La amante francesa (18 page)

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Authors: José Rodrigues dos Santos

Tags: #Bélica, Romántica

BOOK: La amante francesa
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—No, Afonso. Nietzsche es un genio.

Los choques intelectuales con Trindade generaban en Afonso un sentimiento ambivalente. Por un lado, apreciaba el duelo de ideas, el placer de la discusión filosófica, el descubrimiento de nuevos caminos, la exploración de conceptos diferentes, la revelación de novedades. Pero, por otro, se debatía con un sentimiento contradictorio de fascinación horrorizada, se descubría seducido por aquellas ideas tan radicales y agresivas y, al mismo tiempo, atemorizado por alimentar esa atracción, experimentaba una repulsa moral contra los valores tan antagónicos con respecto a los que había adquirido en el seminario, intuía que su amigo despertaba en él una racionalidad animal que sólo podía reprimir la fuerza de la voluntad moral. Por eso mismo, sólo buscaba a Trindade cuando deseaba un diálogo estimulante, combativo.

Por estas razones, su amigo más próximo no era el Mocoso, sino Gustavo Mascarenhas, un inquieto joven de Vila Real a quien conoció ya desde los primeros días. A Afonso le resultó curiosa la coincidencia de que sus mejores amigos fueran tramontanos, ya en el seminario su gran compañero había sido Américo, el gordito de Vinhais. Mascarenhas no era gordo, sino corpulento y musculoso, tenía incluso un aspecto de troglodita, aunque fuese inteligente y divertido. Provenía también de una familia de militares, su padre era coronel de caballería; Mascarenhas pretendía seguirle los pasos. Para que no lo acusasen de imitador y de falta de imaginación, optó por la infantería, incluso porque en Vila Real estaba instalada la Infantería 13 y le convenía quedarse cerca de casa, siempre sería más cómodo.

Como ambos se encontraban lejos de la familia, los domingos Afonso solía llevar a Mascarenhas al
football
, pero no coincidían en las simpatías. El chico de Rio Maior era un
supporter
del Sport Lisboa, pero el de Vila Real prefería al Sporting Club. Ambos discutían frecuentemente la importante cuestión de determinar quiénes eran los mejores
players
. Afonso argüía que, sin los ocho atletas que había ido a buscar al Sport Lisboa, el Sporting Club no sería nada ni ganaría a nadie, pero Mascarenhas le replicaba defendiendo a Francisco Stromp, el crac del emblema del león que no había venido del
club
del águila, e insistía en que el Sporting era un
club
en serio, tenía campo e instalaciones adecuadas, mientras que el Sport Lisboa no era más que un hatajo de desharrapados.

El
football
y sus rivalidades llenaban así sus conversaciones, aparte de «las chicas», claro, pero Afonso tenía también otros intereses. Se pasaba tardes enteras encerrado en la biblioteca de la escuela. Apreciaba el olor dulzón a papel viejo que impregnaba el aire y disfrutaba del aspecto eminente de los armarios cargados de libros y apoyados en las paredes, cuya madera, de caoba tallada, hacía contraste con la tarima de cerezo claro barnizado. Había escaleras de caracol, en dos esquinas de la biblioteca, que permitían acceder a una barandilla de caoba que se extendía por todo el perímetro de la sala, a unos tres metros de altura, y donde había más libros, lugar por donde al cadete le gustaba deambular examinando los lomos en busca de ejemplares con títulos que le parecían pintorescos:
Instrucciones para el campeonato del caballo de guerra, Arquitectura sanitaria, Nomenclatura de máquinas de vapor
y
El combate de la infantería contra la caballería
. La mayor parte de las obras guardadas allí eran textos militares, pero Afonso descubrió ejemplares de
Les voyages extraordinaires
de Jules Verne, editados por la Collection Hetzel. Como leía bien francés, gracias al padre Fachetti, devoró el
Voyage au centre de la Terre
y
Michel Strogoff
. Después siguió con divertida atención los absurdos problemas balísticos propuestos en
De la Terre à la Lune
.

Verne lo hacía soñar, pero la biblioteca disponía de pocos libros de ficción y Afonso se vio forzado a llevar frecuentemente novelas a ese lugar, obras que leía absorto, con las páginas iluminadas por la luz natural que entraba difusamente por las dos grandes claraboyas abiertas en el techo. Fue allí donde conoció a Machado de Assis y lo angustió la duda de saber si Capitú había traicionado o no a Bentinho en
Don Casmurro
; fue allí donde devoró a Eça de Queiroz y se escandalizó con
El crimen del padre Amaro
, sobre todo porque imaginaba que los tormentos de la carne sólo lo atacaban a él y a unos pocos más en el seminario. Primero se negó a aceptarlo, aunque le habían advertido que aquél era un libro de pecado, de lujuria, de voluptuosidad, ¿dónde se ha visto que se describa a los sacerdotes de esa manera? ¿Cómo se atrevió el escritor a colocarlos en aquella situación? Qué falta de respeto, debería prohibirse.

