La amante francesa (6 page)

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Authors: José Rodrigues dos Santos

Tags: #Bélica, Romántica

BOOK: La amante francesa
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Esa noche fueron a cenar al restaurante Kammerzell, en cuyas paredes se anunciaban los sorprendentes espectáculos de Ballon Cinéorama. Hacía ya seis años que se hablaba de una importante innovación, la de las fotografías animadas, y esa novedad constituía uno de los platos fuertes de la Exposición Universal. Paul leyó en un folleto distribuido en el Kammerzell que las había inventado un «electricista» estadounidense llamado Thomas Edison, quien bautizó su sistema con el nombre de «
kinetoscope
». Decía el folleto que Étienne Marey hizo la primera demostración en Francia, y ese mismo año proyectó un film
chronophotographique
en la Academia de las Ciencias. A Agnès todo eso le pareció extraño y comentó que era imposible, las fotografías no podían moverse, y todos coincidieron con ella; sin embargo, los carteles en el restaurante y el folleto aseguraban lo contrario. A pesar de haber ido ya a París en años anteriores, Paul aún ignoraba aquella novedad y decidió informarse con el camarero cuando éste se acercó con la bandeja cargada de
choucroute
y cerveza.

—Sí, las fotografías se mueven, se vuelven vivas —aseguró el
garçon
, divertido ante la admiración de los
provinciaux
—. El primer Kinetoscope Parlor abrió hace seis años en el Boulevard Poissonière; pagué veinticinco céntimos para verlo.

—¿Y eso se llama
kinetoscope
?

—Hay muchos nombres y muchos sistemas diferentes —señaló el camarero, visiblemente un
connaisseur
entusiasta—. Existe el
kinetoscope
, que fue el primero, pero también el
stroboscopique
, el
praxinoscope
, el
pantoptikon
, el
eidoloscope
, el
photozootrope
, el
cinématographe
, el
phototachygraphe
, el
théatrographe
, el
animatographe
, el
chronophotographe
; en fin, una serie de cosas nuevas que nos muestran las fotografías en movimiento.

—¿Eso se ve en el Boulevard Poissonière?

—Sí, pero hay otros sitios y cosas mucho mejores que el Kinetoscope Parlor.

—¿Mejores?

—Claro. Por ejemplo, el
cinématographe
es fantástico.

—¿El
cinématographe
? ¿Dónde?

—Oh, en muchos locales. Pueden ir al café Eldorado, situado en el Boulevard de Strasbourg, al Olimpia o a las Galleries Dufayel, en el Boulevard Barbès, o a los varios
cinématographes

Lumière que hay por toda la ciudad. Pero, ya que están aquí, tienen la opción de ver los diversos espectáculos previstos en la Exposición.

Después de cenar, ya noche cerrada, fueron a la exposición de electricidad en el Palais de l'Électricité, una majestuosa galería dedicada a la gloria de la luz y a dominar el Champ-de-Mars en contrapunto con la Torre Eiffel. Los Chevallier se acercaron, encantados, hipnotizados por el sorprendente y mágico espectáculo que tenían delante, con la mirada fija, junto con miles de personas más, en el monumento de luz, el palacio literalmente se había encendido, el edificio resplandecía de color, se veían cables con bombillas encendidas, estallidos de arcos de luz, la estatua del Genio de la Electricidad, blandiendo su antorcha en la cima, con una aureola brillante, rayos fulgurantes por toda la fachada, cristales coloridos entre el hierro, luces fantásticas cambiando de color, brillando, insinuando movimiento, banderas francesas orgullosamente izadas por toda la alameda y sujetas como
bouquets
de flores en los mástiles y balaustradas. Frente al palacio, también se había encendido el Château d'Eau, la cascada caía desde una altura de treinta metros, el agua iluminada por lámparas, que parecía flameante, dibujaba en el aire esculturas de fuego líquido, lava ardiente que se sumergía con furor en la masa oscura del lago, la fuente luminosa ante la fascinada multitud.

Los Chevallier fueron a dormir esa noche al hotel Scribe, pero Paul tomó el recaudo de comprar una guía de la Exposición, no quería que lo sorprendieran con más novedades ni correr el riesgo de perderlas por no saber que existían. La guía explicaba que había diversas experiencias cinematográficas en exhibición en el Champ-de-Mars, con un total de diecisiete locales de proyección y doce pabellones. Estaba el Panorama, el Phonorama, el Photorama, el Théatroscope, el Phono-Cinéma-Théatre, el Cinématographe Algérien, el Cinéorama y el Cinématographe Lumière.

—Entonces, ¿qué quieren ver? —preguntó Paul, sentado en un canapé junto a la recepción del hotel, rodeado por su familia.

—Queremos verlo todo —exclamó Claudette, que fue ruidosamente apoyada por sus hermanos.

—Eso no puede ser, no podemos verlo todo —replicó el padre, meneando la cabeza—. Sólo nos queda un día y tenemos que elegir bien.

—¡Ooohhh!

