Afonso observó por la aspillera las posiciones enemigas.
—De cualquier modo, intenta ahorrar municiones, ¿eh? No te olvides.
El capitán se retiró, dejando a Vicente y Sérgio manipulando la Vickers. Manitas volvió a colocar la ametralladora en la aspillera, vio a más alemanes corriendo al fondo, lanzó una ráfaga e inmediatamente otra. Algunos alemanes cayeron, los demás buscaron refugio. Vicente giró la Vickers hacia la izquierda y hacia la derecha, buscando nuevos blancos. De reojo alcanzó a distinguir un objeto metálico que caía a su lado, parecía una botella. Sérgio se levantó de repente, como impelido por un muelle.
—¡Granada! —gritó.
El espacio que albergaba la Vickers estalló.
Los sonidos de la guerra retumbaban intensos alrededor de Senechal Farm. Eran ya las once de la mañana, y el mayor Mascarenhas se mostraba sorprendido por la persistencia de la neblina. Comenzó a sospechar que todo aquel humo no provenía de una mera niebla matinal, sino que también era fruto del empleo de granadas de humo destinadas a ocultar el movimiento de la infantería atacante. Se acercó los prismáticos a los ojos e inspeccionó la neblina. A la izquierda sólo se veía vapor blanco y enfrente también. Giró los prismáticos hacia la derecha y, por entre las nubes bajas, observó bultos que se deslizaban por el terreno. Bajó los prismáticos y miró sin el auxilio de las lentes aquel sector. Había allí, en efecto, algunos puntos minúsculos que se movían. Supuso que se trataría de una de las compañías que había enviado para establecer contacto con el enemigo, aunque no podía asegurarse de ello. Miró de nuevo por los prismáticos, pero la imagen temblaba en exceso, debido a los ligeros movimientos de sus manos, tremendamente amplificados por las lentes. Para estabilizar los prismáticos, los apoyó sobre una piedra, se acuclilló detrás de ella e insistió en seguir observando. La imagen se presentaba ahora mucho mejor. Mascarenhas distinguió con claridad el contorno de los cascos. Eran alemanes.
—¡Maciel! —gritó, llamando al alférez que lo acompañaba.
El hombre se acercó corriendo.
—¿Sí, mi mayor?
—¿Ves aquellos puntos? —preguntó Mascarenhas, apuntando hacia la derecha.
El alférez Maciel se volvió en la dirección indicada, estiró la cabeza hacia delante, frunció los ojos y, después de una breve vacilación, asintió.
—Los estoy viendo, mi mayor.
—Son boches. Haced fuego nutrido sobre aquel sector, pero después tened cuidado porque allí hay también hombres de los nuestros.
Las ametralladoras y los fusiles portugueses abrieron una barrera de fuego sobre la derecha, barriendo la zona donde habían avistado a los alemanes. El enemigo respondió al fuego con fuego; el tiroteo se generalizó a la derecha de Senechal Farm. Los defensores distribuyeron las tareas: los ciclistas ingleses defendían la izquierda, que se mantenía tranquila; la Infantería 13 vigilaba el centro; la Infantería 15, la derecha. Una hora después, también avistaron alemanes a la izquierda y las tropas portuguesas barrieron el sector con dos ametralladoras y muchos fusiles. Varios soldados enemigos cayeron al suelo, alcanzados por la descarga, pero Mascarenhas no se hacía ilusiones. Los alemanes aparecían por la izquierda y por la derecha, así que Senechal Farm pronto quedaría cercada. Viéndose momentáneamente impedidos de avanzar, los atacantes se quedaron en el terreno. Pronto Mascarenhas fue presa del miedo, no sólo a causa de la fragilidad de su posición, sino sobre todo debido al creciente aislamiento de las compañías que había enviado para hacer frente al enemigo.
—¡Maciel! —volvió a llamar.
—¿Sí, mi mayor?
—Envía ordenanzas con barriles de municiones para las compañías del frente.
El alférez Maciel fue a ejecutar la orden y Mascarenhas volvió a los prismáticos.