No obstante, por la noche, meditando sobre lo que leía, pensaba que tal vez aquello no fuese un disparate. Se acordó de que san Agustín había abordado el problema de la sexualidad y fue a consultar sus
Confesiones
. En la mitad del texto, entre las asombrosas revelaciones de la promiscuidad sexual del santo cuando era joven, sobresalía la súplica de san Agustín a Dios, a quien le imploraba: «Señor, hazme casto, pero no todavía». ¿Pero no todavía? Poco a poco Afonso acabó concluyendo que, en resumidas cuentas, aquélla era una tentación universal: «Todos son del mismo barro». Esta corta frase de Eça, simple pero poderosa, se le quedó grabada en la mente. Sí, es evidente, todos son del mismo barro, si se observa bien es realmente así, qué afirmación tan reveladora y verdadera, si hasta san Agustín había cedido a la pecaminosa tentación, ¿qué decir de los otros, qué decir del padre Álvaro? Pues sí, el padre Álvaro. Al fin y al cabo, hasta el padre Álvaro, el buen padre Álvaro que lo había acogido y lo había ayudado en Braga, estaba hecho de aquel barro. Hasta el austero vicerrector, casto y castigador, justiciero y vengador, tenía sin duda sus pequeñas tentaciones, tal vez, quién sabe, si investigasen sus máculas, también merecería su cartita lacrada, la misma carta que, por mucho menos, echó a Afonso, pero que jamás se dirigiría a sí mismo por pecados quizá mucho peores. ¡Ah, los filisteos!

El comienzo de 1908 fue agitado. El día 28 de enero comenzó a correr en el dormitorio de la Escuela del Ejército la noticia de que estaba en marcha una sublevación para derribar la Monarquía. El Gobierno reprimió la rebelión, detuvo a los jefes de los revoltosos y consiguió del Rey la firma de un decreto que permitía enviar a cualquier sospechoso al destierro sin juicio previo. A Trindade se lo veía asustado, posiblemente su padre, republicano, no estaría seguro, y Afonso lo consoló y se abstuvo, por el momento, de utilizar el apodo de «Mocoso» para llamarlo. Pero los acontecimientos se precipitaron unos días después, el 1 de febrero. Los cadetes estaban en la clase de Teneduría de Libros cuando un oficial entró bruscamente en el aula, se paró junto al profesor y se dirigió a la clase:

—El Rey ha muerto —exclamó—. ¡Viva el Rey!

Se suspendieron las clases, se izaron las banderas azules y blancas de Portugal a media asta, había oficiales que parecían desorientados, corrían de un lado para el otro, con el semblante cargado con miedo, esperanza, furia, alegría, lágrimas, sonrisas, pesar. ¿Qué ha pasado? ¿Realmente ha muerto? ¿No estará herido? ¡El gordo ha fallecido al fin! ¿Quién gobierna? ¡Las pagarán! ¿Ha caído la Monarquía? ¡Republicanos, cabrones! ¿Habrá sido la Carbonaria? Las informaciones circulaban de boca en boca, contradictorias. La verdad se mezclaba con los rumores, imperaba la confusión, los dimes y diretes, la desorientación.

Incapaz de mantenerse más tiempo en aquella incertidumbre y excitado por la magnitud de los acontecimientos, Afonso salió con Gustavo Mascarenhas y cogieron dos tranvías hasta la Praça do Commércio, decían que el regicidio había sido allí y así era, en efecto, las tiendas estaban cerradas y la policía municipal custodiaba la plaza. Se acercaron a la zona del Kioske, donde se había producido el asesinato y aún se veían restos de sangre en el suelo. Los guardias que vigilaban el local, al principio remisos, después con cierto regodeo, les contaron todo a los cadetes. Habían matado al rey don Carlos a tiros cuando venía de Vila Vinosa en un coche abierto. También había muerto el príncipe heredero, don Luiz Filippe, al desenvainar la espada; el otro príncipe, don Manuel, estaba herido en un brazo; la reina doña Amélia seguía conmocionada, ella que había sido una heroína, una verdadera heroína: «Fíjense, pobrecita, intentó frenar las balas con un ramo de flores», detalle ese muy comentado; «Con un ramo de flores». Los dos asesinos acabaron muertos a golpes de espada por los policías municipales, bravos hombres que ahora custodiaban, con un celo y un aplomo que enorgullecerían a los difuntos, la desolada Praça do Commércio.

