—¡Boches! —gritó Matias, jadeante, pegado al suelo—. ¡Hay boches en la Tilleloy!
Los hombres alzaron la cabeza y observaron al compañero que había caído en plena carretera, alcanzado por la ametralladora enemiga. Era Abel, el muchacho delgaducho y callado que había venido de Gondizalves. La herida era seria, su situación parecía desesperada. El Canijo se agarraba el cuello, de donde brotaban, en pavorosos chorros, chisguetes de sangre oscura, las manos teñidas de rojo intentaban parar la hemorragia, el agujero en la garganta emitía horribles ruidos de aire que se esforzaba en entrar y salir. Abel se asfixiaba en silencio, incapaz de proferir, aunque más no fuese, un gemido, y nadie podía ayudarlo. Vicente se incorporó para saltar a la carretera e ir a socorrer al amigo, la ametralladora abrió fuego y Matias lo atrapó por las piernas y lo tiró al suelo.
—¡Déjame! —se quejó Vicente, intentando soltarse—. ¡Déjame que lo ayude!
—¡Quédate quieto, Manitas! —bramó el cabo—. No lo puedes ayudar. Y, si vas allí, te matarán también a ti.
Matias era mucho más fuerte que su compañero y lo mantuvo firmemente sujeto entre sus enormes brazos. Vicente se dio cuenta de que no podría desprenderse, estiró la mano izquierda en dirección a Abel, que aún se retorcía en plena Tilleloy, y comenzó a llorar, desesperado, impotente. Ya había visto morir a otros camaradas, pero éste era diferente, formaba parte de su núcleo más directo de amigos del pelotón. El Canijo se retorcía ahora preso de las convulsiones, era evidente que vivía sus últimos instantes, y todos los hombres, a excepción de Matias, volvieron la cara a un lado o cerraron los ojos, no querían presenciar la muerte del joven. Sólo el cabo vio el estertor final, las piernas temblando en un violento espasmo, los ojos revirados hasta ponerse en blanco, el cuerpo estremecido en una postrera convulsión, un suspiro hondo y tenebroso, la carne inmóvil finalmente, la sangre que se estancaba y dejaba de brotar de la garganta.
Los hombres del pelotón se quedaron un buen rato callados.
Vicente había recuperado el control de sus emociones y se mantuvo igualmente silencioso. Pero los hombres sabían que se encontraban en una situación mucho más difícil de lo que habían previsto. Matias se preguntaba qué hacía una ametralladora alemana en la Rue Tilleloy, en el sector de Fleurbaix, a la izquierda de las líneas portuguesas, una zona que, era de suponer, estaba guarnecida por las tropas británicas de la 40ª División.
—Mi sargento —dijo.
—¿Qué? —respondió la voz del otro lado de la Tilleloy.
—¿No ve a los gringos?
—No.
Matias se quedó pensativo.
—Deben de haberse ido —razonó en voz alta frente a Rosa—. Los gringos se fueron y los boches están entrando por allí. —Hizo una pausa para proseguir su razonamiento—. Esto significa que han comenzado a flanquearnos, mi sargento, están dando la vuelta para sorprendernos por detrás. ¡Estamos perdidos!
—Tenemos que retroceder más —dijo el sargento—. ¿Qué sugieres?
Matias miró al pelotón. Vicente y Baltazar estaban tumbados detrás de él, muy quietos. El cabo se arrastró hasta un árbol calcinado, a diez metros de distancia, alzó la cabeza, despacio, y espió por el borde del tronco hacia su derecha. Vio hombres al fondo. Miró con atención los cascos y confirmó que eran alemanes. Se agachó y se arrastró de nuevo en dirección a sus hombres.
—Los boches están allí, justo al fondo, vigilando la Tilleloy —dijo en voz lo bastante alta para que Rosa lo oyese—. Vamos a hacer lo siguiente… —Hizo una pausa para retomar el aliento—. Ya los he visto y voy a abrir fuego sobre esos tipos con mi «Luisa». Cuando comiencen las ráfagas, vosotros saltáis al otro lado —ordenó, hablando ahora con los dos soldados que estaban junto a él—. Después, vosotros tres disparáis y yo salto, ¿comprendido?
