—
Salut mon mignon
—dijo ella finalmente, sujetándole el rostro con las dos manos—. ¿Te encuentras bien? ¿Vienes de la trinchera?
—Aún no, pero tengo que darte una noticia —le anunció.
—
Vraiment
? ¿Buena o mala?
—Buena, buena —sonrió él tranquilizándola—. Mañana salimos de las trincheras e iniciamos un largo descanso en la retaguardia. Para mí, la guerra ha acabado.
C'est fini! Zut
!
—
Oh la la
! —exclamó Agnès con sus ojos verdes encendidos. Lo abrazó de nuevo con mucha fuerza—.
Merci, merci, mon Dieu
! Estoy tan contenta, no te imaginas lo contenta que estoy.
Le dio besos en los oídos, de sus labios rosados salieron caricias y susurros, palabras suaves y melosas.
—Mi amor —murmuró él con los ojos cerrados y sintiendo el cuerpo de la mujer ceñido al suyo.
—¡Me siento tan aliviada! —Agnès suspiró—.
Ah, oui
, qué bueno, ha terminado la pesadilla.
Les costó mucho despedirse. Agnès acompañó a Afonso hasta el portón, se besaron y abrazaron, se sentían radiantes. El capitán se armó de ánimo para marcharse y se montó en el caballo. Se alejó lentamente y de mala gana. Al fondo de la calle, antes de la curva, se volvió una última vez hacia atrás, vio a Agnès de pie en el mismo lugar, con las manos cruzadas sobre el corazón, el pelo castaño claro reluciendo al sol, trigueño y cristalino, con una sonrisa feliz dibujada en los labios. Ambos levantaron los brazos y se dijeron adiós. Afonso espoleó a la yegua y desapareció tras la curva.
Una hora y media después, el capitán portugués se presentó en el cuartel general de la 40ª División británica, en Fleurbaix, y pidió hablar con el teniente Timothy Cook. Tim apareció poco después, bajando las escaleras para encontrarse con Afonso en el
lobby
.
—
What ho
, Afonso.
Jolly good to see you
!
—Hola, Tim, ¿cómo estás?
—
Come on
—lo invitó Tim, conduciendo a Afonso por las escaleras.
—Eres realmente un gringo —sonrió el portugués—. ¿Qué cosa tan urgente es la que me ha hecho venir hasta aquí?
El teniente inglés se detuvo en un escalón.
—Tenemos informaciones…
disturbing
… ¿Cómo se dice?
—Preocupantes.
—
Right ho
, preocupantes. Tenemos informaciones preocupantes —siguió, subiendo las escaleras, con los ojos fijos en los escalones—. Desde el día 31 de marzo, nuestra aviación ha registrado un movimiento general de tropas y artillería alemanas hacia el norte, que congestiona carreteras y vías férreas. El día 1 de abril, un único aeroplano contó, en sólo dos horas, cincuenta y cinco trenes convergiendo en el sector que está justo enfrente de vuestras posiciones. Esa observación la han confirmado en los días siguientes otros aeroplanos. —Miró de reojo al portugués—. Anteayer los aeroplanos comprobaron que las carreteras y vías férreas justo enfrente del sector portugués se encontraban atascadas de camiones y camionetas, y nuestras patrullas vieron a los
jerries
transportando cajas y más cajas de municiones hacia sus líneas de apoyo.
—Ésa no es una gran novedad para nosotros, Tim —repuso Afonso—. Hace ya algún tiempo que nos hemos dado cuenta de que esos tipos están montando un gran ataque en este sector. Pero ése, si quieres que te diga, ya no es un problema nuestro. Es vuestro. Mañana por la noche, amigo, salimos de las líneas. —Hizo señal de adiós con la mano derecha—.
Goodbye
!
—
Wrong
, Afonso, ése «es» un problema vuestro —dijo Tim acentuando la palabra «es». Llegaron al segundo piso y se internaron por un pasillo—. Es un problema vuestro y muy grande.
El capitán lo miró, perturbado.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Quiero decir que nuestros especialistas piensan que los preparativos han terminado y que los
jerries
os van a atacar ahora con toda la fuerza que tienen.
Afonso sintió que le faltaba el aire.
—¿Cómo…, cómo es que ellos pueden prever eso? —titubeó—. Los boches sólo pueden atacar dentro de unos días. ¿Por qué justamente mañana?
—Por lo que está ocurriendo hoy.
—¿Y qué está ocurriendo hoy?
—Nada.
—¿Nada? Entonces, ¿cuál es el problema?
—El problema es que nada significa todo.
—Oye, ¿eres tonto o te lo haces? ¿Qué quieres decir con eso?
