—¡El toque del Avemaría! —exclamaba Rafael Laureano que se limpiaba el sudor de la frente y se incorporaba para mirar el horizonte y oír las campanas distantes—. Ya es la hora.
Se acostaban todos temprano, eran las ocho de la noche cuando el señor Rafael ordenaba a Afonso ponerse el pijama, apagaba los candiles alimentados con aceite y sumía la casa en la oscuridad; era hora de dormir. Esta rutina sólo podía alterarse los domingos. El día del Señor se despertaban temprano, como siempre y vestían las mejores ropas, mejores porque no estaban raídas. Casi desconocían el baño, excepto en verano, cuando, una vez al mes, toda la familia iba a lavarse en animadas mañanas dominicales. Afonso no apreciaba esos momentos. Encogía su cuerpo canijo dentro de una tina y sentía el agua helada que le echaba encima su madre. Después de vestirse, el señor Rafael llevaba a la familia a misa para una mañana de virtud, pero por la tarde venían el vicio y el pecado. El padre iba con sus hermanos a la taberna de Silvestre o a la taberna de Corneta a emborracharse con vino tinto. Opinaban que tenía mal vino porque, cuando se embriagaba, se ponía de mal humor y no raras veces se enredó en peleas absurdas. Para controlar el problema, la señora Mariana mandaba a Afonso que acompañase a su padre con la misión de traerlo de vuelta lo antes posible, tarea que el pequeño temía: el padre se volvía irascible cuando lo dominaba el alcohol, con lo que aquel peñasco de seguridad se transformaba en esos momentos en una montaña amenazadora, sus manos eran pedruscos inestables e imprevisibles, reaccionaba mal a sus súplicas y lo abofeteaba con violencia.
El vino formaba parte de sus vidas; de lo contrario, no sería Rafael Laureano un pequeño y dedicado productor. Afonso se habituó a colaborar en el trabajo de producción de tinto: echaba las uvas en el lagar instalado en un anexo. El pequeño comenzc a acompañar a los adultos en el trabajo de pisar las uvas para hacer el mosto, una tarea que le producía mareos: según entendió más adelante, lo embriagaba el alcohol liberado del mosto. El vino se colocaba después en toneles, con una graduación que variaba entre los doce y los quince grados, que serían vendidos a los mayoristas de Rio Maior. En el lagar quedaba además el orujo, el hollejo de las uvas. El padre echaba agua encima del orujo y nacía de allí un vino más flojo, de siete u ocho grados, al que llamaban «aguapié».
Cuando los hijos cumplían cinco años, el señor Rafael los reunía para que lo ayudasen en el trabajo. Podían ser aún muy pequeños, pero el padre los consideraba aptos para desempeñar pequeñas tareas. En 1876, sin embargo, se abrió la escuela primaria en Rio Maior. La enseñanza no llegaba a tiempo para los hijos mayores del matrimonio Laureano, pero la cuestión se planteó en relación con João, con Joaquim y, más tarde, con Afonso. El padre se mostró inicialmente remiso a enviarlos a hacer la primaria, argumentando que le hacían falta manos que lo ayudasen a trabajar la tierra o a ganar el sustento para la familia en otros trabajos. Tuvo que intervenir el párroco de Rio Maior, el padre Gaspar Costa, para hacer entrar en razones al empecinado Rafael. Lo cierto es que al final autorizó a los chicos a acudir al colegio.
La vez de Afonso llegó un día húmedo y frío del otoño de 1896. Por la mañana temprano, desafiando el viento norte helado que soplaba con bravura desde el Alto do Seixas, la señora Mariana llevó a su hijo menor de la mano desde la Travessa do Rosamaninho, donde vivían, hasta la Rua das Dálias. Atravesaron deprisa la plaza, encogidos en sus miserables abrigos, y entraron a la derecha por la Rua das Flores. La mañana había despertado agreste, las gotas del rocío matinal brillaban como perlas relucientes en las hojas mojadas de las encinas, los pétalos de las flores se abrían a la luz fría de la alborada y a la primera danza de los insectos, las hojas hendidas de los melojos formaban lágrimas que se deslizaban por los pelos blancuzcos del envés, el aromático olor a resina flotaba en el aire, era como un perfume exótico que se esparcía por el camino de tierra que se internaba entre la verdura. Seguían allí fuera, ajenos al espectáculo de la naturaleza en el romper del nuevo día, hasta pasar por la Torre dos Bombeiros y llegar a la escuela primaria de Rio Maior.
