—Supongo que tampoco tienen ninguna objeción a que su hijo se haga sacerdote —quiso saber doña Isilda, con las piernas cruzadas púdicamente en el sillón, una sonrisa evangélica dibujada en los labios en el momento en que formuló la pregunta que la había llevado allí.
El señor Rafael se mantuvo unos instantes callado, meditativo, sumido en sus pensamientos, reflexionando sobre aquella propuesta inesperada. Perdería el dinero que su hijo llevaba a casa, es verdad, pero, por otro lado, se quedaba con una boca menos que alimentar. Además, tener un sacerdote en la familia no era de menospreciar, le acarrearía prestigio social, atraería el respeto de los vecinos, sería un salto que jamás había pensado que estuviese al alcance de la familia. Asimismo, había que considerar incluso la dimensión religiosa. Se acordó del sueño en que el ángel le aconsejó tener un hijo más y consideró que era una premonición. En su raciocinio de hombre creyente y religioso, concluyó que la sugerencia de doña Isilda sólo podía ser una nueva señal de Dios.
—Muy bien, señora —asintió finalmente—. Afonso será sacerdote.
El pequeño dejó a su familia una mañana fresca de otoño de 1903. Se aferró obstinadamente a las faldas de su madre, llorando, hasta que el padre Álvaro, hermano de doña Isilda, lo arrastró hasta el coche. Gritó desesperado por la ventanilla del carruaje, era la primera vez que se separaba de la familia, y no se calló hasta que la casa de Carrachana desapareció detrás de una curva, entre la nube de polvo que había levantado el coche sobre el macadán de la Estrada Real n.° 65. Se recostó entonces en el asiento, con la cabeza gacha, mientras las lágrimas se le escurrían por la cara y ahogaba sus sollozos al lado de aquel extraño con sotana. Se sentía un poco avergonzado por la imagen que ofrecía, pero, al mismo tiempo, su deseo había sido manifestar de modo claro e inequívoco su repudio a que lo mandasen a otra parte, la verdad es que le daba miedo lo desconocido y permanecía aferrado al refugio natal de Carrachana. Ahora, apartado de su familia, se sentía solo y aterrorizado, imaginaba con horror que lo habían abandonado y se interrogaba repetidas veces sobre lo que sería de él, si alguna vez vería de nuevo a sus padres y a sus hermanos.
El padre Álvaro se reveló, sin embargo, como una persona amable y jovial, así que acabó conquistando gradualmente la confianza de Afonso durante el viaje. Se trataba de un hombre bajo y macizo, de rostro ancho y con la mandíbula inferior saliente, el pelo medio canoso erizado y corto. Parecía un agricultor de Ribatejo, pero era un hombre de Dios. Cogieron el tren en la estación de Sant'Anna hacia las nueve cuarenta; el trayecto hasta Oporto duró casi diez horas. Lo cierto es que el padre Álvaro era hombre de recursos, al que le gustaban las comodidades, digno hermano de doña Isilda, así que no le importó pagar más de seis mil réis por cada billete para viajar confortablemente en primera clase. Era ya noche oscura cuando llegó el momento de pasar por Dona Maria Pia, el temible puente de hierro sobre el Duero. Afonso vio, horrorizado, la mancha sombría del río corriendo por debajo de la frágil estructura metálica y, cerrando los ojos, se arrimó al cura en busca de protección, con lo que puso término definitivo a su resistencia.
Como no había conexión con el Miño por la noche, fueron a dormir al Grande Hotel de Oporto, en la Rua de Santa Catharina, un edificio construido a propósito para servir de complejo hotelero y que ofrecía a sus huéspedes un sofisticado anexo para baños y duchas. Temprano, a la mañana siguiente, después de un rápido desayuno, salieron del hotel y fueron a la estación. El sacerdote compró dos billetes más de primera clase, a mil réis cada uno, y cogieron el tren de las ocho de la mañana. Hicieron falta dos horas y media para hacer la conexión de Campanhã hasta Braga, tiempo más que suficiente para entablar finalmente una conversación normal, sólo interrumpida cuando el vagón entró en la estación de la ciudad del Miño. El pequeño bajó en silencio del tren, cogido de la mano del cura, con sus ojos ávidos ante lo novedoso de aquella urbe extraña y desconocida.