Los hombres asintieron con la cabeza. Rosa confirmó de viva voz. Matias hizo una seña a sus compañeros para que se preparasen, agarró la Lewis con firmeza, respiró hondo, se levantó y abrió fuego. Acto seguido, Vicente y Baltazar se incorporaron y pasaron al otro lado de la carretera. Los alemanes respondieron y el cabo se agachó de inmediato. Aguardó un instante.
—¿Va todo bien?
—Sí —confirmó Rosa—. Aguanta un poco, vamos ahora a prepararnos nosotros. En cuanto os dé la señal, abrimos fuego y saltas tú. —Hubo un compás de espera para que los tres hombres prepararan las Lee-Enfield. Unos instantes más y se oyó la voz del sargento—. ¡Ahora!
Los tres hombres se incorporaron y dispararon con los fusiles. Al mismo tiempo, Matias se lanzó al otro lado de la Tilleloy y rodó por el arcén, mientras la Maxim alemana volvía a ametrallar la carretera y los repiqueteos de la ráfaga levantaban nubes de tierra y barro.
—¿Estás bien? —preguntó Rosa, nuevamente agachado.
—Sí, yo…
Un ruido por detrás los dejó momentáneamente paralizados. Dirigieron las armas hacia la Picadilly Trench, la trinchera de comunicación que prolongaba la Burlington Arcade, y se prepararon para apretar los gatillos, pero el azul del uniforme del hombre que vieron asomar desde la línea los hizo suspender los disparos. El recién llegado era portugués.
—¿Qué pasa, muchachos? —saludó el desconocido.
Los integrantes del pelotón suspiraron.
—Hombre, estuvimos a punto de liquidarte, caray —exclamó el sargento Rosa—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—El capitán Brandão me ha mandado a ver qué pasa en la línea del frente —dijo el soldado, incorporándose para seguir avanzando—. Tengo que ir hasta allá.
—¿Cómo te llamas?
—Joaquim.
—Pues bien, Joaquim, la línea del frente es ésta.
—¿Ésta? Pero ésta es la Tilleloy. Lo que tengo que hacer es…
—Joaquim —interrumpió Rosa—. La primera línea ya no existe, está arrasada. ¿Entiendes? Hay boches allí, a la izquierda, con una ametralladora dispuesta a hacernos polvo. Por eso ya no puedes avanzar, ésta es ahora la línea del frente. ¿Has entendido?
Joaquim miró a los cuatro hombres con desconfianza. Pero su expresión seria y cansada, además del cuerpo extendido en plena carretera, lo convencieron de que, por increíble que pareciese, estaban diciendo la verdad. Los alemanes habían llegado realmente a la Rue Tilleloy.
—¿Los boches están aquí?
—Sí —confirmó Matias, que señaló hacia la izquierda—. Allí al fondo.
—¿Los habéis visto?
—Los hemos visto, disparamos sobre ellos, ellos dispararon sobre nosotros y han matado a uno de nuestros compañeros.
Joaquim dio media vuelta.
—Entonces es mejor que me acompañéis hasta el Pincantin Post. El capitán Brandão querrá hablar con vosotros.
A la misma hora, a las ocho de la mañana, el alférez Viegas entró en la casa de Senechal Farm con un soldado a sus espaldas. El hombre llegaba jadeante, cubierto de polvo y barro, y, detalle en el que repararon los oficiales de la Infantería 13, estaba desarmado.
—Mi mayor —dijo Viegas—. He cogido a este desertor corriendo por la carretera, como una gallina atontada. Trae novedades del frente.
El mayor Mascarenhas se acercó al hombre, que parecía absolutamente aterrorizado.
—¿Identificación?
