preparar con tranquilidad la siguiente fase de su nuevo imperio cimek.

Los tres titanes iban acompañados por una importante fuerza de naves neocimek, cada una de las cuales no era más que una extensión de un cerebro humano al que estaban conectadas mediante mentrodos. Todos aquellos neos profesaban su lealtad con entusiasmo, sobre todo porque sabían que Agamenón tenía interruptores selectivos que le permitirían matar a cualquiera de ellos a su antojo. Y a pesar de eso, Agamenón confiaba en su entrega y dedicación. Una vez que sus cerebros fueron extraídos de sus cuerpos biológicos, ¿qué otra cosa podían hacer los neocimek?

Tras abandonar Richese, el enjambre de naves de aspecto feroz se concentró ante el planetoide helado de Hessra, donde los pensadores de la Torre de Marfil habían vivido aislados durante siglos.

—De acuerdo con nuestras proyecciones, no tienen defensas —dijo Dante—. Los pensadores fingen no querer participar en ninguna actividad del exterior. Se limitan a esconderse y piensan.

Juno profirió un sonido despectivo y gutural.

—Pueden fingir lo que quieran, pero nunca han sido tan neutrales como dicen. Siempre están metiendo las narices en algún sitio.

—Son tan m-m-malos como los hrethgir. —Era el tartamudeo inconfundible de Beowulf y, aunque toleraba su presencia como pago por sus servicios pasados, a Agamenón le molestó que el neo estuviera escuchando una conversación privada entre titanes.

—Lo que quería decir —dijo Dante con exagerada paciencia— es que tenemos la victoria asegurada. En el plano militar no preveo ninguna dificultad para tomar Hessra.

—Aun así, pienso disfrutarlo al máximo.

Agamenón ordenó a sus cimek que rodearan el planetoide y descendieran. Poniendo a los prescindibles neos por delante, las naves de formas angulosas convergieron en formación de ataque por encima de la fortaleza de los antiguos filósofos, situada en un glaciar.

BOOK: La batalla de Corrin
4.46Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Talk Sweetly to Me by Courtney Milan
Fury by Elizabeth Miles
Dark Lie (9781101607084) by Springer, Nancy
Star Rider by Bonnie Bryant
METRO 2033 by Dmitry Glukhovsky