La amante francesa (9 page)

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Authors: José Rodrigues dos Santos

Tags: #Bélica, Romántica

BOOK: La amante francesa
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—Es un urinario público —aclaró el sacerdote, que respondió a la mirada inquisitiva de su protegido—. ¿Necesitas ir?

El chico meneó la cabeza y prosiguieron en dirección a la puerta. Subieron ambos la corta escalinata empedrada del acceso, cuyas paredes estaban decoradas con azulejos azules que reproducían tiestos con flores y dibujos geométricos azules, blancos y amarillos, y atravesaron los claustros internos, la mirada atraída por las austeras columnas de piedra que rodeaban un pequeño jardín interior. Los pasos retumbaban ruidosamente en el suelo de piedra, quebrando la placidez que llenaba los pasillos, y el aire se revelaba impregnado de un aroma indefinido, límpido y suave. Subieron al primer piso y fueron hasta el despacho del vicerrector. Don Crisóstomo los recibió con una sonrisa beatífica.

—¿Así que quieres ser sacerdote, hijo mío? —preguntó el anfitrión a Afonso en tono paternal, después de las cortesías habituales.

—Sí, señor vicerrector.

—Pero aún eres un poco joven para ello.

Afonso se quedó mudo. Estaba allí porque lo habían mandado. El padre Álvaro respondió en su lugar.

—Don Crisóstomo, el muchacho tiene cualidades.

—¿En qué sentido?

—Mi proyecto era tenerlo como monaguillo uno o dos años más, pero él ha demostrado gran interés y vocación y no veo la necesidad de mantenerlo alejado del seminario sólo porque aún es joven.

El vicerrector miró a Afonso, pensativo.

—¿Por qué quieres ser sacerdote?

—No lo sé, señor vicerrector —murmuró el muchacho, bajando la cabeza.

—¿No lo sabes?

Afonso vaciló. Se sentía intimidado, estaba habituado a discutir esas cosas sólo con el padre Álvaro y el vicerrector lo cohibía. Miró furtivamente al sacerdote y reparó en que él, con un sutil gesto de la cabeza, lo animaba para que hablase. Afonso se llenó de valor, levantó la cabeza y miró al vicerrector con actitud desafiante.

—Quiero descubrir la verdad.

—¿La verdad? ¿La verdad de qué?

—La verdad de todo. Del mundo, de las cosas, de los hombres, de la vida.

Don Basilio Crisóstomo se recostó en la silla y sonrió, complacido.

—Muy bien, has venido al sitio adecuado —exclamó, balanceando afirmativamente la cabeza, en señal de aprobación, y se volvió hacia el padre Álvaro—. Voy a ordenar que se le hagan cuanto antes los interrogatorios
de genere
a tu pupilo.

Los servicios de ingreso al seminario comenzaron días después con el interrogatorio a Afonso. Le inquirieron sobre su familia, su pasado, sus hábitos de vida, el perfil y los intereses del candidato. Los estatutos del seminario, redactados en 1620 y previamente consultados por el padre Álvaro, preveían como condición que se garantizase que los candidatos eran «christianos viejos enteros, sin raza de judíos, moros ni otros infieles», único requisito que ahora se dejaba de lado, por anacrónico. El padre Álvaro sirvió de testigo y su protegido, a pesar de ser considerado tal vez demasiado joven para frecuentar el seminario mayor, acabó siendo aceptado. Había antecedentes de niños que entraban en el seminario mayor con doce o trece años, los propios estatutos establecían que los seminaristas «tendrán al menos doce años», por lo que la inscripción de aquel muchacho de catorce años, aunque menos usual, nada tenía de extraordinario.

Afonso entró en el Seminario de los Apóstoles San Pedro y San Pablo en el otoño de 1904. En todo dominaba el aspecto antiguo, austero y solemne, una impresión adecuada a la historia del seminario. La institución se remontaba a 1572, cuando, como consecuencia del Concilio de Trento, se abrió el Seminario de San Pedro, que funcionaba en el campo da Vinha, en pleno centro de Braga. Parte de las clases, no obstante, se impartían en un vasto edificio junto a la Porta de Sao Thiago, el colegio de San Pablo, dirigido por los jesuitas. Los jesuitas, sin embargo, fueron expulsados en 1579, y el edificio quedó en manos de monjas, hasta que, en 1881, el seminario se trasladó allí y el nombre de San Pablo quedó incorporado en el de la institución.