—Quiero decir que hoy no ha ocurrido nada en las líneas alemanas. Nada.
—¿Y?
Llegaron junto a una puerta y Tim se inmovilizó.
—Afonso, cuando están haciendo preparativos para un ataque, lo normal es que haya un gran alboroto detrás de las líneas. En el momento en que se detiene el alboroto, han terminado los preparativos. —Alzó el índice—. Están listos y van a atacar.
El capitán volvió a respirar con dificultad. Suspiró pesadamente y miró a su amigo con expresión suplicante.
—Está bien, han terminado los preparativos, ya lo he entendido. Pero ¿qué seguridad hay de que realmente ataquen mañana? ¿Por qué no otro día?
Tim no respondió inmediatamente. Giró el picaporte y abrió la puerta, invitando a Afonso a entrar. Era una sala amplia, llena de actividad, había mesas arrimadas a las paredes con enormes aparatos encima y hombres sentados con auriculares tomando notas. Tim se acercó a uno de ellos y le pidió que dejase libre el lugar. El hombre se incorporó, hizo el saludo militar, salió y el teniente, con una seña, le indicó al capitán que se sentase.
—Éste es un sistema que tenemos por el que podemos interceptar las comunicaciones telefónicas entre los
jerries
—explicó, extendiéndole los auriculares—. Se llaman
Listening Sets
. Como usted habla alemán, estoy seguro de que estas conversaciones le resultarán muy interesantes.
Afonso se sentó en la silla y se colocó los auriculares. Los oídos se le llenaron de sonidos extraños, metálicos, sólo se captaban interferencias, chasquidos y silbidos. El capitán aguardó un minuto, el ruido era permanente. Hizo una seña al teniente Cook, como quien dice que allí no se oía nada, pero Tim le pidió paciencia con un gesto. Afonso no tuvo otro remedio que permanecer con los auriculares puestos. Pasaron diez minutos, quince, veinte, los párpados empezaron a pesarle, tenía sueño, se iba dejando arrullar por el sonido de las interferencias. De repente, resonó una voz en sus oídos.
—
Hallo, Spandau
.
—
Jawohl
—respondió otra.
—
Bleiben Sie am Apparat
.
—
Was ist das
?
—
Bleiben Sie am Apparat. Geben Sie mir das Kennwort
.
—
Jawohl
.
Se oyó una señal eléctrica.
—
Hallo. Is die Verbindung in Ordnung
?
—
Jawohl
.
—
Also, jetzt gut aufpassen, auf keinen Fall von dem Apparat Weggehen
.
Se hizo silencio, pero Afonso se mantuvo aferrado a los auriculares, tenso, a la expectativa, totalmente despierto, atento a cada palabra que se había pronunciado. El silencio se prolongó durante cinco minutos, hasta que la primera voz volvió a la línea.
—
Spandau. Passen Sie auf… 5 Uhr 36. Ruben Sie Oberhalb an und geben Sie es weiter. Passen Sie auf… 5 Uhr 36. Muss aber genau stimmen
.
Afonso se quitó los auriculares, horrorizado, con los ojos empañados por el miedo.
—¡Dios mío! —murmuró—. Están sincronizando los relojes.
Tempestad
F
ue como si alguien hubiese encendido el interruptor. En un instante todo estaba tranquilo, sereno, silencioso. Se oía a las ranas croar junto a los charcos y a los grillos chirriar en los descampados devastados. En el momento siguiente, sin embargo, la tempestad se desencadenó con una violencia inaudita. No se trató al principio de un tiro, seguido de otro y de otro. Fueron los cañones disparando explosivos con una intensidad brutal, en una cerrada barrera de fuego, como una brusca marea que, sin aviso, gana terreno e invade la playa con una furia destructiva, como una orquesta que de repente rasga el silencio e irrumpe furiosamente en una infernal sinfonía.
Desde que regresara de Fleurbaix, el capitán Afonso Brandão se había sumido en un gran estado de ansiedad. Comunicó al mayor Montalvão todo lo que había sabido en el cuartel general de la 40ª División británica, pero el comandante de la Infantería 8 no se mostró muy preocupado, probablemente pensó que era una más de las muchas falsas alarmas dadas por algún otro oficial demasiado nervioso. Sintiéndose impotente para frenar el rumbo de los acontecimientos, Afonso se resignó a su destino y regresó al Picantin Post aún con la íntima esperanza de que sus temores fuesen realmente infundados. No pudo dormir. Pasó la noche inquieto, inspeccionando las trincheras, mandando limpiar las armas y revisando los polvorines. Fijaba a veces los ojos en las líneas enemigas, intentando avizorar algún movimiento, tratando de adivinar lo que allí se tramaba, pero no veía nada, era como si se hubiese alzado un muro negro, amenazador y siniestro, insondable e impenetrable. Hacia las cuatro de la mañana, algo cansado, se recogió en el puesto y se sentó junto al depósito de ametralladoras a beber un té con dos hombres de guardia armados con Vickers.
