—Aquel pequeñito es Barley, un inglés muy bueno —indicó el mirón con entusiasmo, señalando a un hombre que corría rápido entre las alas y que acababa de meter un
goal
, y que en ese instante fue saludado por varios amigos—. Pero el que más me gusta es aquel delgadito, Paiva Raposo. ¡Sí, señor!, ése es un verdadero
player
, un portento en los
dribblings
y en los
kicks
. Ambos, Barley y Raposo, estuvieron en el
team
del Club Lisbonense que ganó la primera copa de
football
en Portugal, hace dos años, cuando en Oporto derrotaron al Football Club de Oporto por 2-0. Hasta el Rey fue a ver el
match
.
En esa tarde soleada en el Campo Pequeno, el Football Club Lisbonense venció al Real Gymnasio Club Portugués por 3-1, y confirmó una vez más que se trataba del mejor equipo de
football
existente en Portugal.
—Bien, vamos entonces a ver a Ermelinda —dijo con un suspiro el señor Rafael, que se volvió de espaldas al Campo Pequeno.
—Es una pena, pero esto durará poco —comentó el mirón, en un gesto de despedida, cuando ya se dispersaba la multitud.
—¿Cómo? —se admiró el padre de Afonso, mirando hacia atrás.
—Construyeron aquí, hace cuatro años, el ruedo de toros y están dando órdenes para que se acaben los partidos. Los muchachos se quedarán sin cancha. —El hombre dio media vuelta para marcharse, pero el señor Rafael se acordó de que aún le quedaba por hacer una pregunta.
—¡Oiga, amigo!
El mirón se volvió.
—¿Dígame?
—¿Ha ido alguna vez a Rio Maior?
F
ue un parto duro, como suelen serlo todos los partos, pero madame Michelle Chevallier tenía caderas estrechas y los riñones acusaron el dolor del esfuerzo al sentir que había llegado la hora de dar a luz. La partera cortó el cordón umbilical, dio una palmada al bebé y el débil llanto irrumpió en la habitación, casi como un maullido doliente. La abuela limpió al niño con agua previamente calentada en una tetera, lo cubrió con un chal suave, salió de la habitación y, con una sonrisa feliz pero los ojos cansados después de la larga noche, se lo mostró al padre y al abuelo, que aguardaban tras la puerta, excitados por los frágiles gritos que habían oído hacía un momento.
—Es una niña —anunció.
Fue en la mañana del 2 de octubre de 1891 cuando Paul Chevallier vio nacer a su segunda hija. Horas más tarde, mientras la niña mamaba del seno de su madre y bajo las miradas embelesadas del padre, de la pequeña y excitada hermana Claudette y de los dos abuelos aún vivos, se decidió que se llamaría Agnès, como la abuela materna. Durante los tres años siguientes nacerían dos hijos más, ambos varones, Gaston y François, que completaron un total de cuatro hermanos, número que los padres consideraron adecuado y definitivo, salvo imprevistos.
La familia Chevallier vivía en una casa antigua situada en la Rue du Palais Rihour, en medio de una colorida hilera de estrechos y pintorescos domicilios del siglo XVII y a un paso de la imponente Grande Place de Lille. La pequeña Agnès Chevallier comenzó a frecuentar muy pronto la tienda de su padre, una casa de vinos situada en la fastuosa Vieille Bourse y llamada Château du Vin. El hecho de poseer una tienda en la Vieille Bourse constituía de por sí un claro indicio de que se trataba de alguien acomodado, descripción que correspondía vagamente al modo de vida de Paul. El padre de Agnès era un hombre alto y delgado, muy rubio y con los pómulos salientes. Tenía tierras cerca de Reims, donde cultivaba uvas para hacer
champagne
, cuya calidad hizo de él un enólogo prestigioso en Lille, aunque su verdadero negocio fuese el comercio de vinos. De su tienda, que servía con frecuencia de despacho comercial, exportaba a Bélgica, Holanda, Gran Bretaña y Alemania.
Tal como muchos habitantes de la ciudad, los Chevallier eran burgueses de origen flamenco, algo que no olvidaban. La intolerancia francesa frente a las tradiciones flamencas había denostado el nombre original de familia, Van der Elst, lo que llevó a un antepasado, célebre por sus acciones de caballería durante las guerras napoleónicas, a decidir cambiar aquel apellido por el de Chevallier. Ésa es, por otra parte, la historia de Lille, una ciudad originalmente belga, Rijssel, víctima de once cercos y arrasada varias veces en un periodo de mil años, puesta sucesivamente bajo control flamenco, francés, austríaco y español, hasta que se la anexaron de manera definitiva los franceses en el siglo XVII, con el tratado de Aquisgrán. Luis XIV conquistó la población en 1667, le otorgó el estatuto de capital de la Flandes francesa y la llamó Lille, una evolución de las palabras
l'isle
, «la isla», debido a que la ciudad creció en torno a un castillo construido en una de las islas del río Deûle. El propio edificio de la Vieille Bourse insistía en recordar el pasado flamenco de Lille, manteniendo cuatro leones de Flandes orgullosamente esculpidos en la fachada. La majestuosidad del edificio de la Vieille Bourse era algo que no dejaba de impresionar a la pequeña Agnès siempre que su madre la llevaba a visitar a su padre en la tienda de vinos. La Vieille Bourse se erguía, majestuosa, en uno de los lados de la plaza central de la ciudad, exhibiendo fausto y opulencia en su arquitectura grandiosa, con las cariátides que adornaban las pilastras, las ventanas ricamente decoradas a la manera del Renacimiento flamenco, una campana dentro de la vistosa y una altiva columna rojo ladrillo que se alzaba en el extremo central del tejado oscuro. Aunque parecía un solo edificio, la Vieille Bourse estaba en realidad formada por veinticuatro pequeñas casas de comercio, una de las cuales albergaba el Château du Vin.
