La familia llegó a la Gare du Nord a última hora de una mañana de mayo. Los seis cogieron un coche rumbo al hotel, en el centro de la ciudad. En cuanto el coche empezó a andar, ascendieron por una loma y vieron la silueta esbelta de la Torre Eiffel alzarse en el horizonte, un «oh» excitado y admirativo reverberó entre los niños: ya habían visto la imagen de la polémica torre en los periódicos y en postales de la Exposición de 1889, pero verla así, en vivo, era algo único y fascinante, qué construcción tan extraordinaria y maravillosa, toda hierro e ingenio, el verdadero triunfo de la industria. En la planicie parisiense, sólo el bulto blanco del Sacré Coeur parecía desafiar a aquel gigante de hierro, pero la catedral de Dios perdía en la comparación con la basílica de Eiffel, sin duda era esta torre un indicio de la arrogancia del hombre en su crecimiento hacia los dominios celestes, la señal inequívoca de la superioridad de la ciencia sobre la superstición, la prueba final del dominio de la luz sobre las tinieblas oscurantistas.
—Tiene trescientos metros de altura —comentó con orgullo el cochero—. Es la construcción más alta del mundo, mayor que las pirámides de Egipto.
Se instalaron en el hotel Scribe y, sin perder tiempo, cogieron en Châtelet el
chemin de fer metropolitain
en dirección a la Place d'Italie, todo en medio de una gran excitación. No imaginaban que fuese posible andar en un tren bajo tierra, qué maravilla, qué prodigio; en la Place d'Italie cogieron otro
metropolitain
y fueron a dar a la Place du Trocadero, la estación de la Exposición Universal. Desde allí se dirigieron a uno de los
guichets
de acceso al recinto y Paul sacó la cartera.
—¿Cuánto cuestan seis entradas?
—Como ya es mediodía, un franco por persona —indicó el taquillera.
—¿Ah, sí? ¿Y si hubiésemos llegado más temprano?
—Hasta las diez de la mañana son dos francos por persona,
m'sieu
. Después de las diez, un franco.
Una inmensa multitud llenaba el Trocadero, lo que hacía difícil la circulación. Los Chevallier entraron en el recinto y se encontraron de inmediato con el exótico pabellón de Madagascar: un grupo de hombres con sombreros de paja y capas a rayas cantaba alegres canciones malgaches en un escenario sobre la acera, una multitud alrededor apreciaba el espectáculo de sonido y fiesta, se veían
camelots
vendiendo postales, elegantes señoras con vistosas sombrillas, caballeros con bastón y chistera, niños vestidos como adultos, un mar de gente aquí y allá, vagando, fluyendo, todo en medio de un inmenso bullicio, la
belle époque
en todo su esplendor.
—Vamos a ver, papá, vamos a ver —imploró Agnès a saltos, señalando a los animados músicos malgaches.
Claudette hizo coro.
—
On y va
?
Pero Paul, previamente aconsejado por sus amigos para que no perdiese la cabeza con la primera atracción que se le presentase, y preocupado por aprovechar bien el tiempo, meneó la cabeza.
—Ahora no, niñas. Vamos primero a dar una vuelta y después elegimos qué es lo que queremos ver.
—Pero yo quiero escuchar esa música —insistió Agnès—. Es divertida.
—Después, hija, después.
