La amante francesa (63 page)

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Authors: José Rodrigues dos Santos

Tags: #Bélica, Romántica

BOOK: La amante francesa
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—¿Estás tonto o qué? —intervino Vicente, mirando a Matias—. Esto acabará mal. Muy mal, seguro.

—Manitas, basta ya, no seas agorero.

Afonso volvió a consultar el reloj. Faltaban dos minutos. Un sargento de la Infantería 21 se acercó a los hombres del 8.

—Mi capitán, conviene que tomemos posición.

El oficial asintió con la cabeza, hizo una seña al sargento Rosa y el pequeño grupo del 8 escaló el parapeto. Tanteando el terreno, los hombres se instalaron junto a la alambrada. El sargento del 21 se unió a ellos e indicó un punto invisible en la oscuridad.

—No se olviden, vayan por allí —dijo—. El alambre ya está todo cortado y la vía abierta.

—¿Por allí? —preguntó Afonso, con temor a equivocarse.

—Sí, por allí. Buena suerte.

El sargento volvió a la trinchera, contento por no formar parte de la fuerza de ataque. Afonso se quedó firme en el suelo fangoso, con los ojos fijos en el reloj de aviador que Tim le había regalado para Navidad. Sonrió al acordarse de que aquellos mismos relojes de pulsera fueron durante años considerados meras piezas de joyería, adornos semejantes a pulseras sólo apropiados para mujeres. Si sus hermanos lo viesen allí, con aquella figura, pensó, lo llamarían maricón. Pero la verdad es que la guerra había demostrado que ésta era la forma más práctica de llevar un reloj, y allí estaba él, con un tosco Patek Philippe suizo, aún más feo por la rejilla de metal que protegía la esfera del impacto de las esquirlas. Suspiró y señaló el tiempo.

—Un minuto.

La aguja de los segundos inició la última vuelta, avanzando inexorablemente, algunos hombres rezaban bajito, con los ojos cerrados, los cañones rugían, la aguja de los segundos comenzó a subir, tictac tras tictac, punto a punto hacia arriba. Vicente cerró los ojos, Abel suspiró hondo, Matias estiró los brazos, Baltazar hizo la señal de la cruz, Rosa se mantuvo rígido. La aguja subió aún más y alcanzó la cúspide, el fatídico 12.

—¡Vamos! —ordenó Afonso.

El grupo del 8 se incorporó desde el barro y empezó a correr, primero con prudencia, buscando el camino abierto entre el alambre; después, más rápido, más rápido, todos a la carrera por la Tierra de Nadie, a oscuras, con las piernas flojas del pavor. El grupo intentaba llegar lo más lejos posible antes de que los alemanes notasen su presencia, más rápido, fuerza, fuerza. Los soldados seguían por el itinerario previamente estudiado, el terreno se inclinaba hacia arriba, resonaban los clics metálicos de las Lee-Enfield empuñadas, de los cinturones, de las municiones, de las Mills, de las botas, junto con el resuello jadeante de los hombres afanosos. Algunos tropezaban en la oscuridad, las piernas siempre flojas, Afonso cayó en un charco invisible y se levantó enseguida, desmadejado, se preguntó mil veces qué estaba haciendo allí, qué disparate era aquél. Había desaparecido el sopor del alcohol, aniquilado por la adrenalina fulminante, pero el sentido de irrealidad persistía, la sensación de sueño aún los invadía a todos cuando sonó el primer disparo de fusil, se oyeron gritos del lado alemán, era el alerta, sonaron más tiros, cuatro, cinco, diez, veinte tiros, un cohete se elevó en Rally Trench y estalló en el aire, era un «Very Light» que iluminaba la Tierra de Nadie. La luz fantasmagórica del cohete llenó las trincheras como un pequeño sol, rescatando de la penumbra minúsculas figuras en movimiento, se veía ahora a los soldados portugueses corriendo en dirección a las líneas enemigas, tropezando en hoyos, cayendo en cráteres, tropezando con obstáculos, más de cien hombres de la primera compañía del 21 y un puñado del 8 venían de Ferme du Bois y avanzaban al descubierto por la Tierra de Nadie en dirección al enemigo, a Rally Trench, a Sapper Trench, a Mitzi Trench, las líneas alemanas los aguardaban. Se lanzaron más «Very Lights» al aire, los alemanes iluminaron el campo de batalla con soles sucesivos, la noche se hizo día, los tiros aislados de las Mauser crecieron y se mezclaron con el estruendo de la artillería, las Maxim se unieron a la orgía y comenzaron a retumbar por todas partes, volaban granadas y sonaron las primeras explosiones en la Tierra de Nadie. Y los portugueses siempre corriendo, corriendo, corriendo.