—Qué bien, Afonso, que vayas a la escuela —le decía su madre por el camino—. Estás contento, ¿no?
Afonso asentía con la cabeza. La señora Mariana se pasó los últimos días pintándole un cuadro idílico de la escuela: que era una cosa maravillosa, que iba a tener muchos amigos, que iba a aprender a ser «un gran hombre»; el tono era de tal modo entusiasta que el pequeño se descubrió ansioso por ir a un lugar así. Por ello se quedó algo sorprendido cuando, al acercarse a edificio, vio a otros niños llorando, las madres los arrastraban por las aceras y ellos se deshacían en lágrimas. Le pareció extraño: ¿por qué razón estarían los otros chicos tan asustados por ir a la escuela?
La verdad es que, al dejar atrás el portón, Afonso entró en un mundo especial, donde las leyes eran diferentes y las conductas reguladas, un mundo que le abrió las puertas a horizontes que se extendían más allá de Carrachana. Un letrero fijado a la puerta de la escuela explicaba que los padres tendrían que entregar una «declaración del párroco acerca de la edad», una «declaración del regidor certificando la residencia del alumno en el distrito» y una «declaración del facultativo asegurando que los niños no padecían enfermedades contagiosas y que estaban vacunados». La señora Mariana no sabía leer, pero se había informado previamente a través del padre Gaspar y llevaba consigo los tres documentos requeridos, que le entregó a la secretaria de la escuela, la circunspecta doña Vadeia Figueiredo.
El primer maestro de Afonso fue el profesor Manoel Ferreira, un dinámico individuo de Leiria que había llegado hacía más de veinte años a Rio Maior, donde abrió la escuela, la única institución de enseñanza primaria para niños que había en el pueblo. El profesor Ferreira era seguidor intransigente de una disciplina rígida en las aulas y obligó a Afonso, a ejemplo de sus compañeros, a usar babi.
—Aquí no hay ricos ni pobres —le explicó a la señora Mariana cuando ésta se sorprendió ante la imposición—. En la escuela son todos iguales y por eso visten igual.
A la disciplina férrea, Manoel Ferreira añadía métodos pedagógicos innovadores y activos, como la cartilla João de Deus. El profesor estaba casado con doña Maria Vicência, de quien tenía once hijos, pero, a los cuarenta y cuatro años, le quedaba aún tiempo para dirigir los periódicos
O Riomaiorense
y, posteriormente, el
Civilisação Popular
, semanarios de los que era fundador, además de una imprenta. Fue Manoel Ferreira quien le enseñó a Afonso a leer, asociando letras a dibujos y sonidos, de acuerdo con las nuevas teorías de enseñanza.
La dureza de las tareas que su padre encargaba a Afonso en la labranza hizo que al pequeño le gustase ir a clase. Consideraba la escuela un lugar de descanso que le daba la oportunidad de huir del exigente trabajo en la tierra. Afonso se aplicó en los estudios, pero sobre todo en los juegos, la emoción del «corre, corre» y del «pídola», que se convirtieron en sus favoritos. El principal, sin embargo, era el
football
, al que solían jugar con una pelota hecha de trapos y medias viejas. Al mediodía iba a casa a comer algo y llevaba después una cesta con comida para João y Joaquim, que trabajaban en el aserradero. Los dos iban a reunirse con él a mitad de camino para recoger la cesta, y Afonso volvía después a la escuela. Al final de las clases, se perdía jugando a la pelota con sus amigos en el Largo Conselheiro João Franco, la principal plaza de Rio Maior, hasta el día en que rompió el escaparate de la farmacia Barbosa con una pelota reforzada con un revestimiento de cuero. Como todos en el pueblo se conocían, el doctor Francisco Barbosa fue a quejarse a la madre y, a partir de ese día, se acabaron los partidos de
football
posescolar.