Los seis entraron en el parque del Trocadero y llegaron a la exposición colonial y vieron su miscelánea de estilos arquitectónicos: columnas del antiguo Egipto, pagodas de Brama, tejados curvados hacia arriba de Japón, cúpulas árabes, casas de bambú, chozas, tiendas, medinas; además, observaron la gran cantidad de pueblos indígenas que llenaban la plaza con un exotismo colorido; eran beduinos, chinos, bosquimanos, indios, bantúes, sijs, mongoles, melanesios. Bajaron a través del parque por el corredor derecho, a la izquierda un lago caía por escalones como una cascada geométrica, a la derecha las colonias francesas, Martinica, Guadalupe, Guyana, Reunión, Tonquin; del otro lado del lago, las colonias extranjeras, el Asia rusa, el Transval, las colonias portuguesas, las Indias holandesas. Nada de esto interesaba, eran otros imperios, a no ser tal vez aquel extraño edificio en la esquina,
c'est quoi ça
?, una réplica del templo javanés de Chandi Sari encajado entre dos casas de las altiplanicies de Sumatra. Se mantuvieron en el pasillo de las colonias francesas y se encontraron, a la derecha, con la puerta de una casa de Túnez, después asomaron las construcciones del oasis de Tozeur, pórticos de la mezquita de Sidi Mahres, el minarete de la mezquita de Barbier, un café de Sidi Bu Said, callejuelas de
souks
, es Túnez,
c'es pas rigolo
?, a la derecha el palacio de Argelia, un edificio blanquecino y ornado con frisos y canterías de azulejos, al lado la vieja Argel con su pintoresca
casbah
, terrazas abiertas, cúpulas y minaretes coronados con medias lunas islámicas, un restaurante de
couscous
dentro, muchachas de Ouled Nails atrayendo a una multitud embelesada con la atrevida danza del sable,
oh la la
!; del otro lado, se encontraban las colonias inglesas, pero no les interesaban.
Agnès se mostraba estupefacta por la variedad cultural que se expandía a su alrededor. Todo le parecía extraño, exótico, casi mágico, exuberante de diversidad, tan diferente de lo que estaba habituada a ver. Miraba a su padre como fuente de repuestas para las múltiples dudas que la asaltaban.
—Pero, papá, ¿por qué ellos tienen la piel oscura?
—Es por el sol, hija.
La niña miró la blancura marmórea de su brazo: la piel revelaba el tono claro de la leche, albo y suave como marfil.
—Pero yo también tomo el sol… y soy clarita.
—Es que ellos, en su tierra, toman mucho más sol que nosotros, son meses y meses de sol, sin ver nubes casi nunca.
Agnès lanzó una mirada escéptica.
—¿Meses de sol? Entonces, ¿no tienen invierno?
—Parece que no. Monsieur, Dongot, aquel gordinflón que a veces va a la tienda a encargar unos envíos a Hue, el del bigote, ¿sabes?, pues él ha ido a Indochina y me contó que en los trópicos nunca usan chaqueta y que el agua de la playa está caliente como si la hubiesen calentado en una tetera.
Agnès se quedó unos minutos mirando las figuras exóticas que se movían a su alrededor, imaginándolas en un mundo de sol y aguas hirvientes, un mundo donde no hacían falta chaquetas y donde las personas se ponían oscuras por el calor. Era difícil creer en eso, pero si su padre lo decía…
La figura dominante de la Torre Eiffel se impuso finalmente sobre el parque del Trocadero. Los Chevallier admiraron aquel monumento de hierro que los atraía desde el otro lado del río como un imán, un magneto fascinante, imponente, poderoso, gigantesco. Cruzaron Pont d'Iena, ensanchado especialmente para la Exposición y, entre dos
trinck-hall
, entraron en el Champ-de-Mars, el coloso metálico que rasgaba el cielo a su frente. El espacio de alrededor estaba ocupado por vistosos edificios de hierro y cristal, a la derecha el Cinéorama y el Palais de la Femme, detrás de éstos el Palais de l'Optique, a la izquierda el Crédit Lyonnais, el quiosco de los
tabacs étrangers
, el exótico Panorama du Tour du Monde con su rica y compleja fachada dominada por una pagoda japonesa, un minarete turco y una torre de Angkor, bailarinas camboyanas atrayendo a mirones frente a la puerta principal, al lado el pequeño chalé de madera del Club Alpin, y después el Palais du Costume. Por debajo de la Torre Eiffel se extendía un jardín geométrico francés, con dos
kiosques à la musique
ejecutando ruidosas marchas militares, y a ambos lados se delineaban pequeños lagos sinuosos integrados en un armónico jardín paisajístico tropical, helechos arborescentes, palmeras de estípites esbeltas, arbustos vigorosos, caminos serpenteando entre la verdura, puentes sobre el agua, nenúfares deslizándose suavemente en la superficie, serenos, delicados.