El nuevo seminarista fue llevado a su celda, una pequeña habitación de decoración espartana y con cierto olor a moho. Tenía una cama apoyada en la pared, una mesa con cajones para la ropa, una vela, un candil alimentado con queroseno, un banco, una escoba, una bacinilla, un jabón, una toalla blanca y un cubo con agua. El ventanuco daba a un patio ajardinado, parte de cuya vista la ocupaban las ramas y las hojas de un vigoroso roble adulto, ramas agitadas por el inquieto aletear de los gorriones, el melódico piar de los pájaros llenaba entonces el patio e inundaba la habitación con deliciosas sonoridades musicales. Colocó la maleta sobre la cama, la abrió y acomodó la ropa en los polvorientos cajones de la mesa. Sólo se autorizaba la ropa oscura, de modo que Afonso llevó dos trajes, uno negro y otro gris, que le había regalado el padre Álvaro. Tenía también calcetines negros y calzoncillos cortos y largos, estos últimos piezas de vestuario que jamás había usado en Rio Maior, y de los que ahora no prescindía y que acomodó con el resto. En cuanto a los zapatos, sólo tenía el par que llevaba puesto, comprado en la zapatería Celestino Vidal, en la Rua do Souto.

La rutina de la vida en el seminario quedó establecida ya desde la mañana siguiente. Afonso se despertó con el sonido estridente de una campanilla tocada a cordel y llevada por los corredores. Eran las seis y media de la mañana. Temblando de frío, saltó de la cama, meó en la bacinilla y se lavó furtivamente las manos y la cara con el agua helada del cubo. Se puso el traje negro, hizo la cama y barrió la celda. A eso de las siete salió al corredor con la bacinilla, fue a echar la orina en la zona de las letrinas, regresó a la celda para guardar la bacinilla y volvió a salir, acompañando a los demás seminaristas en dirección a la capilla, para las oraciones de la mañana. El vicerrector ofició la misa siguiendo los pasos normales en cualquier iglesia, es decir, en latín y de espaldas a los fieles. El altar estaba vuelto hacia oriente, como es habitual en las iglesias, y los celebrantes rezaban siempre en dirección a levante, porque se creía que de ahí debía esperarse la salvación. A fin de cuentas, fue Ezequiel quien escribió que «la gloria del Señor viene del oriente», del sitio donde nace el sol; por ello hacia ese sitio se dirigen las oraciones. La misa duró media hora. Una vez acabada, camino del refectorio, algunos seminaristas conversaban entre susurros por los corredores, lo que dejó a Afonso impresionado. El refectorio era un gran salón con muchas mesas de madera, cuatro sillas por mesa. Los seminaristas se distribuyeron por las mesas y el vicerrector fue a ocupar su lugar. Colocaron en las mesas el pan, la borona y las gachas de maíz. João Basilio Crisóstomo se levantó y todos lo imitaron.

—Benedic Domine nos, et haec tua dona quae de tua largitate sumus sumpturi, per Christhum Dominum nostrum
—proclamó en latín, implorando a Dios la bendición de los alimentos que estaban en la mesa.

—Jube Domine benedicere
—entonó un diácono, prosiguiendo el ritual.

—In nomine Patri et Filii et Spiritu Sancti
—concluyó el vicerrector, que bendijo a los presentes y los alimentos; después hizo una seña a los seminaristas para que empezasen a comer.

Tomaron el desayuno en absoluto silencio, Afonso entendería rápidamente que ésa era la regla en todas las refecciones. A las ocho se recogieron a los aposentos, había llegado la hora de repasar las lecciones. El padre Álvaro le había advertido de que debería aprovechar esta pausa para echarle un vistazo al latín, ya que era probable que examinasen sus conocimientos de la lengua romana. A esas alturas el joven ya había entendido que el latín podía ser una lengua muerta en todo el mundo, pero en aquel seminario estaba tal vez más viva que el portugués. Se armó de valor y, encerrado en su celda, se puso a recitar declinaciones en voz baja. Media hora más tarde, la campanilla señaló la llamada al claustro. Afonso fue hacia allí, donde el vicerrector aguardaba a los seminaristas para interrogarlos sobre las asignaturas de estudio. El nuevo estudiante no se libró, ya que el vicerrector quería saber, examinando minuciosamente sus conocimientos de latín, cuánto valía la más reciente adquisición del seminario. Presa de la ansiedad y con la voz trémula y sumisa, Afonso titubeó en cada respuesta. Las clases del padre Álvaro eran una buena base, pero el latín que había aprendido en la parroquia de São Vicente se reveló claramente insuficiente para las necesidades curriculares y don Basilio Crisóstomo le dejó cla-ro que esperaba que aprendiese mucho más. Afonso concluyó la sesión del claustro exhausto y herido en su amor propio, imaginando que todos se reían de él.