La pasión del pequeño Afonso por el
football
le nació del único viaje que hizo en sus primeros diez años de vida. Cuando tenía seis años, meses antes de ir a la escuela por primera vez, sus padres recibieron la noticia de que la prima Ermelinda, una pariente lejana de la madre, se estaba muriendo de tuberculosis. La prima Ermelinda vivía en Lisboa y se decidió que irían a visitarla el domingo siguiente. Nunca habían ido a la capital, por lo que el viaje despertó una gran animación en la familia: en honor a la verdad, las dolencias de la prima Ermelinda sólo preocupaban a la señora Mariana; para el señor Rafael y sus hijos aquello suponía, a fin de cuentas, un apropiado pretexto para ir a visitar la gran ciudad. Corría entonces el año 1896, las ventas de toneles de vino a los almacenes habían sido excelentes y había dinero disponible para el ansiado paseo.
Se levantaron hacia las cuatro de la madrugada del domingo del 9 de agosto, se pusieron la mejor ropa y rezaron a la mesa para compensar la misa dominical a la que tendrían que faltar. Afonso era, en ese momento, un chico canijo, con el pelo castaño lacio y ojos color chocolate que sobresalían en su tez pálida. A pesar del sueño, estaba rebosante de entusiasmo y excitación, no resistía esperar más para el gran viaje.
Los Laureano cogieron dos fardeles previamente preparados y un garrafón de tinto y se embarcaron en la línea de
char-à-bancs
. Pagaron quinientos réis por persona, billetes de ida y vuelta, y siguieron por la Estrada Real n.º 65 hasta Caldas da Rainha. En la estación de Caldas compraron billetes de segunda clase para el primer rápido, a mil setecientos veinte réis cada uno; a las siete y media de la mañana, el matrimonio Laureano y los tres hijos menores cogieron el tren. Pararon en sucesivas estaciones y apeaderos, primero Óbidos, después otros lugares de los que Afonso nunca había oído hablar: Bombarral, Outeiro, Ramalhal, Torres Vedras… Perdieron la cuenta, pero en Porcalhota se sintieron ya con un pie en la capital. Después siguieron Benfica, Campolide y Alcântara. Acabaron entrando en Rocio a las diez y media de la mañana.
—Ay, qué confusión, válgame Dios —se quejó Mariana, sofocada por el calor estival y aturrullada por el nervioso movimiento en la estación—. ¿Vamos a ver a Ermelinda?
—Calma, mujer, calma —repuso su marido, excitado por conocer la ciudad y nada interesado en desperdiciar el paseo en casa de una moribunda que apenas conocía—. Tenemos tiempo para tu prima, quédate tranquila. Primero vamos a dar una vuelta, anda. —Miró a su alrededor, los edificios parecían extraños, sofisticados, grandiosos, los hombres eran unos petimetres, pero sobre todo había allí mujeres de aspecto distinguido, con sombrillas en la mano y muy cuidadas, unas verdaderas flores, duquesas sin duda. Se frotó las manos, radiante—. ¡Esto promete, vaya si promete!
Todo les resultaba novedoso. El señor Rafael, compenetrado en su responsabilidad de jefe de familia, se mostraba particularmente nervioso. Para sentirse más a gusto, al interpelar a cualquier persona intentaba siempre introducir Rio Maior en la charla, era un modo de transportarlo a un lugar familiar, y comenzó a hacerlo allí mismo, en la estación.
—Oiga, amigo, ¿usted ha estado alguna vez en Rio Maior? —le preguntó a un empleado de la Compañía Real de las Vías Férreas Portuguesas.
El hombre lo miró estupefacto.
—¿Yo? No.
—Mal hecho —replicó el señor Rafael—. Dígame, por favor, dónde queda el Terreiro do Paço.