La primera línea alemana se les plantó enfrente de manera inesperada, por detrás de una última valla de grueso alambre de espinos.

—¡Alicates! —gritó Afonso en cuanto llegó junto a la alambrada con sus hombres.

Un soldado del 21 se acercó rápidamente y, con las manos protegidas por unos guantes muy gruesos, comenzó a cortar el alambre con urgencia, clic aquí, clic allá, clic, clic. Los alambres se retorcían, los espinos se balanceaban con maldad, intentando rasgar la piel de quien los mutilaba, pero el hombre los evitaba con pericia e iba abriendo camino, despacio, despacio, todos impacientes. El hombre del alicate parecía no acabar nunca, clic, clic, todos tumbados en el suelo, cada uno vigilando al enemigo, un ojo en los alemanes, el otro en el hombre del alicate, clic, clic, el alicate no paraba de cortar el alambre, el cielo se iluminaba con cohetes y en el suelo danzaban las sombras,
zzziiimm, zzziiimm
, las balas cortaban el aire con zumbidos sucesivos, con silbidos metálicos, con sonidos de muerte, traicioneros e irritantes, clic, clic,
zzziimm, zzziiimm
, clic, clic,
zzziimm, zzziiimm
.

—Ya está —anunció por fin el soldado, bañado en sudor en aquella madrugada helada.

Los portugueses se levantaron, penetraron temerosamente por el camino abierto por el alicate, algunos se rasgaron la piel con las puntas cortadas del alambre pero igual avanzaron, saltaron aprisa al hoyo de la primera línea enemiga, con los fusiles apuntados, los ojos atentos, buscando bultos amenazadores, la trinchera parecía desierta pero el aire siempre acababa cortado por zumbidos, silbidos, chistidos.

—¡Protéjanse! —ordenó Afonso, sintiendo las balas zumbar a su alrededor como moscas.

Los hombres se arrimaron a las paredes. El capitán miró en torno y vio a soldados del 21 mezclados con su pelotón del 8. Matias estiró la cabeza por encima del nivel del parapeto para entrever al enemigo, divisó resplandores de armas que disparaban y se acurrucó enseguida.

—Están en aquella dirección —indicó entre resuellos, señalando con la mano hacia la derecha.

El cabo acomodó la Lewis, respiró hondo para recuperar el aliento, se levantó en un ímpetu, apuntó la ametralladora hacia el sector que había identificado y comenzó a vomitar ráfagas. Los otros hombres, alentados por el ejemplo de Matias, se levantaron también y dispararon las Lee-Enfield en la misma dirección. Los «Very Lights» continuaban activos, iluminando la batalla, y los portugueses vieron al fondo a los alemanes en fuga.

—¡Fuego a discreción! —exclamó Afonso, con la pistola en la mano.

La Lewis y las Lee-Enfield soltaban balas y más balas sobre los fugitivos, algunos cayeron al suelo, alguno que otro consiguió levantarse y retomó la carrera con dificultad, cojeando. El fuego se mantuvo intenso hasta que los alemanes que aún seguían en pie salieron del campo de visión. Afonso llamó entonces al telegrafista de su grupo. El hombre se acercó, estirando el cable desde las líneas portuguesas, con el teléfono en la mano. Afonso le hizo una seña al sargento Rosa.

