—Bien…
—¿Qué haces?
—Pues… supongo que tengo que salvar el cuerpo, ¿no?
—Buen muchacho. —Alzó el dedo—. No te olvides, Afonso. Un comerciante no tiene corazón; la prioridad es defender el negocio.
No fue fácil la adaptación, pero Afonso se habituó gradualmente a las exigencias de la función, a la imposibilidad de agradar a todos, a la necesidad de enfrentarse a inevitables rupturas, a la prioridad de defender lo colectivo sobre lo individual. Al final de cuentas, ¿no era eso lo que había hecho durante la guerra? Reparó en una curiosa ironía, la de que, en los momentos críticos, a pesar de que lo colectivo recibía el beneficio de sus decisiones, era lo individual lo que atraía la simpatía general. Si despedía a un empleado inepto, por ejemplo, todos lo lamentaban, lo acusaban de no tener corazón y de ser inhumano, nadie entendía que sus actos estaban guiados por el bien de la mayoría. Lo colectivo era abstracto, lo individual concreto, las personas se identificaban con el individuo, no con el grupo. Pensándolo bien, se dijo, la muerte de su ordenanza en Pincantin había sido una tragedia, pero la muerte de cuatrocientos hombres en toda la batalla no era más que una mera estadística. Lo colectivo era más importante, reflexionó, aunque fuese con el individuo con quien realmente se identificaban las personas.
El capitán comenzó dividiendo su vida entre el negocio de la familia y la carrera militar. Pasaba mucho tiempo viajando entre Braga y Rio Maior, hasta que llegó a la conclusión de que no podía seguir así. Consideró incluso la posibilidad de pedir traslado al cuartel de Santarém, pero, al cabo de dos años de persistentes conversaciones, doña Isilda lo convenció de que había una opción mejor.
—Tienes que abandonar la vida militar, Afonso —le dijo—. ¿Cuánto tiempo hace que te lo estoy diciendo, eh? Un negocio es como un matrimonio: requiere exclusividad.
H
arapos blancos y esponjosos, como tiras de algodón rasgado, se cernían inmóviles en el azul profundo del cielo, eran cirros matinales, nubes altas y majestuosas que señalaban la suave llegada de la primavera de 1922. Afonso atravesó el Campo do Conde Agrolongo con los sentidos bien despiertos, registrando cada instante, embriagado por todas las sensaciones de aquella mañana, quería guardar dentro de sí el momento de la despedida. Prestaba atención al musical gorjeo de las golondrinas recién llegadas, sentía el aroma perfumado de los pinos flotando en la brisa fresca de la mañana, era un vientecito leve y puro que le acariciaba el rostro con amabilidad y soplaba con blandura sobre los árboles, cuyas ramas se agitaban con un murmullo delicado, arrullador, susurrante. Lanzó una larga y nostálgica mirada sobre el amplio frente blanco del cuartel del Pópulo, sabía que aquélla era probablemente la última vez que visitaba el edificio donde se había hecho oficial.
El capitán se dirigió al cuartel para presentar los papeles y despedirse de los compañeros que habían compartido con él la guerra. Conversando en las escalinatas o en el comedor, los veteranos seguían refiriéndose a los acontecimientos del 9 de abril, contaban historias, reconstruían episodios, recordaban a compañeros caídos, hacían balance. Lo curioso es que los recuerdos parecían concentrarse sólo en lo pintoresco de la guerra, relegando a un conveniente olvido justamente todo aquello que había hecho algo terrible de aquella experiencia. No había en el Pópulo quien no sintiese orgullo por la cruz de guerra de primera clase que había distinguido a la Infantería 8 por su comportamiento en la gran batalla, o no considerase justa la Orden Militar de la Torre y Espada que se le había concedido dos años antes a la ciudad de Lille por el apoyo que sus habitantes prestaron a los reclusos portugueses, alimentándolos y ayudándolos a escondidas de los ocupantes.
Afonso se detuvo varias veces, saludando aquí y acullá, subió las amplias escalinatas cruzadas del patio central y se acercó lánguidamente a la ventanilla de la oficina.
—Muy buenos días —saludó, observando el interior.
Un alférez se inclinaba sobre la mesa mecanografiando documentos. El hombre alzó la cabeza y se levantó cuando vio a su superior jerárquico.
—Buenos días, mi capitán —dijo, haciendo el típico saludo militar, avanzó unos pasos y se acercó a la ventanilla—. ¿Puedo ayudarlo?
Afonso miró a su alrededor y fijó la vista en el alférez.
—¿Qué tengo que hacer para salir del Ejército?
—¿Cómo?
—Quiero salir del Ejército. ¿Qué tengo que hacer?
El alférez vaciló.
—Bien…, pues… tiene que rellenar unos documentos y elevar una instancia al señor comandante.
—¿Y cuáles son los términos de la instancia?
—Tengo aquí un borrador, ¿quiere verlo?
—Pásemelo, por favor.
El alférez fue hasta un cajón, sacó un folio y se lo entregó.
—Aquí está. Pero, por favor, capitán, devuélvamelo después, es la única copia que tengo.
—Quédese tranquilo.