A pesar de que ya estaba sobre aviso, Afonso casi volcó la jarra de té por el susto que le produjo aquella enorme oleada de explosiones que de repente encendió el horizonte e iluminó las sombras. Un fragor tumultuoso llenó la noche, el suelo temblaba como si lo sacudiera un tremendo terremoto, brutal y feroz, de una intensidad alucinante, colérica, el aire vibraba y trepidaba hasta el punto de hacer revirar los ojos, el ruido era tanto y tan compacto que al capitán le costó entender lo que le gritaba uno de los hombres de la ametralladora situada a sólo unos dos metros de distancia.
—… ya… al… gio.
—¿Cómo?
—… ya… al… gio.
Afonso, perplejo, miró al soldado. No lograba entender lo que éste le gritaba. Dio un paso y acercó su oído a la boca de quien gritaba.
—¡Vaya al refugio! —vociferaba el hombre.
El capitán respondió que no, con la cabeza. La intención del soldado era buena, pero quien daba allí las órdenes era él. Miró el reloj y comprobó que eran las cuatro y cuarto de la madrugada. Estiró la cabeza por encima del montón de sacos de tierra que protegía el refugio y vio el horizonte encendido enfrente y, detrás de él, una claridad roja de infierno se alzaba de las trincheras mientras fulgores luminosos cruzaban el cielo a centenares, a miles, silbando todos los proyectiles incandescentes que lanzaban los alemanes como lluvia sobre las líneas portuguesas, alcanzando al principio la zona del comando, en la retaguardia. Los cañonazos eran tantos que no se oía ninguno aisladamente, sino que todos formaban un bramido único, sordo, brutal, siniestro. Por el sentido de las detonaciones, se hizo evidente que el bombardeo no era aleatorio, sino dirigido con precisión a las carreteras, cruces y puntos de comando. Brillaban resplandores de fuego en el sector donde se situaba Laventie: probablemente el cuartel general de la brigada ardía.
El mayor Gustavo Mascarenhas despertó sobresaltado y vio pedazos de ladrillo, tierra y caliza desparramados sobre la manta que lo abrigaba. Dio un salto en la cama, sorprendido, con los oídos que aún le zumbaban, y, ya en pie, miró al otro lado de la ventana destrozada. La noche se había encendido, iluminada por sucesivas explosiones, la planicie temblaba bajo una barrera de fuego jamás vista por las tropas portuguesas. El segundo comandante de la Infantería 13 se quitó torpemente el pijama y se puso deprisa el uniforme. Una vez vestido y armado, salió de la habitación y bajó a la sala que servía de despacho, adonde afluyeron también los otros oficiales del batallón tramontano.
—Mi mayor, ¿ha visto esto? —le preguntó el alférez Viegas, aún calzándose una bota—. Ni el último día los boches nos dejan en paz. Ni el último día, carajo.
—Sí —asintió Mascarenhas de buen humor—. Me parece que ya nos están echando de menos y han decidido mandarnos estas simpáticas postales de despedida.
Todos se rieron nerviosamente, incluso dos sargentos que ejecutaban tareas de amanuenses en el despacho del batallón. El comando de la Infantería 13 se encontraba instalado en un edificio denominado Senechal Farm, en Lacouture, un puesto que estaba con respecto a Ferme du Bois como Laventie con respecto a Fauquissart.
Fuera, el ruido de las detonaciones era ensordecedor. La casa temblaba con la vibración de las explosiones, pero los oficiales se mostraban serenos.
—¿Saben qué es esto? —preguntó el capitán Ambrosio después de un estremecimiento más de los cimientos de la casa.
—¿Una venganza por nuestro bombardeo de ayer? —arriesgó Viegas.
—Ni más ni menos. Los tipos nos están haciendo pagar lo de ayer.
La artillería portuguesa, en la víspera, había bombardeado las posiciones alemanas en Bois du Biez, frente a Neuve Chapelle, y todos coincidían en que estaban recibiendo la respuesta del enemigo.
—Oye, Viegas, fíjate a ver si este bombardeo es sólo en nuestro honor o si está también afectando a otros batallones —ordenó Mascarenhas.
El alférez era el señalero de la Infantería 13, y fue a comunicarse por teléfono con la brigada. Cogió el teléfono, se pegó al micrófono y se puso el auricular en el oído izquierdo.