—¿Por qué no le preguntamos al
concierge
? —sugirió Michelle.

Paul se dirigió al mostrador del hotel y le preguntó al joven cuál era el mejor espectáculo de imágenes animadas. El empleado no vaciló.

—Son todos diferentes —dijo—. Pero tenemos varios clientes que han ido a ver el Cinématographe Lumière y han vuelto maravillados de allí.

—¿El Cinématographe Lumière? ¿Y dónde está?

—En la Exposición,
m'sieur
. En el pabellón Machines.

Decidieron seguir la sugerencia y subieron a las habitaciones. Antes de acostarse, Agnès se acercó a la ventana de la habitación y se quedó admirando la silueta colorida de la Torre Eiffel, su estructura de hierro enteramente cubierta por una maraña de lámparas. La electricidad había llegado y cubría el Champ-de-Mars de luz, la torre brillaba en toda su extensión y emitías tres poderosos focos desde el extremo en dirección a varios puntos de la ciudad.

—Cualquier día tendremos electricidad dentro de casa, ya verás —dijo con un suspiro Claudette, sentada frente a la ventana al lado de Agnès.

A la mañana siguiente, volvieron en
metropolitain
al Trocadero, pagaron las entradas de dos francos y entraron en el recinto. Habían decidido ir al Palais de l'Optique, se decía que desde allí se podía ver
la lune à un metre
, que era algo fantástico, único, que se viajaba en telescopio. Agnès quería secretamente comprobar que, si lograban ver hadas en el cielo, decididamente no había que perderse aquel pabellón. Después de cruzar Pont d'Iena, giraron a la derecha, pasaron por el Cinéorama y se detuvieron frente al Palais de l'Optique, un edificio orientado de norte a sur siguiendo rigurosamente el meridiano, una gran media cúpula en el centro de la fachada, los doce signos del zodiaco incrustados en el extremo, columnas persas que resguardaban la entrada, las paredes exteriores decoradas con medidores de tiempo; se veían relojes solares, relojes de arena y clepsidras, otras dos medias cúpulas en las puntas, más pequeñas, ornadas con bajorrelieves que mostraban símbolos astronómicos. Los Chevallier subieron la escalinata de la entrada principal y accedieron a la gran galería central del edificio, bañada por la luz difusa de los cristales coloridos de la media cúpula principal. Entraron en la Galérie du Télescope y se maravillaron ante el largo tubo de la luneta gigante, eran sesenta metros de telescopio soportados por sucesivas columnas apoyadas en el suelo.

—Es el mayor del mundo —susurró Paul a los niños después de leer el
placard
con la información.

Subieron al balcón y lo miraron respetuosamente. El largo telescopio estaba en posición horizontal y apuntaba a un siderostato de Foucault, un gran espejo, con dos metros de diámetro, ligeramente inclinado hacia arriba, de tal modo que reflejaba los astros en la lente del telescopio.

Salieron contentos del Palais de l'Optique hablando de Jules Verne, mientras Paul contaba la iniciativa del Gun-Club descrita en
De la terre à la lune
y en
Autour de la lune
; los libros ya tenían treinta años largos, pero,
mon Dieu
!, qué actuales seguían siendo.

—Pero, papá, ¿es realmente posible ir a la Luna? —preguntó Agnès.

—Monsieur Verne dice que sí, y la verdad es que se está desarrollando de tal modo la artillería que un día tal vez haya un cañón capaz de lanzar una bala hasta la Luna. ¿Por qué no?

—¿Con personas dentro?

—Sí, pero será complicado. El principal problema es amortiguar el tiro, hacer que el impacto inicial no sea muy fuerte dentro de la bala. Eso tal vez sea posible a través de un sistema de muelles. Después hay que afinar bien la puntería, no se puede apuntar directamente a la Luna, serán necesarios muchos cálculos matemáticos para hacer que la bala y la Luna se encuentren en el mismo sitio al mismo tiempo.

—¿Y qué comen ellos dentro de la bala? —intervino Michelle, curiosa por entender cuál era la forma de impedir que la comida se estropease durante el viaje.

—Oh, eso es sencillo. Sería necesario llevar gallinas y pavos, que se irían matando según las necesidades.

—Entonces, si eso es posible, ¿por qué no vamos? —quiso saber Agnès.

—Porque no existe aún un cañón con esa potencia ni una bala concebida para ese propósito —explicó Paul, acariciándole el pelo rizado—. Además, querida, hay que considerar otros problemas. ¿Sabéis?, tal vez se pueda llegar a la Luna, pero volver ya es más difícil, no hay allí cañones capaces de lanzar la bala hacia la Tierra.