El alférez afinó la voz con un «hum, hum» arrastrado.
—Debe saber que el señor comandante puede rechazar su petición…
—Quédese tranquilo —sonrió Afonso—. Hablaré con el comandante y no tendrá razones para oponerse. Después de lo que he pasado en Flandes, era lo que me faltaba.
El capitán dimisionario rellenaba los documentos en el pasillo del primer piso del cuartel, sentado en un banco junto a la ventanilla de la oficina, cuando sintió que un bulto se plantaba frente a él.
—¿Y, capitán? Escribiéndole una carta a una
demoiselle
, ¿no?
Alzó la cabeza y reconoció al ahora coronel Eugénio Mardel, el hombre que había comandado la Brigada del Miño durante la gran batalla. Se levantó de golpe, recibiéndolo con una amplia sonrisa.
—Mi comandante —exclamó, haciendo el saludo militar—. Benditos los ojos que lo ven.
Mardel extendió la mano informalmente.
—¿Cómo se encuentra, capitán? ¿Y? ¿Cómo fue su paso por Alemania? ¿Los boches lo trataron bien?
Se dieron un vigoroso apretón de manos.
—Cinco estrellas, mi comandante. Cinco estrellas. Hasta distribuían caviar de aperitivo y
champagne
para aplacar la sed.
Mardel se rio.
—Me lo imaginaba.
—¿Qué está haciendo aquí, señor comandante, en el Pópulo?
—Mire, he venido a visitar los regimientos de la brigada, una especie de paseo nostálgico, ¿entiende?
—Ah, muy bien, muy bien.
—¿Ya ha almorzado?
—No, aún no. Pero confieso que ya tengo bastante hambre…
—Entonces, venga conmigo. ¿Hay por aquí algún sitio que valga la pena?
—Tenemos el restaurante del hotel, al otro lado de la plaza.
—¿Se come bien?
—Mejor que en las trincheras, mi comandante.
Abandonaron las instalaciones del Pópulo y fueron a almorzar juntos al restaurante del Grande Hotel Maia, justo enfrente del cuartel, al otro lado del Campo del Conde Agrolongo. Pidieron unos filetes de hígado a la moda de Braga y se sumergieron en los recuerdos del pasado. Por petición de Mardel, Afonso le contó todo lo que le había ocurrido desde el día de la batalla. Cuando concluyó el relato, el coronel se mantuvo silencioso, con la mirada ausente.
—¿En qué piensa, mi comandante?
Mardel carraspeó.
—Me pregunto si todo esto habrá merecido la pena —dijo—. Hemos cumplido con nuestro deber, es cierto, pero ¿habrá servido para algo?
Afonso lo miró a los ojos.
—La guerra la hacen los jóvenes, que se matan para la gloria de los viejos. Para los jóvenes, está claro que no ha merecido la pena. Para los viejos…
La frase quedó suspendida y fue Mardel quien la concluyó.
—Para los viejos quedan glorias que no se merecen —dijo—. Lo sé. —Hizo una mueca—. Mire, capitán Brandão, sólo fueron condecorados seis batallones por su arrojo en el combate durante el 9 de abril. En ese número se contaban nuestros cuatro batallones de la Brigada del Miño, además de los dos batallones tramontanos, la Infantería 10, de Bragança, que combatió a la derecha de Ferme du Bois, y la Infantería 13, de Vila Real, que resistió en Lacouture.
—El segundo comandante del 13, el mayor Mascarenhas, es amigo mío desde la época de la Escuela del Ejército.
—¿Ah, sí? Pues, mire, su amigo fue un valiente.
—Lo sé.
—Bien, todo esto para decirle que sólo combatieron los soldados del Miño y los tramontanos. Los restantes batallones, incluidos todos los de la Brigada de Lisboa, además de los del Algarve, del 3, y los del Alentejo, del 11 y del 17, huyeron del enemigo o se rindieron casi sin oponer resistencia. No han recibido, desde luego, ninguna distinción.
Afonso frunció el ceño.
—Es curioso —comentó con lentitud—. ¿Acaso la gente del norte es más valiente que la del sur?
—No estoy seguro de que ésa sea la pregunta adecuada. Pienso que la verdadera cuestión es saber si la gente del campo es más valiente que la de las ciudades. —Mardel se pasó la mano por el pelo—. Capitán Brandão, ¿sabe?, no hay guerrero más temible que el agricultor. La gente del campo está habituada a la dureza de la vida, al trabajo de la tierra, a las contrariedades que impone la naturaleza, y no se deja impresionar fácilmente por las dificultades de la guerra. ¡Son duros, son tremendos! Los finolis de las ciudades ya se sabe cómo son, lo que quieren es juerga y fado, mujeres y buena vida, ocio y comida en la mesa. Cuando la cosa está que arde y la vida se pone dura, todos se las piran.
—Eso puede explicar el comportamiento de los lisboetas, no digo que no, pero ¿los habitantes del Algarve, los del Alentejo?
—Reconozco que no encuentro explicación para ellos. Me dicen que tienen una naturaleza más indolente, pero dudo de que haya sido la indolencia la que los hizo poner pies en polvorosa. Incluso porque Wellington tenía unidades del Algarve y no se cansaba de elogiarlas.