Durante la infancia, los cuatro hermanos fueron educados en casa. Todos ellos eran bilingües, hablaban francés y flamenco. Las conversaciones en familia se hacían sobre todo en francés, pero a menudo se intercalaba el flamenco, con frecuentes
goedemorgen
intercambiados por la mañana, pidiendo
gebak, melk
y
suiker
a la mesa del desayuno y soltando
tot ziens
de despedida. Las comidas preparadas por Michelle tenían la marca de la cocina flamenca, a base de carne de aves y de platos sustanciosos, como
boudin
y morcilla con puré de manzana. Pero los favoritos de los niños eran el
waterzoï
, las dulces
gaufres
y la mermelada con
martilles
, el popular queso de la región.
Agnès tenía dos grandes amigas. Una era su hermana Claudette, un año mayor. Claudette era arisca y mandona, Agnès más dulce y conciliadora, aunque en los momentos de apuro se mostraba inesperadamente rígida e inflexible. Los juegos entre ambas terminaban en una invariable guerra de insultos, pellizcos y arañazos. Las palabras más duras eran:
t'es méchante
, «eres mala», insulto que en general desencadenaba una rápida y dolorosa respuesta física. La madre aparecía para separarlas y las obligaba a pedirse disculpas. Como era orgullosa, Agnès se disculpaba en flamenco, vomitando un crudo
het spijt me echt
! Lo hacía con tal ferocidad que más sonaba a un nuevo insulto. Evitaba siempre mostrarse débil y raramente lloraba, a pesar de que su hermana era físicamente más fuerte y, en consecuencia, solía imponer su voluntad en estos enfrentamientos.
Cuando los juegos con Claudette acababan mal, Agnès se reunía con su segunda amiga, una muñeca de cartón y madera a la que llamaba Mignonne y de quien se hizo inseparable. Mignonne era una muñeca
jumeau
, hueca por dentro y fabricada en un molde, con ojos castaños de cristal y una cabellera rubia rizada, con la cabeza encajada en un cuerpo compuesto y articulado, y con los miembros doblándose en las junturas, lo que era una novedad. Con Mignonne en el regazo Agnès aprendió a tejer, y siempre en su compañía escuchaba a su madre contarle historias, en su mayor parte cuentos flamencos, como las leyendas de la batalla entre Lydéric y Phinaert, los míticos gigantes fundadores de Rijssel, y de Yan den Houtkapper, el leñador que, según la tradición, fabricó un par de botas de madera para Carlomagno. Pero fue una historia verídica, la de Florence Nightingale, la que más absorbió la imaginación de la pequeña, hasta tal punto que comenzó a decir que ella y Mignonne serían enfermeras de mayores.
—¿Florence Nightingale? —se sorprendió una vez madame Chenu, una amiga de la madre, cuando la oyó citar a su heroína—. Vaya, vaya, si te gusta tanto ayudar a los demás, deberías seguir los pasos del gran héroe de Lille.
—¿Lydéric? —se interrogó Agnès, vacilante.
Madame Chenu se rio.
—¿Lydéric? No,
ma petite
, ése ya pasó. Estoy hablando de nuestro Pasteur, el gran Pasteur, que Dios lo tenga en su gloria. Ése sí que es un ejemplo que debe ser imitado.
Fue la primera vez que Agnès oyó hablar del héroe de la ciudad, recientemente fallecido. Louis Pasteur era oriundo de la región y fue en Lille donde desarrolló las investigaciones que lo hicieron famoso. Descubrió el papel de los microorganismos en la fermentación y propuso la «pasteurización» para combatir ese proceso. Más importante aún, inventó las vacunas y demostró la importancia de la higiene en los hospitales como modo de controlar la alta tasa de mortalidad entre los enfermos ingresados. Todo ese trabajo, desarrollado sobre todo en la década anterior, atrajo una enorme atención sobre este científico francés, convirtiéndolo en el más famoso hijo de Lille y en el orgullo de la ciudad.