—Lanza el cohete de llegada.

El sargento cogió un «Very Light» y lo lanzó hacia el cielo. El cohete explotó arriba con luz roja, despidiendo una claridad de sangre sobre las líneas. Otros «Very Lights» rojos estallaron a la derecha y a la izquierda. Era la señal convenida para anunciar a las líneas portuguesas que la primera línea alemana se encontraba ocupada por el CEP. Satisfecho con la indicación de que las cosas iban bien en los otros pelotones, Afonso cogió el teléfono.

—Aquí pelotón del centro —anunció el capitán por el micrófono—. Estamos en posición. Henrique. Repito. Henrique.

«Henrique» era el código dispuesto para que la artillería portuguesa extendiese los disparos hasta la retaguardia alemana. La idea era fustigar al enemigo y mantener protegidos a los soldados portugueses instalados en la primera línea alemana.

En cuanto la artillería corrigió el tiro, Afonso hizo una seña a los hombres y el grupo avanzó cautelosamente por una trinchera de comunicación con el propósito de limpiar el terreno, los soldados caminaban encorvados y con el fusil en ristre. Matias iba delante, con la pesada Lewis en brazos, seguido del sargento Rosa y de Abel; detrás iban Afonso, Vicente y Baltazar, además de los hombres del 21. Vieron un hoyo a la derecha y vacilaron.

—Un refugio —murmuró Matias hacia atrás, con la ametralladora apuntada a un hoyo abierto en la base de un bloque macizo de cemento.

Afonso se acercó y comprobó la entrada del refugio sin osar exponerse.

—Procedan a su limpieza.

El sargento Rosa disparó dos tiros hacia el interior y se quedó esperando. Nada. Matias avanzó, colocó el cañón de la Lewis en el hoyo y observó. Estaba todo oscuro.

—Linterna.

Afonso le dio una linterna al sargento Rosa, quien la puso en manos del cabo. Matias encendió la luz y observó el refugio. El destello recorrió las paredes, se veían estantes con libros, cables eléctricos y bombillas colgadas en el techo. La luz de la linterna bajó por el suelo, se iluminaron sofás, sillas, camas dobles con gruesas mantas, el suelo parecía seco. Al cabo de algún tiempo, Matias se dio por satisfecho y volvió la cabeza hacia atrás.

—Aquí no hay nadie —dijo a sus compañeros.

Enseguida, el cabo se sumergió en el hoyo y bajó para inspeccionar mejor el refugio. Tras él siguieron los otros hombres del 8 y algunos del 21, todos atónitos ante el búnker alemán.

—Vaya, vaya, ¿habéis visto esto? —exclamó Baltazar—. ¡Esto es un refugio de reyes! ¡Joder! ¡Qué categoría!

—Es impresionante —confirmó Vicente, que se sentó con visible placer en la superficie mullida del sofá—. Nosotros viviendo en el barro y estos tíos regalándose en estos palacetes. Sí, señor, ¡esto sí que es vida! A ellos los tratan bien. Ya sabemos cómo se las gastan con nosotros…

—Si tuviésemos un hotel así, no me importaría nada estar en las trincheras —bromeó Baltazar—. ¡Categoría!

Afonso también se sentía sorprendido por la calidad del refugio: era, por lejos, superior a cualquiera de los del CEP o hasta a las posiciones británicas que había visitado. Pero la estupefacción duró poco. Tenía prisa en salir de allí, completar la misión y regresar a la seguridad relativa de las trincheras portuguesas.

Comprobó que no había documentos para incautar y decidió abandonar ese sitio.

—¡Vamos, vámonos de aquí! —ordenó—. ¡Salgamos, salgamos rápido!