El puesto de Picantin ya sólo tenía un puñado de hombres resistiendo. Afonso los contó: eran unos veinte; además las tres Vickers estaban fuera de servicio: una destruida por la granada que había matado a Vicente,
el Manitas
, y a Sérgio, otra que se había bloqueado, la tercera tenía el cañón derretido. En cuanto a ametralladoras, sólo funcionaban dos Lewis, una de ellas manejada por Matias,
el Grande
.
—Mi capitán —gritó el cabo—. Ya sólo me queda un disco.
La Lewis era alimentada por un disco con noventa y siete balas. La guarnición de Picantin ya había saqueado un polvorín y se había llevado todos los discos para las Lewis, cintas para las Vickers y depósitos para las Lee-Enfield, pero las municiones estaban a punto de agotarse y la defensa del puesto se hacía insostenible. Afonso sabía que era imposible resistir con bayonetas. Sin balas no valía la pena permanecer en Picantin.
—¡Vamos a evacuar el puesto! —gritó—. Que todo el mundo ayude a los heridos a salir. Llévenlos a cuestas si es preciso —señaló a Matias—. Cabo, usted quédese ahí para darnos cobertura con la «Luisa»; sólo salga cuando el último hombre abandone el puesto. —Señaló a su ordenanza—. Joaquim, ayúdalo.
Joaquim se acomodó en el sitio de la Vickers bloqueada, con la Lee-Enfield acechando por la aspillera. Matias,
el Grande
, se colocó en un punto desde donde podía observar a la vez la izquierda y la derecha. Cuando el resto de la guarnición dejó de disparar y comenzó a retirarse, Joaquim comenzó a apuntar a los bultos que se movían enfrente, mientras que Matias abría fuego en diversas direcciones con ráfagas muy cortas. El objetivo de los dos portugueses ya no era ahora abatir a soldados enemigos, sino simplemente crear la impresión de que aquella posición aún tenía muchos hombres encargados de su defensa.
Afonso registró la hora en que el puesto quedó abandonado. Eran las once de la mañana. La guarnición de Picantin Post avanzó por las trincheras casi sin municiones y cargando a dos decenas de heridos. La mayoría siguió por su propio pie, algunos apoyándose en sus compañeros cuando las heridas eran en una pierna o les impedían andar normalmente. Tres iban en camillas improvisadas, no estaban en condiciones de caminar. Con la columna en marcha, Afonso lanzó una postrera mirada al puesto y se preguntó cuánto tiempo conseguirían resistir solos Matias y Joaquim.
Danzando en una dirección y en otra, el cabo seguía manteniendo al enemigo ocupado, mientras que Joaquim permanecía quieto en el rincón de la Vickers. Pero la ilusión de que el puesto aún permanecía guarnecido duró sólo cinco minutos, acabados los cuales se agotó el último disco de la ametralladora de Matias. La Lewis se había calentado al rojo vivo, el cañón estaba a punto de fundirse, y el cabo dejó caer al suelo el arma que tanto le había servido en los últimos meses, agarró una Lee-Enfield abandonada por un compañero. Le extrañó no volver a oír los disparos del fusil de Joaquim, fue al recinto de la Vickers y vio a su camarada tumbado en el suelo, acribillado por el tiro certero de un Mauser enemigo. Le tomó el pulso y comprobó que Joaquim estaba muerto. Le acarició el pelo, con una fugaz caricia de despedida y, sin perder más tiempo, echó a correr en pos de la columna que huía hacia Red House.
Los aviones alemanes irrumpieron en vuelo bajo sobre Senechal Farm. Los Gotha, los Halberstadt, los Roland y todos los demás descendieron sobre las posiciones portuguesas, que regaron con ametralladoras y bombas; enviaron señales luminosas para regular el fuego de la artillería. Mascarenhas comenzó a convencerse de que no lograría mantener Senechal Farm por mucho tiempo más. Ninguno de los ordenanzas enviados para reabastecer de municiones a las compañías del frente había regresado. Además, el hecho de que aparecieran cada vez más soldados alemanes por el frente hacía suponer lo peor. Llegó la confirmación de que Senechal Farm era ahora, literalmente, la línea del frente, cuando apareció en el lugar un puñado de sobrevivientes de la primera compañía y algunos hombres de las restantes.