Las clases comenzaron a las nueve de la mañana. Su primera disciplina fue Casuística, impartida por un maestro gordo y bonachón, en realidad un cura de la diócesis de Braga que iba a dar lecciones al seminario. El primer año del seminario mayor estaba dominado por los estudios filosóficos, con Filosofía, Casuística y Retórica a la cabeza, complementados por Gramática y Latín. Había también un extra a cargo del padre Ettori Fachetti, un napolitano de habla suave que había ido a Braga a aprender portugués. El padre Fachetti era un políglota notable y puso su talento al servicio de los seminaristas, enseñando italiano, inglés, francés y alemán a quien lo solicitase. Varios estudiantes se inscribieron en algunas de esas disciplinas, y Afonso, tal vez por el deseo de sentirse aceptado e integrado, siguió ese ejemplo y decidió aprenderlo todo. El segundo y tercer año de seminario se concentraban sobre todo en Teología, y los cursos se repartían entre la Historia Eclesiástica, la Teología Dogmática, la Teología Moral, la Teología Sacramental, el Derecho Canónico, la Liturgia, la Hermenéutica y el Canto, además, claro, de las disciplinas de lenguas extranjeras del padre Fachetti y de las inevitables Latín y Gramática.

Se sirvió el almuerzo a mediodía. Tal como en el desayuno, colocaron inmediatamente la comida en la mesa, pero nadie la tocó antes de que el vicerrector pronunciase en latín la fórmula de bendición de los alimentos. Había pan de trigo, borona, sopa de verduras, carne de vaca cocida, huevos cocidos y castañas. Para beber, agua. Comían en silencio, haciendo gestos sólo para pasarse unos a otros el pan, la carne o el agua. En mitad de la refección hubo una novedad con respecto al desayuno. Un seminarista de unos dieciséis años se levantó de la mesa y se dirigió al púlpito del refectorio con un pequeño libro en la mano. Abrió el libro en una página marcada y comenzó a leer un pasaje de la vida de san Francisco Javier con una voz monocorde. Afonso sintió que el muchacho no entendía lo que leía, la entonación era monocorde e inexpresiva, lo que hacía difícil la comprensión del texto. En esas condiciones, la voz se convirtió en un mero ruido de fondo. El orador terminó la lectura cuando llegaron las manzanas para el postre y, poco después, el vicerrector se incorporó, obligando a todos a levantarse, pronunció una oración final y dio el almuerzo por terminado.

Salieron al recreo. Afonso comprobó que la mayor parte de los seminaristas ya se conocían y formaban grupos que se reunían aquí y allá. El ambiente era amistoso, pero el recién llegado se mostraba tímido y ensimismado. Casi todos eran mayores que él, había incluso algunos a quienes les estaba creciendo ya una barba incipiente, de modo que Afonso se sintió desplazado. Para no quedarse sin hacer nada, decidió dar discretamente unos puntapiés a una pequeña piedra y, en su fantasía, se vio jugando al
football
en el Campo Pequeno con la gloriosa camiseta del Club Lisbonense. Imaginó que uno de los robles era una meta defendida por un
player
del Carcavellos Club, club particularmente detestado por incluir sólo extranjeros y por haber sido el único capaz de ganar al Club Lisbonense. Afonso miró el roble y chutó suavemente la piedra, confundiendo al imaginario
goalkeeper
inglés. En otros momentos, cruzaba el patio transportando la piedra con toques cortos, fingiendo que efectuaba
dribblings
que derribaban a los adversarios. Lo hacía como si estuviera paseando, procurando no llamar la atención, se daba cuenta de que andar ostensiblemente a puntapiés con una piedra durante el recreo podría ser mal interpretado.

El sonido de la campanilla los avisó de que el recreo había terminado. Eran las dos de la tarde cuando se recogieron en las celdas para concentrarse en las materias de las clases de la mañana. Afonso pasó parte de la tarde estudiando Casuística y la otra parte a vueltas con el malhadado latín, que tanto lo había avergonzado durante la sesión en el claustro. A las cinco y media, la campanilla los convocó a la capilla; a las seis y media, volvieron al refectorio para la cena silenciosa. La refección terminó a las siete y media, momento en que salieron al recreo; una hora después, la campanilla los mandó nuevamente a las celdas. A las nueve de la noche, y después de preparar las cosas para el día siguiente, Afonso hizo una última visita a las letrinas, volvió a la celda, se metió en la cama, apagó el candil de queroseno y se durmió.

Los días se sucedían unos a otros en esta rutina, con pocas variaciones, monótonos y repetitivos. Las principales novedades se relacionaban con los almuerzos y las cenas, por la variación en los platos. Unas veces había carne de vaca, otras carne de cerdo, otras carne de cordero. Jamás se sirvió pescado, lo que hizo a Afonso recordar y echar de menos cómo limpiaba las cabezas de los chicharros con la lengua. Comían gallina, castañas, patatas, sopas de ajo, sopas de verduras o migas. Los domingos se servía un plato elaborado, el arroz, y los días festivos había dulces, algunos de recetas conventuales. El vino se reservaba igualmente para ocasiones especiales, y Afonso añoraba el sabor del tinto. En vez del suave vino maduro al que estaba habituado en Rio Maior, éste era de sabor muy frutal. Le explicaron que se trataba de tinto verde, un néctar que él no conocía y que provenía de varias zonas del Miño, como Ponte da Barca, Ponte de Lima y Melgaço, y hasta del valle del Sousa, en la región del Duero.

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