Los Chevallier fueron a almorzar unas
crêpes au fromage et au jambon
al restaurante entre el Palais du Costume y el edificio de Postes et Télégraphes, con vistas al lago y a la Torre Eiffel.
—Papá, ¿qué dice monsieur Dongot de las personas que vio por allí? —quiso saber Agnés mientras saboreaba el queso derretido dentro de la crepe.
—¿Que vio dónde? ¿En Indochina?
—Sí.
—Dice que son unos salvajes, unos primitivos, parecen unos chinos oscuros y sólo comen arroz.
—¿Son simpáticos?
—Da la impresión de que a monsieur Dongot no le gustan demasiado. —Guiñó el ojo—. Pero eso no quiere decir nada: probablemente a ellos tampoco les gusta monsieur Dongot.
Cogieron después un pequeño y simpático tren que circulaba por el perímetro de la Exposición y, confortablemente instalados en los asientos de los alegres vagones, admiraron la asombrosa torre, de cerca era sin duda mayor y más imponente de lo que parecía de lejos o en las ilustraciones y postales. Siguieron por el Quai d'Orsay para apreciar los palacios y pabellones a lo largo del Sena, donde estaban las delegaciones internacionales, el Reino Unido, España, Estados Unidos, Grecia, Portugal, Austria, y también las pequeñas delicias, cosas
mignonnes
como la Maison du Rire, el Grand Guignol, la Roulotte, la Chanson Française, los Tableaux Vivants, el restaurante rumano, el
bistrôt
checo. Recorrieron la Esplanade des Invalides, con sus palacios consagrados al mobiliario, a la tapicería, a la porcelana, a la cristalería, y dieron media vuelta, nuevamente el Quai d'Orsay y después la plaza grande y bulliciosa del Champ-de-Mars, dejando atrás el monstruo de Eiffel y sumergiéndose en la larga alameda de plátanos gigantes, un jardín geométrico con césped, arbustos y arriates floridos, alrededor los elegantes edificios
art nouveau
de la Exposición Universal, una maravilla babilónica ornada de palacios colosales, todos animados por múltiples banderas tricolores, a la izquierda el magnífico Palais des Mines y de la Métallurgie, después el
chic
Palais des Fils, Tissus et Vêtements, seguido del imponente Palais des Industries Mécaniques, enfrente el imperial Palais de l'Électricité y el soberbio Château d'Eau. «Esperen hasta la noche,
mesdames et messieurs
, esperen hasta la noche para ver al hada electricidad iluminando estas maravillas, hasta la noche, sí, cuando la noche se hace día y el hombre triunfa sobre las tinieblas», clamó el guía. Agnès soñó con estas palabras, soñó con la noche iluminada por aquella hada encantada; mientras soñaba el tren sorteó una curva y pasó delante del quimérico Palais des Industries Quimiques, los
kiosques à la musique
siempre ejecutando ruidosas marchas militares, después el agitado Palais des Moyens du Transport, seguido por el macizo Palais du Génie Civil, finalmente el fino Palais de l'Enseignement, Sciences et Arts; el pintoresco tren completó el paseo y volvió a la Torre Eiffel, dirigiéndose ahora de nuevo hacia el Quai d'Orsay con destino a los Invalides, pero los Chevallier ya habían visto todo, ya era suficiente, ahora querían quedarse por aquí, era hora de ver las cosas más de cerca.
Se apearon y alzaron la cabeza, observando la enorme torre de hierro que escalaba el cielo frente a ellos.
—On y va
? —preguntó Paul, desafiando a la familia a subir a lo alto de la torre.
—¡Sí, vamos! —gritó el pequeño Gaston con entusiasmo, que daba saltitos de excitación.
—
Ouuuiiii
! —asintió François.
Las niñas y su madre se miraron, recelosas.
—¿No será peligroso? —preguntó Agnès, que se acordó de las conversaciones en la tienda de su padre, sobre todo del argumento según el cual la torre estaba condenada a caerse por desafiar las leyes de la gravedad.