Con la vaga idea de la medicina en la mente, Agnès comenzó a frecuentar a los nueve años el instituto católico para niñas. Delgada como un palillo, una sonrisa luminosa y los rasgos del rostro bien dibujados, la pequeña pronto se sumergió en la multitud homogénea de las niñas con bata. El primer día llevó a Mignonne a clase, pero la profesora, una monja austera y áspera, le dejó claro de entrada que no le gustaba la idea. En medio de una lección, la hermana Pezard se calló bruscamente y se acercó al pupitre de Agnès con actitud severa.
—¿Qué es esto? —preguntó la monja, cogiendo la muñeca.
—Es Mignonne,
soeur
—informó Agnès con timidez—. Es mi amiga.
La profesora ignoró la respuesta.
—Aquí no se admiten muñecas. Usted ya tiene edad para dejarse de niñerías. —Dio media vuelta y regresó a su escritorio con Mignonne en la mano—. Venga a buscar su muñeca cuando terminen las clases y, atención, no quiero volver a verla por aquí.
Agnès le cogió un miedo terrible a la
soeur
Pezard, pero el incidente sirvió para hacerle entender que la infancia tendría que quedarse a la puerta del instituto. Los juegos y charlas con la muñeca de cartón y madera se reservaron así para la noche, en especial para los momentos antes de dormirse. Agnès dejó naturalmente de creer que Mignonne la escuchaba, aunque siguiera aficionada a la muñeca y hablase con ella como quien escribe en un diario: era una manera de hacer el balance del día y organizar verbalmente lo que había aprendido y todo lo que había visto. La segunda hija del matrimonio Chevallier creció vigorosa, más parecida a la abuela paterna, ya fallecida, que a su madre, con sus cabellos rubios de rizos castaños, los ojos de un verde vivo e intenso, tal vez una mezcla del azul del padre con el castaño de la madre.
La memoria que Agnès guardó de esos años fue la de una infancia extraordinaria y mágica. Al padre le encantaba hablar de París, y en especial de una torre gigantesca que habían construido por esos años, tema frecuente de las conversaciones en el Château du Vin. Los clientes de la tienda que habían asistido a la inauguración de la torre, dos años antes del nacimiento de Agnès, se dividían en cuanto a la importancia de aquella obra y exponían sus argumentos en intensas y acaloradas discusiones. Sentada en un rincón de la tienda, Agnès los escuchaba en silencio, pero con atención. Unos decían que era un monstruo, una chimenea de hierro, un disparate sin igual, un insulto a la arquitectura de París, incluso una amenaza a la seguridad de las personas, las leyes de la gravedad hacían evidente que ese tumor metálico se caería, inevitablemente. El sastre Aubier afirmaba además, sarcástico, que el sitio donde más le gustaba estar cuando visitaba París era la torre, justamente porque ése era el único lugar de la ciudad donde no tendría que verla. En honor a la verdad, esa chispa de ingenio no era de su invención, Aubier había leído algo semejante en un periódico, atribuido a Guy de Maupassant, pero en las charlas con los amigos la frase producía un buen efecto y no le importaba hacerla pasar por suya.
Otros clientes, sin embargo, elogiaban con entusiasmo la monumentalidad y creatividad de la obra, que consideraban la prueba de que la ingeniería francesa era la mejor del mundo. La torre se presentó al público en la Exposición Universal de 1889, y constituyó un tributo a la industrialización de Francia y un marco para conmemorar el centenario de la Revolución francesa, al mismo tiempo que generaba un encendido debate público en los periódicos y suscitaba la oposición acérrima de arquitectos y artistas. En rigor, la obra era tan polémica que todos querían verla. Paul Chevallier, como cualquier francés que se preciase, siguió el debate a distancia, pero no pudo visitar la Exposición en su momento y ver la célebre torre para juzgar por sí mismo. Tuvo la oportunidad de hacerlo más tarde, durante los varios viajes a París a que le obligaban los compromisos profesionales para comercializar la producción vinícola. Iba siempre solo y, al regresar, no vacilaba en elogiar en casa la grandiosidad de la obra.
Por decisión de Luis Napoleón, Francia acogía una gran exposición universal todas las décadas, con intervalos que no podían exceder los doce años, de modo que el certamen siguiente en París quedó fijado para 1900. Una mañana de primavera de ese año, en el desayuno, y entre dos
croissants
, Paul Chevallier hizo ante su familia un anuncio solemne.
—Está decidido —dijo—. Este año vamos a la Exposición Universal de París.
Hubo en la casa gran animación. Muchas de las compañeras de Agnès del instituto irían a París con sus padres a propósito para visitar la Exposición, y los que no tenían un plan como ése se desesperaban ante la perspectiva de perderse el gran acontecimiento del año. Los hijos de Paul se pasaron semanas hablando del tema, pidiendo, implorando, amenazando, hasta llorando, hasta que finalmente consiguieron, aquella mañana, arrancar de su padre el compromiso de ir a la Exposición. No es que Paul y Michelle hiciesen un gran sacrificio, en realidad ambos se sentían igualmente ansiosos por visitar París y participar de un hecho tan especial: todos sus amigos irían y era impensable que los Chevallier fuesen menos.