Vinieron tiempos agitados. Los lisboetas dejaron las calles insultantemente desiertas al paso del coche fúnebre con los restos mortales del Rey y llenaron el cementerio del Alto de São João durante el entierro de los regicidas. Ostentaban corbatas rojas para denigrar el luto de los monárquicos. Las revueltas populares estallaron con las elecciones de abril, los teatros se llenaron de versos antimonárquicos, los militares conspiraban a la sordina, se contaban las escopetas: «Éste es nuestro. Aquél es de ellos». Afonso aún no era de nadie, sólo era, al fin y al cabo, un cadete interesado en el
football
, un joven que antes había buscado dedicarse al dominio de la palabra del Señor y a los misterios del universo y de la vida, y que ahora se preocupaba sobre todo por el manejo de la Mauser Vergueiro y por el control de los secretos de la balística y de la muerte.

Julio trajo consigo el turno de exámenes. Afonso aprobó todo, menos Topografía, así que tuvo que volver para el segundo turno, en octubre. El primer turno terminó el 31 de julio y el joven sólo se quedó unos días más para conocer la feria de agosto, un acontecimiento que los cadetes de Lisboa comentaban con tanto entusiasmo anticipado que despertó una gran curiosidad entre los que venían de fuera de la ciudad.

Afonso fue a conocerla el mismo día de la inauguración y no quedó decepcionado. Instalada en plena Rotunda, la feria se reveló enseguida como un lugar de gran animación, había allí un circo de pulgas amaestradas, demostraciones de audiófono y de los cilindros Edison con música a pedido, teatros de títeres, juegos de pimpampum para derribar muñecas con pelotas de trapo, atracciones como el Metropolitan Scenic Railway y otras igualmente deslumbrantes. Los vendedores ambulantes pregonaban a los cuatro vientos sus productos. «¡Bailarinas! ¡Bailarinas! », anunciaban los que vendían sardinas; «¡Pencudos
[3]
! ¡Pencudos!», respondían los de los chicharros; «¡Fijaos qué
refilões
[4]
! ¡Fijaos qué
refilões
!», gritaban los vendedores de pimientos. Se veía también gente vendiendo bígaros cocidos, habas tostadas, altramuces, pan e, infaltables, las bebidas, como el zumo de culantrillo, la limonada y, sobre todo, el buen aguardiente. Eran varios los que llevaban una gran botella de vino tinto rodeada de vasos pequeños y gritaban: «¿Quién quiere a la viuda y a sus hijos?». No dejaba de ser sorprendente este espectáculo de juerga y fiesta en un país sumido en una profunda agitación política.

Afonso regresó finalmente a Rio Maior para disfrutar de los dos meses de vacaciones esperados con ansiedad. Deseaba alejarse del clima conspirativo de la Escuela del Ejército, de las protestas que llenaban las calles de Lisboa y sobre todo de Gustavo, que no paraba de mofarse de él porque el flamante Sporting Club había quedado en segundo lugar en el Campeonato, por delante del Sport Lisboa y sólo por detrás del inevitable Carcavellos Club. Por otro lado, echaba de menos a Carolina y alimentaba la esperanza de que, con las buenas notas que ahora llevaba a casa, tal vez no le importase a la madre de la muchacha autorizar la reanudación del noviazgo; al fin y al cabo, él ya era prácticamente oficial, sabía esgrima, usaba los Mausers con destreza y los caballos no tenían secretos para él.

Cuando entró en la Casa Pereira para saludar a doña Isilda e intentar ver a Carolina, lo aguardaba una tremenda decepción. Doña Isilda lo recibió con simpatía y lo felicitó por las notas obtenidas, pero, en el momento en que Afonso preguntó por Carolina, la respuesta lo dejó de piedra.

—Carolina está de novia.

—¿Cómo?

—Carolina está de novia, Afonso. Va a casarse en otoño.

El muchacho se quedó pasmado mirando a la viuda, pálido, intentando digerir aquellas palabras.

—Usted está bromeando, doña Isilda.

—De ninguna manera. Va a casarse con un ingeniero de la Real Compañía de los Ferrocarriles Portugueses, un mozo muy atractivo, de buena familia, gente distinguida de Santarém.

A Afonso la situación le resultó extraordinaria e inusitada, incluso humillante, y no supo qué decir. Se quedó lívido, desconcertado, indeciso en cuanto a lo que debería hacer. Agradeció y salió deprisa de la tienda, buscando con ansia el aire puro de la calle para despejar las ideas. Fuera comenzó a dudar de las palabras de doña Isilda: ¿estaría intentando engañarlo? Se quedó meditando sobre el asunto, repitiendo el diálogo en su cabeza, buscando inflexiones reveladoras en la voz de la viuda, no había duda de que ahí había gato encerrado. Esa noche no pegó ojo, preocupado por la situación, murmurando frases sueltas: «¿Y si fuese verdad? —Dio vueltas en la cama—: No puede ser —unas vueltas más—: Es un disparate, la vieja está tomándome el pelo». Las horas se prolongaron y se durmió sin darse cuenta. A la mañana siguiente, se instaló muy temprano cerca de la Casa Pereira, vigilando la tienda y el apartamento del primer piso donde vivía la propietaria y su hija. Cuando vio salir a Carolina de la casa, la interceptó y le pidió explicaciones.

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