El padre Alvaro Pereira era el responsable de la parroquia de São Vicente, que incluía el vasto cementerio del monte de Arcos. También él oriundo de Rio Maior, como toda la familia de doña Isilda, el párroco se encargó personalmente de los primeros pasos de la educación de Afonso. El niño sólo había hecho el curso de la escuela primaria, lo que estaba lejos de ser suficiente para poder ingresar en el seminario. Braga no tenía seminarios menores, donde se preparaba a niños de su edad en estudios de humanidades para el seminario mayor, por lo que tenía que ser el padre Álvaro quien le administrase las enseñanzas necesarias a fin de conseguir un lugar en el seminario de la archidiócesis. Durante un año, Afonso pasó los días aprendiendo latín y gramática, conocimientos considerados imprescindibles para quien quería llegar al seminario mayor. Los fines de semana ayudaba al párroco a preparar las misas, barriendo el suelo de la iglesia y encendiendo las velas, además de ejercer las funciones de monaguillo en la liturgia.
Los domingos por la tarde, el padre Álvaro lo llevaba de paseo. Iban a contemplar la torre de Menagem, la imponente construcción medieval que señalaba uno de los puntos clave de las antiguas fortificaciones de la ciudad, o daban una vuelta por los edificios religiosos de la ciudad, subían por la Rua de São Marcos y echaban un vistazo a la Capela dos Coimbras, o entraban por la Rua Nova de Sousa hasta el antiguo palacio Episcopal y después, a la izquierda, inevitablemente, acababan en la Seo. A pesar de su austero aspecto medieval, a Afonso le gustaba estar dentro de la gran catedral del siglo XII. Se sentaba atrás, justo por debajo del grandioso órgano, cuya rica talla barroca contrastaba con la rudeza sencilla del resto del santuario, y se llenaba el alma con las sublimes melodías que parecían descender directamente del Cielo. Otras veces iban al mercado, frente al ayuntamiento, en la plaza central de la ciudad, donde el párroco le compraba unas castañas asadas a su protegido.
El muchacho llegó a apreciar especialmente las visitas de los martes al mercado, maravillándose ante toda la vida que inundaba los puestos y la fauna humana trajinando de un lado a otro, las campesinas con chaquetas cortas y sayuelas azules, botas hasta las rodillas y pañuelos rayados en la cabeza, algunas de ellas segadoras que andaban descalzas, con un enorme sombrero negro en la cabeza y una hoz reluciente a la cintura. Los hombres deambulaban por allí con sus sombreros de ala ancha y chaquetas oscuras, casi todos con bigote, algunos miserables astrosos y desharrapados.
Encontraban ambos la misma fauna, a la que se añadían los petimetres, cuando iban a pasear al Jardín Público, frente a la arcada. Allí estaba antiguamente el campo de Sancta Anna, pero el descampado había dado paso a un muro de piedra y verjas de hierro para proteger el rico jardín por donde los bracarenses se dedicaban al ocio de sus paseos. Los días de sol y calor, a Afonso le gustaba sentarse con el párroco a la sombra del gigantesco pino americano situado junto a los portones de la entrada, pero los días más grises paseaban los dos por el jardín e iban al lado, a la iglesia de los Congregados, desde donde Afonso observaba los edificios contiguos del Liceo y la Biblioteca Pública, instalados junto al antiguo convento de los Congregados del Oratorio.
La única interrupción de esta rutina se dio en Navidad, cuando el padre Álvaro fue a pasar la Nochebuena con su hermana, en Rio Maior, y se llevó al joven protegido consigo. Afonso se quedó dos semanas con la familia y, cuando llegó la hora de regresar a Braga, la separación se volvió menos difícil que la primera vez, el chico ya no temía lo desconocido y había aprendido a confiar en el sacerdote que lo había acogido.
El latín y la gramática eran materias complejas, que le provocaban a Afonso los mayores bostezos y le producían momentos de profundo tedio, pero no había alternativa y concluyó que, si tenía que memorizar realmente todo aquello, memorizar sin comprender nada, mejor memorizarlo rápido, aprender deprisa lo que tenía que aprender para librarse cuanto antes de aquellas materias densas e impenetrables. Con estos estudios, los instantes más interesantes del día acababan siendo los de las comidas y la catequesis, y el momento cumbre de la semana era sin duda el de las escapadas los sábados a Cruz & Compañía, la papelería de la Rua Nova de Sousa, donde consultaba con avidez la página deportiva del
Commércio do Porto
, con sus raras noticias sobre los
matches
del Football Club de Oporto, del Boavista Football Club y del Real Vela Club en el terreno del Oporto Cricket and Lawn-Tennis Club, y algunos ejemplares que aparecían por allí de ediciones muy atrasadas de la revista
Tiro Civil
, que no dejaba de ensalzar las hazañas de su querido Club Lisbonense, aunque escaseasen las informaciones actualizadas.