—Soy el soldado Fonseca, mi mayor —dijo entre jadeos—. Mi número es el 173, contramaestre de cornetas de la Infantería 17ª.
—¿La Infantería 17ª? —repitió Mascarenhas, que reconstruyó mentalmente la disposición de las fuerzas en el terreno—. Si no me equivoco, deberías estar en Ferme du Bois. Creo que tu comando está en el Lansdowne Post. ¿Qué estás haciendo por aquí? ¿Eh? ¿Quién te ha autorizado a ausentarte de tu puesto?
El hombre lo miró con horror.
—Pero, mi mayor…, no está comprendiendo —exclamó de manera atropellada—. Los boches…, los boches entraron de repente… Un montón de ellos, parecían hormigas… Arramblaron con todo, el comando del 17, el comando del 4, además de todos los hombres… Está todo hundido, todo hundido… El hundimiento es general, mi mayor… Ellos están muy cerca, tenemos que escapar.
—Pero ¿tú me estás tomando el pelo o qué? —preguntó Mascarenhas con dureza—. ¡Qué boches ni qué diablos! ¡Tú no eres más que un desertor, has abandonado a tus compañeros, ésa es la verdad!
—Mi mayor…, por favor. —El hombre titubeaba, jadeaba, reviraba los ojos, las palabras le salían en tropel, se mostraba agitado y parecía al borde de un ataque de nervios—. Tenemos que irnos…, ¡por favor, deje que me vaya!
Entró en la sala un centinela del 13.
—Mi mayor, han aparecido más desertores en la carretera, vienen huyendo de las primeras líneas. ¿Qué hacemos?
Mascarenhas vaciló. Miró al contramaestre de los cornetas del 17, comprobó que la historia que había contado era verdadera, sólo podía ser verdadera, dado su estado de nervios y la aparición de más fugitivos, y se volvió hacia el centinela.
—Juntadme a todos esos desertores y recoged la información que traigan —ordenó—. Después preparadlos para resistir. Es el momento de que estos tipos dejen de huir y vayan a combatir. —Señaló al soldado Fonseca—. Y llevaos a este soldado también.
El mayor hizo una seña a los oficiales de su Estado Mayor para que se acercasen y fue a buscar un mapa, que extendió sobre una de las mesas de la sala. Cogió un lápiz y señaló la situación en el terreno antes del ataque.
—Por tanto, en la línea de Ferme du Bois estaba el 17 en Lansdowne Post y el 10 en Path Post, con el 4 detrás, en Chavattes Post —dijo, escribiendo los números de los respectivos batallones en el punto que ellos supuestamente guarnecían—. Ahora bien, de creer a ese idiota, todo indica que está diciendo realmente la verdad, el 17 y el 4 han dejado de combatir. No tenemos noticias del 10, pero, si el 4, que está atrás, fue aniquilado, el 10 también debe de encontrarse fuera de combate. —Marcó con una cruz Lansdowne, Path y Chavatte, asumiendo que no podía contar con esas fuerzas. Alzó la cabeza y miró a sus oficiales—. Eso significa que nosotros somos ahora la línea del frente y que los boches vienen de un momento a otro. —Se hizo silencio—. ¿Alguna sugerencia?
El capitán Ambrosio carraspeó.
—Mi mayor, ¿no deberíamos aplicar el plan de defensa?
—Sí —asintió Mascarenhas—. El problema es que no tenemos plan de defensa. Se lo pedimos ayer al mayor Passos e Souza; él dijo que se ocuparía del asunto, pero no se ha vuelto a comunicar con nosotros. Por tanto, no hay plan y nosotros tendremos que inventarnos uno. —Miró de nuevo el mapa y suspiró—. Sólo veo un camino. Tenemos que avanzar en el terreno y establecer contacto con el enemigo. —Volvió a mirar a sus oficiales—. ¿Voluntarios?
—Yo, mi mayor —exclamó de inmediato el teniente Alcídio de Almeida, comandante de la segunda compañía.