—Bien, no interesa —exclamó Afonso, haciendo un gesto impaciente con la mano—. Lo cierto es que fuimos la única fuerza que resistió en bloque. Pero ¿de qué ha servido?
—De nada, me parece. —Mardel suspiró y se encogió de hombros—. De nada. Murieron cuatrocientos portugueses en esa batalla y más de seis mil fueron hechos prisioneros. Si nos fijamos bien, los más listos fueron los lisboetas, que se las piraron y andan ahora paseándose con sus mujeres por el Rossio y por la Rotunda, vivitos y coleando. Los tramontanos y nosotros, que enfrentamos la lucha, estamos como estamos: en vez de estar saboreando la vida, lloramos a los muertos y consolamos a las viudas. Y lo trágico, estimado capitán, lo trágico es que el sacrificio de los que combatieron ha sido en vano. Los boches entraron en nuestras líneas como un huracán, las invadieron, los gringos las pasaron moradas para frenarlos y la situación se hizo tan crítica para los aliados que los ingleses llegaron a lanzar una orden diciéndoles a los soldados que se quedasen donde estaban hasta morir. ¿Imagina lo que es eso, capitán Brandão, recibir la orden de morir sin vía de escape posible?
El capitán meneó la cabeza.
—Menos mal que nunca recibimos una orden semejante…
Mardel hizo un silencio pensativo.
—En eso se equivoca —dijo finalmente—. También nos dieron esa orden.
—¿A nosotros, a los portugueses?
—Exacto.
—¿De morir en el sitio en el que estábamos?
—Exacto.
—¿Y esa orden la dieron los gringos?
—Exacto.
—¿Durante la batalla?
—Antes de la batalla.
—¿Antes de la batalla? ¿Cómo?
—Seis días antes del ataque de los boches, el general Haking, que comandaba el XI Cuerpo, envió una orden a la 2ª División del CEP para morir en la línea B en caso de que el enemigo avanzase. La orden mencionaba explícitamente esa instrucción, morir en la línea B.
—¿Y qué hicieron ustedes?
—¿Y qué podíamos hacer? Escuchamos, callamos y no le dijimos nada a nadie, no queríamos sembrar el pánico. Por eso usted no se enteró.
—Ah, bien —exclamó Afonso—. Ahora veo claras muchas cosas. —Hizo una pausa, observando al camarero del restaurante del hotel que servía los filetes de hígado, acompañados de arroz blanco y cebolla frita. Cuando el camarero se retiró, los dos oficiales comenzaron a comer en silencio. Afonso mordió el primer trozo de su filete y retomó la conversación mientras masticaba—. Entonces, coronel, me estaba diciendo que los boches avanzaron y los gringos comenzaron a ver las cosas negras.
—Así fue, pero todo volvió a su cauce y llegó a comprobarse que aquélla fue verdaderamente la última gran ofensiva de los boches. Los aliados detuvieron la hemorragia abierta en nuestro sector y pasaron después al ataque, hasta que consiguieron ganar la guerra.
—De acuerdo, de acuerdo, y nuestra reputación consiguió salir ilesa…
Mardel dejó momentáneamente de masticar e hizo una mueca con la boca.
—No, capitán Brandão, no. A decir verdad, nuestra reputación quedó por los suelos. Los gringos empezaron a mirarnos con desconfianza, decían que no teníamos capacidad de combate, que nos escaqueábamos, que éramos unos desorganizados, que sólo servíamos para echarles unos polvos a las
demoiselles
, que esto y lo de más allá, y mandaron a nuestras tropas a cumplir tareas de patrulla, como si sólo fuésemos unos obreros sin calificación, unos chapuceros. Fue una vergüenza.
—¡Vaya por Dios! Pero ¿no sabían ellos lo que ocurrió?
El coronel se inclinó en la mesa y lo miró fijamente.
—Y dígame, ¿qué ocurrió?
Afonso le devolvió la mirada, cohibido.
—Bien…, pues…, en fin, de todo —tartamudeó.
—Pero ¿qué? Explíqueme qué podríamos haberles dicho nosotros a los gringos.
—Yo qué sé… Tal vez, no lo sé, tal vez que hubo seis batallones nuestros que resistieron, por ejemplo, o que nuestra única división, que se encontraba ya muy cansada y desgastada, tuvo que enfrentarse a cuatro divisiones boches, todas ellas frescas como lechugas. O que nuestra única división defendía una línea que supuestamente estaba defendida por dos divisiones, por lo tanto con menos soldados por kilómetro de trinchera. —El capitán adoptó una actitud inquisitiva—. ¿No? Que yo sepa, no fue poco, ¿no le parece? En aquellas condiciones, ¿qué pretendían ellos que ocurriese, eh?
Mardel volvió a su plato, cortando un trozo más de carne.
—Algunos ingleses sabían lo que realmente ocurrió, es verdad, pero la mayor parte sólo se fijó en el hecho de que los boches entraron por nuestro sector. O sea que, si nosotros cedimos, se debió a que éramos débiles. Punto final. Todo lo demás era puro blablablá.