—Mi mayor —dijo un cabo recién llegado, con la mirada alucinada—, nos barrieron cuando los atacamos con una carga de bayoneta. Hay aún algunos del 13 resistiendo en las trincheras, pero están rodeados y no van a durar mucho.
Mascarenhas miró a su alrededor.
—¡Maciel! —llamó—. Distribuye cartuchos entre estos hombres.
El fuego enemigo se volvió más nutrido hacia las doce y media, los alemanes disponían visiblemente de más soldados en el sector. Los aviones parecían moscardones espolvoreando el cielo. Mascarenhas los observó uno a uno y sólo identificó enormes cruces negras dibujadas en las alas y en la carlinga.
—Pero ¿dónde están los gringos? —se preguntó en voz alta, abriendo los brazos en señal de frustración—. ¡Sólo se ven aeroplanos boches!
La Infantería 13 y una compañía de la Infantería 15 resistían allí con sólo dos Lewis y las Lee-Enfield de cada soldado. Los portugueses atacaban a los alemanes de flanco, intentando contener su avance. A la una de la tarde, la resistencia de los defensores estaba circunscrita, a la izquierda, al
blockhaus
, donde se refugiaba el batallón de ciclistas ingleses, y al cementerio, donde había otros ingleses. En el medio permanecían los portugueses, ocupando Senechal Farm; a la derecha, junto a King George's Street, otra fuerza portuguesa. En cierto momento, el alférez Se-vivas, que empuñaba una de las Lewis en Senechal, desapareció, y la resistencia quedó circunscrita a una única ametralladora ligera. El alférez Maciel, visiblemente consternado, se acercó a su segundo comandante.
—Mi mayor, vamos a ser rodeados —dijo.
—Lo sé, ya me he dado cuenta. —Mascarenhas miró el compacto refugio de cemento que se encontraba junto a la iglesia de Lacouture—. Tenemos que retirarnos hasta el
blockhaus
. —Observó la disposición de sus fuerzas—. ¿Quién es aquél? —preguntó, señalando al soldado que tenía la única Lewis operativa en sus manos.
—Es el sargento Carvalho, mi mayor.
—Que nos cubra.
La orden de evacuación se dio de inmediato. Decenas y decenas de soldados portugueses convergieron en el sector de la iglesia, corriendo agachados entre la arboleda, saltando sobre los cráteres, rodeando el alambre de espinos, cruzando la ribera Loisne, y entraron en el
blockhaus
. El sargento Carvalho quedó atrás, solo, con la Lewis manteniendo a las formaciones alemanas en jaque en aquel terreno accidentado y cubierto de vegetación. Cuando comprobó que todos los compañeros se habían retirado de Senechal Farm, Carvalho se deslizó entre los arbustos, corrió, corrió, corrió y entró por fin, también él, en el macizo refugio de hormigón.
Hacía casi dos horas que la columna encabezada por Afonso erraba por la laberíntica red de trincheras, intentando desesperadamente evitar el contacto con el enemigo. Las municiones se encontraban prácticamente agotadas y el volumen de heridos hacía de aquellos hombres una ineficaz fuerza de combate. La columna estaba ahora reducida a la mitad desde que abandonara el Picantin Post. Los alemanes flagelaban implacablemente a la unidad, que fue perdiendo hombres a medida que los sobrevivientes de la Infantería 8 se enfrentaban con las fuerzas enemigas. La idea inicial de Afonso era retirarse hacia Red House, donde se encontraba el comando de la Infantería 29, pero, por el momento, ese plan se había desbaratado por completo. Todos los caminos estaban bloqueados, las posiciones y puestos portugueses habían caído en manos del enemigo y la columna que había evacuado Picantin ya sólo pretendía retroceder, fuera a donde fuese con tal de retroceder.
Hacia las dos de la tarde, los hombres del 8 fueron alcanzados simultáneamente por el frente y en la retaguardia. Afonso se dio cuenta de que ya sólo le quedaba una carta en la manga, una carta frágil, incierta, débil. Pero era la única.