El invierno fue duro, y Afonso descubrió que el frío del Miño era mucho más riguroso que el de Ribatejo. Después de noches limpias y heladas, encontraba por la mañana el suelo y las plantas brillando con gotas de agua condensada, la del rocío que se formaba a nivel del suelo. En las madrugadas en que los termómetros descendían por debajo de cero, al nacer el día vio las piedras, hierbas y hojas pintadas de blanco. Pensó inicialmente que era la famosa nieve de la que tanto le había hablado el padre Alvaro, pero, cuando interrogó al párroco sobre el asunto, éste meneó la cabeza.
—No es nieve, hijo —afirmó—. Es escarcha.
La escarcha era visible por todas partes, se formaba un encaje de cristales de hielo en la parte exterior de los vidrios de las ventanas, o sobresaliendo, albos y brillantes, de las ramas y las puntas de las hojas y las hierbas, en delicadas y hermosas estructuras geométricas. La calzada cubierta por el manto de cristales blancos y relucientes se volvía peligrosamente escurridiza y muchas plantas morían cuando las tocaba esta humedad congelada. Más tarde, Afonso supo que la escarcha también era conocida como helada, muy común en todo el Miño durante el invierno.
El frío invitaba a Afonso a quedarse en casa, junto a la chimenea. Como no tenía nada que hacer, además de las tres horas diarias de clase y catequesis que le impartía el padre Álvaro, se dedicó a la lectura. La mayor parte de los libros que se encontraban en la casa del párroco eran de naturaleza religiosa, y el joven se sumergió en la lectura de un ejemplar ricamente ilustrado de la Biblia. Afonso se sintió vivamente impresionado con el tema de la ayuda de Jesús a los pobres, con los cuales, como es natural, se identificaba, y poco a poco dejó de considerar los versos de las oraciones como una mera sucesión de palabras ritmadas de sentido incomprensible y se puso a meditar sobre lo que querían realmente decir. Su aprendizaje de la catequesis dejó de ser meramente pasiva. Le planteaba al sacerdote dudas que lo asaltaban, cuestiones que reflejaban su creciente y genuina curiosidad sobre el asunto. Comenzó incluso a enfrentarse con problemas que, para un chico de trece años, revelaban ya alguna inesperada profundidad psicológica, resultantes de su perplejidad en torno a la cuestión de la omnipotencia de Dios. Pues si Dios era omnipotente, discurría Afonso, ¿cómo podría Él dejar que existiese el mal en el mundo? Y si el hombre había sido hecho a imagen de Dios, ¿eso no significaría que en Dios había maldad, dado que el hombre era capaz de ella? El padre Álvaro iba encontrando respuestas para estas preguntas, subrayando que Dios quería que el hombre construyese su propio camino de rechazo de la maldad y que sólo podía hacerlo si el mal existía. A fin de cuentas, ¿cuál es el mérito de ser bondadoso si no hay alternativas? La bondad sólo tiene valor si significa el rechazo de la maldad, argumentaba el párroco. Si Dios elimina el mal, entonces el hombre será bondadoso por voluntad ajena, no por propia voluntad. Afonso meditaba sobre estas respuestas y planteaba nuevos problemas. La lectura de los fragmentos del Nuevo Testamento en que Jesús es retratado curando a los enfermos lo llevó a interrogarse sobre si ése sería realmente un bien. Si Jesús curaba a unos enfermos, ¿por qué no habría de curar a todos? Y si Jesús resucitaba a Lázaro, ¿por qué no habría de resucitar a todos los muertos? ¿Por qué discriminarlos? Y si nadie tuviese enfermedades, nadie moriría. ¿Sería eso realmente bueno? ¿No sería la muerte de unos la condición necesaria para la vida de otros?
Al llegar el verano de 1904, el padre Álvaro se dio cuenta de que comenzaban a faltarle respuestas y consideró que su pupilo, con catorce años recién cumplidos, ya estaba en condiciones de entrar en el seminario mayor. Una agradable mañana de julio, después de pasar por la Rua Nova de Sousa para tomar un café en A Brazileira, recién inaugurada, el sacerdote lo llevó a ver a su amigo don João Basílio Crisóstomo, vicerrector del Seminario Conciliar de San Pedro y San Pablo. Era el único seminario de Braga y estaba situado en una apacible plaza junto a la Porta de São Thiago, en el sector sur de las antiguas murallas de la ciudad. Al llegar a la plaza, Afonso se detuvo frente al seminario, un edificio blanco y alto, y miró el monumento que había a la izquierda, casi pegado al seminario: se trataba de Nossa Senhora da Torre, la alta torre medieval que coronaba la Porta de São Thiago. Adornaba la plaza, con árboles en abundancia, una fuente con una cruz arzobispal en el extremo, símbolo que marcaba todos los monumentos que había hecho construir el arzobispo. También había un templete y otra pequeña construcción cilindrica en la esquina.