—Qué disparate, niñas —protestó Paul—. ¿Hemos venido a París y no vamos a subir a la torre? Para colmo, podemos ir en ascensor, es algo muy moderno, ya veréis.
Agnès siguió vacilante, con miedo a subir a semejante altura, pero, movida por la curiosidad, se unió al grupo: al fin y al cabo, era una aventura que compartiría más tarde con sus compañeras del instituto, si no subiese, se burlarían de ella todo el año. Los Chevallier se colocaron en la larga cola para subir a lo más alto de la torre. Cuando les llegó el turno, entraron en una gran caja acristalada. Se cerraron las puertas, la caja dio un tumbo, se estremeció y, ante la gran admiración de todos, comenzó a subir lentamente. Michelle se puso nerviosa y se tapó los ojos, pero su marido y sus hijos se mostraban excitadísimos, el ascensor se había inventado hacía pocos años y su instalación en la torre probaba que allí se había concentrado toda la tecnología punta. Subieron al primer piso, visitaron la sala de espectáculos, pasaron por los dos restaurantes y por el bar angloamericano, fueron a apreciar la vista y después se reunieron nuevamente en la cola del ascensor.
—Esta torre es una ciudad —comentó Paul, fascinado—. Una verdadera ciudad. ¿Habéis visto que allí hay también una tienda de tabacos y una de fotografías?
Se elevaron hasta el segundo piso, asombrados porque allí también había tiendas, un bar y una imprenta donde se imprimía una edición especial de
Le Figaro
. Dieron un nuevo paseo para observar París y se colocaron una vez más en la cola del ascensor para subir al tercer y último piso.
—Me parece que esta vez no subo —dijo Michelle, que cogió de la mano a Gaston y François.
—¿Y por qué? —se sorprendió Paul.
—Es muy alto, me da miedo.
—A mí también me da miedo, papá —añadió Agnès.
—Pero ¿qué es lo que os da miedo,
mon Dieu
?
—Dicen que esto puede caerse.
—Pero ¡qué manía! Si se cae, ya estamos aquí, da igual que estemos en el segundo o en el tercer piso, es lo mismo. Además, ¿no queréis ir a visitar el sitio más alto del mundo?
—¡Yo quiero ir, yo quiero ir! —gritaron Gaston y François a coro, sin parar de dar saltos.
Era una idea tentadora la de visitar la cúspide del mayor edificio del mundo y, a duras penas, Agnès se dejó convencer. A pesar de las vacilaciones, se armó de valor y fue a la cola con su madre y su hermana, la madre se quedó en el segundo piso con los dos hermanos, ellos llorando por quedarse atrás, Michelle diciéndoles que eran demasiado pequeños para aquellas alturas. Paul y las dos hijas entraron en el ascensor, Agnès cerró los ojos mientras subía la enorme caja, sólo los abrió cuando estuvo arriba para ver, recelosa y maravillada, la ciudad que se extendía a sus pies más allá de los cristales de protección, el Sena serpenteando lánguidamente con sus barcos de vapor o de vela, el Arco de Triunfo transformado a la distancia en un monumento minúsculo en el centro convergente de la Place de l'Étoile, el Sacré Coeur al fondo, Notre-Dame y el Louvre del otro lado; el Panteón, más alejado. Vista desde lo alto, París se asemejaba a una ciudad de juguete, una maraña de miniaturas que eran verdaderas réplicas de originales famosos, todo parecía cerca, de una sola mirada se veía el Bois de Boulogne y el Jardin des Tuileries, las personas no eran más que puntitos que se deslizaban por las aceras y se aglomeraban como un hormiguero por todo el Champ-de-Mars, el Trocadero, el Quai d'Orsay, los Invalides. La rueda gigante de la Grande Roue girando más allá de la Avenue de Suffren con sus vagones que se alzaban despacio, perezosamente, casi hasta los cien metros de altura, «qué miedo debe dar estar ahí arriba», comentó Agnès con mirada de espanto, ella también aquí arriba, pero en suelo firme, no en la desconcertante ondulación de la rueda gigante.