Los hombres salieron del refugio y regresaron a la trinchera de comunicación, con lo que se restableció la jerarquía anterior. Matias delante, Rosa después, los restantes detrás. La trinchera trazó una leve curva a la izquierda y, en medio de aquella oscuridad iluminada por los fulgores de la artillería y por los sucesivos «Very Lights», el cabo distinguió un bulto que desaparecía al fondo.

—¡Boches! —avisó.

El grupo se detuvo un momento y, tras una ligera vacilación, retomó la marcha, con Matias muy pendiente de cualquier movimiento. Treinta metros más adelante, cerca del sector donde había visto el bulto, se encontró con un nuevo hoyo, esta vez a la izquierda, en la base del parapeto.

—Refugio.

Una parada más. Rosa repitió el procedimiento anterior y disparó dos tiros en el escondrijo. Dentro se oía ruido y un tiro respondió al fuego portugués.

—Granadas —solicitó Matias.

Rosa le entregó dos Mills, Matias cogió una, oprimió la palanca, tiró de la argolla y arrancó la clavija de seguridad, la arrojó por el hueco; repitió la operación con la otra. Se oyeron gritos en alemán,
achtung!, was ist das?, granate
!, se sucedieron dos explosiones, vino el silencio, se oyó un gemido y Matias se acercó a la entrada del refugió, apuntó la linterna y vio estantes rotos, un cuerpo tendido boca abajo, una pierna cortada, otro cuerpo colgado de una silla, un tercero removiéndose en el suelo, panza arriba, el vientre abierto y los intestinos escurriéndosele entre las manos, el hombre con una mirada de asombro ante sus visceras al aire. Alzó los ojos y miró a Matias.


Entschuldigen… Sie bitte
! —dijo jadeando—.
Können Sie… mir helfen
? —Respiró hondo y gimió—.
Bitte… Kamerad
.

Matias miró hacia atrás, hacia sus compañeros.

El refugio está limpio.

—¿Los boches? —quiso saber Afonso.

—Hay dos muertos y un herido.

El capitán observó por la entrada y vio al alemán tumbado en el suelo, gimiendo.

—Pobre —comentó—. ¿Habéis visto que tiene las tripas fuera?

Matias asintió con la cabeza.

—No hay esperanza. Se muere.

El alemán insistió, con una mueca desencajada.


Bitte
—jadeó—.
Kamerad
. —Soltó un gemido—.
Können… Sie mir… helfen
?

Afonso entendió.

—Está pidiendo ayuda —explicó—. Tal vez sea mejor darle un tiro de gracia, así deja de sufrir.

El capitán miró a su alrededor, como buscando un voluntario. Matias bajó los ojos, los que estaban atrás se hicieron los desentendidos. Afonso volvió a mirar al alemán, alzó la pistola, la apuntó a la cabeza del hombre, la dejó apuntada, esperó, vaciló terriblemente, pensó que era un acto de piedad, de misericordia, pero luego se contrapuso otro pensamiento, recordándole que iba a matar a alguien, que iba a pecar, era tal vez su conciencia reprimida de seminarista sublevándose, pensó y vaciló, se prolongó la vacilación, el alemán agonizante le devolvió la mirada, entendió todo, sus ojos azules lo miraban aterrorizados, veían el abismo, encaraban el fin. Afonso suspiró y bajó la pistola. No era capaz.

—Vámonos —dijo pesadamente, emprendiendo el regreso a la trinchera de comunicación.

El grupo avanzó por las líneas que había abandonado el enemigo y llegó a Mitzi Trench. Inspeccionaron más refugios desiertos, que revelaban condiciones de habitabilidad infinitamente superiores a las existentes en la zona aliada. Afonso llamó a los zapadores mineros de la tercera compañía, también implicados en la operación, y arrasaron los refugios. Poco después, un «Very Light» verde iluminó el cielo a la derecha. Era la señal de retirada que daba el comandante de la operación, el capitán Ribeiro de Carvalho. Los hombres regresaron a la primera línea alemana y Afonso volvió al teléfono del señalero.

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