—Muy bien, Alcídio —dijo Mascarenhas en tono de aprobación, y volvió con el lápiz al mapa—. La segunda compañía va a ocupar aquí la trinchera 5 y enviar patrullas para explorar el terreno de enfrente. La misión de esas patrullas es localizar al enemigo, reunirse con cualquiera de nuestros hombres que lleguen a encontrar y resistir hasta el límite. —El mayor alzó la cabeza y miró al alférez Martins, ayudante del batallón—. Además, lo mismo deben hacer la primera y la tercera compañía. Por ello, señor alférez, transmita estas órdenes al teniente Goçalves y al capitán Magno. —Se enderezó, dando muestras de que la reunión había concluido—. Señores, vamos a resistir hasta que lleguen los refuerzos. Está previsto que los ingleses nos sustituyan esta tarde. Una hora o sólo diez minutos pueden marcar la diferencia. Tenemos que esperarlos y después, de forma compacta, mandar a los boches al Infierno. Por ello, amigos, cuento con vosotros para aguantar lo más posible, aguantar hasta que lleguen los ingleses. Buena suerte a todos.
Los oficiales se dispersaron. Mascarenhas acompañó al teniente Alcídio hasta donde se reunían los hombres de la segunda compañía y comprobó que las municiones estaban en situación crítica. Faltaban cartuchos, cada soldado estaba provisto de su dotación individual. Además, no había granadas de mano ni de fusil. El mayor se acordó entonces de que los hombres de la Infantería 24, que antes ocupaban Senechal Farm, habían dejado varias cajas de cartuchos abandonadas, distribuidas por el acantonamiento de Lacouture, y fue con los soldados a buscar esas municiones, que se recogieron y guardaron por el momento en el despacho. Se distribuyeron cartuchos entre todos. Cuando finalmente partió la segunda compañía, Mascarenhas salió en busca de más municiones.
Fue al hacerse la
toilette
de la mañana cuando Agnès se dio cuenta por primera vez de que algo anormal estaba ocurriendo. Al acercarse a la ventana del anexo reparó en que el rumor de la artillería había recrudecido con mayor intensidad que de costumbre. Se detuvo en medio de un movimiento y se quedó estática, atenta a los sonidos distantes. En vez de los habituales estampidos que caracterizaban los lejanos disparos de cañón, notó ahora un rumor permanente, un murmullo ininterrumpido y aterrador. Abrió la puerta, asomó la cabeza fuera y confirmó esa impresión. Se quedó con miedo y pensó inmediatamente en un
raid
. Para calmarse se repitió varias veces que Afonso desempeñaba funciones administrativas y que no ocupaba las primeras líneas. Además, nada aseguraba que, de ser un
raid
, se tratase de un
raid
enemigo. Muy bien podía ser una operación de los portugueses. Se calmó. El pánico dio lugar a un incontenible nerviosismo.
Salió a la calle quince minutos después, en un estado de gran inquietud, ansiosa y perturbada. Cogió la bicicleta y se dirigió deprisa al hospital para asegurarse del turno que le habían asignado. Pedaleó con los ojos vueltos hacia el este, hacia la fuente del fragor de la batalla, y entendió por la reacción de los transeúntes que también éstos consideraban que el ruido de la artillería era más intenso que de costumbre. Igualmente el tráfico de vehículos militares parecía anormalmente elevado, lo que contribuía al estado de nerviosismo general que se había adueñado de todos.
En cuanto entró en el hospital, Agnès notó que el ambiente era caótico, el movimiento intenso, el patio se encontraba repleto de heridos y se cernía en el aire una inquietud indefinible. Con un mal presentimiento que le pesaba en el alma, la francesa pasó por el despacho.
—¡Oh,
mademoiselle
! —llamó la enfermera jefe portuguesa cuando la vio en la puerta de su despacho—. ¡Hoy la necesitamos en la sala de traumatología, hay que ver el trajín que hay allí!