—Los heridos que pueden caminar van a proseguir la retirada —gritó, tendido en el suelo mientras las balas zumbaban sobre las cabezas de los portugueses—. Serán escoltados por el cabo Esperanza y un hombre más. Los restantes se quedan conmigo para atraer al enemigo y cubrir la retirada. Cuando los heridos estén lejos, también nos retiraremos nosotros. ¿Entendido?
—¿Y los heridos que no pueden andar, mi capitán? —preguntó Rosa, señalando a los tres hombres acostados en las camillas.
—Van a tener que rendirse, no veo otra posibilidad.
Los hombres asintieron, sabían que no quedaban alternativas. El cabo Esperanza se arrastró hasta los heridos que podían andar y desde allí, a la distancia, llamó a Afonso.
—¿Cuál es el hombre que llevo conmigo, mi capitán?
—Yo qué sé —respondió Afonso, encogiéndose de hombros con indiferencia—. Elíjalo usted, me da igual.
El cabo eligió a un soldado de su confianza y ambos fueron trasladando a los heridos hasta llegar a una zona de trinchera con los parapetos altos. Se pusieron todos de pie y partieron: los que tenían una pierna inutilizada apoyados en fusiles, usados como si fuesen bastones. Acostado en el barro, Afonso contó los soldados de los que disponía. Tenía allí al cabo Matias, al sargento Rosa, al soldado Baltazar y a otro más a quien sólo conocía de vista. Sumaban cinco hombres.
—¿Cuántas balas tenemos? —preguntó Afonso.
Los soldados contaron los cartuchos. Había, en total, veintidós balas.
—Aún alcanzan para liquidar a veintidós boches —bromeó Baltazar—. Qué categoría, ¿no?
Nadie se rio.
—Cuando vengan, sólo disparen a lo seguro, en el momento en que estén realmente cerca. ¿Han entendido? —Afonso cerró ruidosamente la culata de su fusil—. Un tiro: un tipo.
Los alemanes disparaban furiosamente sobre la posición portuguesa, protegida por sacos de tierra, y la ausencia de fuego de respuesta aumentó su coraje. Comenzaron a acercarse, despacio, muy despacio. Cuando se encontraban a cincuenta metros, Afonso mandó disparar y varios alemanes cayeron a tierra. Los restantes se refugiaron y volvieron a atacar a los portugueses con tiros de Mauser. En cierto momento, se sumó una Maxim al tiroteo. Después de la segunda ráfaga, esta vez certera, el sargento Rosa fue alcanzado en la cabeza y cayó muerto, el otro hombre recibió varios tiros en la espalda y ya no dio señales de vida. Uno de los heridos, que se encontraba acostado en la camilla, también fue alcanzado y agonizaba, moribundo. Afonso, Matias y Baltazar se miraron. Se dieron cuenta de que habían llegado al fin de la línea. Antes de que sonase el disparo de la tercera ráfaga, Afonso estiró el cuello y gritó:
—
Kamerad
!
El primero en levantarse, con las manos hacia arriba, fue Baltazar. El Viejo se puso de pie y lo abatieron inmediatamente varios tiros de fusil. Matias lo vio caer a su lado sin soltar un gemido, se le reviraron los ojos y quedaron en blanco, tenía un orificio en la frente y otros tal vez en el tronco, la nuca abierta por la salida de la bala, se veía la materia blanca y esponjosa de la masa encefálica que se escurría fuera del cráneo. El cabo lo observó, estupefacto, se negaba a creer que aquél fuese su amigo Baltazar, que había caído muerto, abatido como un perro cuando se rendía. A Matias le parecía estar viviendo un sueño, experimentó una sensación de profunda irrealidad, de una extrañeza aturdida, tuvo la impresión de que nada de aquello estaba ocurriendo, lo veía y no podía creerlo. Primero había sido el Canijo, después el Manitas, ahora el Viejo; su mermado pelotón ya no existía, había sido diezmado en pocas horas, los amigos transformados en pedazos de carne inerte. Meneó la cabeza, cerró los ojos y los abrió nuevamente, con la ilusión de que despertaría así del sueño, pero Baltazar seguía tumbado, con la mirada opaca. Estaba realmente muerto. Lo miró atolondrado, aturdido, perdido en una incredulidad absorta.