Se enredaron así los seis conversando, divagando, soñadores. Rodearon distraídamente el Touring Club y el lago y, casi rozando un pilar de la Torre Eiffel, entraron en la gran alameda del Champ-de-Mars, pasaron de largo los
kiosques à la musique
, admiraron superficialmente las rosas, los tulipanes, las magnolias, las violetas y las margaritas que coloreaban los jardines y no se callaron hasta desembocar en el Palais de l'Électricité, una magnífica estructura de acero retorcido y arqueado, con un armazón cubierto de cristales, que mostraba entrañas de hierro, espejos, columnas, arcos, curvas, arabescos, todo concentrado en una arquitectura que se había transformado en un festín de metal, en una orgía de hierros, de cúpulas acristaladas, de fachadas vistosas, envueltas en garridas banderas tricolores. Subieron al primer piso y se asombraron frente a los tubos de Geissler que se iluminaban, frente a los radiadores que emitían un calor sin leña, frente a las campanillas que sonaban sin cuerda, las lámparas incandescentes que derramaban luz sin velas, los
théatrophones
, los
télégraphones
, los teléfonos
incripteurs
que registraban mensajes, los trenes en miniatura que circulaban en carriles minúsculos. En realidad, todo aquello se revelaba como un extraño y desconcertante concierto eléctrico caóticamente dirigido por un maestro invisible y confuso.

El espectáculo del Cinématographe Lumière estaba a punto de empezar y los seis se dirigieron deprisa a la Salle des Fêtes, una enorme estructura metálica construida circularmente en el centro de la monumental Galérie des Machines, un pabellón de hierro construido para la Exposición de 1889 con el propósito de celebrar el triunfo de la industria y de la técnica y ahora considerado
demodé
. Cuando llegaron al local, comprimido entre el Palais de l'Électricité y la Avenue de la Motte-Picquet, los Chevallier se encontraron con una enorme multitud que confluía para el mismo espectáculo, de modo que tuvieron que hacer cola para entrar en la galería. La Machines era una gigantesca estructura de hierro y cristal con más de cuatrocientos metros de largo, el portón y la bóveda en arco, un espacio colosal en el interior. Un cartel anunciaba el estreno del primer Cinématographe Lumière gigante y miles de personas se dirigían a la galería para asistir al acontecimiento.

Los Chevallier entraron en la Salle des Fêtes de la Machines por los dos tramos descendentes de la enorme escalinata y fueron a sentarse en las butacas colocadas a lo largo de todo el perímetro del edificio circular, donde había veinticinco mil lugares disponibles, que claramente no resultarían demasiados ante el extraordinario interés que estaba suscitando el espectáculo. Agnès se acomodó entre Claudette y su madre y se quedó mirando la inmensa tela blanca alzada verticalmente en el centro de la gigantesca galería, justo por debajo de la cúpula acristalada: ella no lo sabía, pero aquélla era una pantalla de cuatrocientos metros cuadrados, de lejos la mayor del mundo. La enorme tela estaba mojada, se encontraba sujeta a la cúpula de cristal por un gancho y se cernía sobre el ancho estanque de agua donde la habían izado. Agnès se preguntó para qué servía, nada de aquello tenía el aspecto tecnológicamente avanzado de las estructuras de hierro que lo rodeaban.

Cuando ya no cabían más personas en la galería, se cerraron los portones ovales y, después de una breve pausa expectante, un haz de luz cortó la sombra e incidió sobre la tela gigante. Brotó un «ah» entusiasta de la multitud. Agnès observó, pasmada, a personas que se movían en la tela mojada. El agua que impregnaba la trama absorbía la luz, las formas en blanco y negro evolucionaban con gestos bruscos en la pantalla. Durante veinticinco minutos pasaron quince películas, las suficientes para dejar a la multitud hipnotizada y a Agnès fascinada con el mundo del cine.

La visita a la Exposición Universal de París produjo una profunda impresión en la muchacha: fueron, en realidad, los dos días más felices de su infancia. Ya de vuelta en Lille, todas aquellas maravillas, formadas por torres de hierro, fotografías que se movían en telas mojadas y telescopios que mostraban la Luna a un metro de distancia, reaparecieron sucesivamente en su memoria, fueron objeto de charlas, de especulaciones, de fantasías soñadoras, qué magnífico sería el siglo XX que ahora comenzaba, qué hermoso el futuro que aquellas máquinas dejaban presentir, qué grande el ingenio del hombre, qué gloriosa la ciencia francesa.

III

L
a señora Mariana era una mujer religiosa y de principios. Todos los lunes iba hasta el baúl donde su marido guardaba el trigo, sacaba un puñado de cereal y lo llevaba después al molino de Silvestre, el mismo que regentaba la taberna. Ahí molían el trigo y lo transformaban en harina. Cuando volvía a casa, encendía el horno con leña traída de Cidral a lomo de burra y cocía el pan, que duraba hasta el domingo, siempre fresco.

Un día, al acompañar a su madre al molino, Afonso se quedó fascinado con una pesa de hierro usada en la balanza decimal y se la metió inocentemente en el bolsillo. Mariana descubrió la pesa robada ya en casa y arrastró a su hijo por una oreja durante todo el trayecto hasta el molino, donde devolvió el objeto; allí, obligó a Afonso a pedir disculpas. El pequeño descubrió dos cosas de una sola vez: entendió lo que era el robo y comprendió que su madre se enfadaba mucho si él robaba.

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