Afonso era aún pequeño, pero el bullicio agitado de la vida ciudadana no escapó a su atención. Subieron gratis a un coche proveniente de Alverca, el cochero era un campesino que había entrado en la ciudad para llevar patatas al Campo das Cebolas, y cruzaron una plaza de dimensiones nunca vistas, tan grande que sin duda Rio Maior cabría allí entero.
—Ésta es la plaza de don Pedro IV —anunció el campesino, que chasqueó con la lengua para incitar a las mulas—. Era la plaza de la Inquisición, pero la gente la conoce ahora como el Rocío. Aquí llegaron a hacerse corridas de toros y a quemarse herejes, fíjense.
Una calle rodeaba la vasta plaza del Rocio, con árboles vigorosos alineados en los extremos. El suelo era un tablero de calzada a la portuguesa con un diseño de olas, bancos de jardín colocados delante de los árboles, una esbelta columna en el centro con la estatua encima de don Pedro IV, la rica fachada del teatro de doña María II al fondo, casas que rodeaban la plaza, muchas de ellas comercios: la tabaquería Mónaco, las confecciones Martis, la confitería Cardoso, más allá el café Gelo.
Deprisa, el coche dejó el Rocio atrás y se internó por la Rua Augusta, que recorrieron admirando el rico y variado comercio que la llenaba de vida: de un lado la casa dos Bordados, del otro la zapatería Lisbonense, más adelante la casa Americana; entraron finalmente en la fastuosa plaza del Comercio y el campesino detuvo el coche para que bajasen. Agradecieron el paseo gratuito y el hombre retomó su camino, dejándolos que deambulasen a su antojo por el Terreiro do Paço. Admiraron el muelle de las Columnas y los barcos ahí atracados o que se deslizaban por el río con las velas al viento, rodearon la plaza con los ojos primero atentos a la imponente estatua ecuestre de don José. «¡Mirad el caballo negro!», apuntó el señor Rafael a los niños; después miraron con un silencio respetuoso los majestuosos edificios amarillos que rodeaban geométricamente la plaza con sus profundas arcadas y galerías y los torreones en las alas perpendiculares. Finalmente se maravillaron con el Arco Triunfal y la estatua en pie en el extremo, con las manos extendidas sobre las cabezas de otras dos estatuas más bajas. No podían saberlo, pero era la Gloria coronando al Genio y al Valor, con la misteriosa leyenda VIRTVTIBUS MAIORVM por debajo, algo que no descifraron, pues no la entendían, no sabían latín, no sabían siquiera leer. Satisfechos, decidieron regresar al punto de partida por otro camino. Cruzaron la Rua do Arsenal y entraron por la Rua Áurea. Se admiraron ante los altos armarios de cristal colocados a la puerta de la joyería Cunha & Irmão, abastecedora de la Casa Real. Exhibía sus piedras preciosas, «¡esto es riqueza!». Pasaron por la guantería Gatos y se les hizo la boca agua frente al escaparate de la Maison Parisiense, la
patisserie
que se jactaba de sus helados «de todas las clases».
Desembocaron nuevamente en el Rocio. Un sol caliente de estío, que bañaba la plaza con violencia y empujaba a las personas hacia las sombras protectoras, hacía realzar los colores vistosos de las tiendas, en un agradable contraste con el azul fuerte y profundo del cielo. A Afonso le extrañó que anduviese por allí poca gente descalza, había muchas personas con zapatos circulando por la plaza, situación que le indicaba que los lisboetas eran gente rica y refinada. En vez de las gorras de Ribatejo que se había habituado a ver en Rio Maior, comprobó que en Lisboa muchos hombres usaban elegantes sombreros en la cabeza, ya chisteras, ya bombines. Además, balanceaban bastones en la mano y se ataviaban con corbatas y lazos que adornaban ropas que parecían limpias: en el pueblo, sólo el doctor Barbosa, el profesor Ferreira y pocos más tenían el hábito de presentarse tan atildados.