La amante francesa (35 page)

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Authors: José Rodrigues dos Santos

Tags: #Bélica, Romántica

BOOK: La amante francesa
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Con una pistola semiautomática en la mano, el teniente Cardoso no tenía que preocuparse por recargar el arma. Estaba ocupado en vigilar el movimiento enemigo y ansioso por verse libre de la claustrofóbica máscara antigás. Miró atentamente alrededor y concluyó que la nube tóxica ya se había alejado. Arrancó parcialmente el respirador, inhaló una pequeña bocanada de aire, con miedo, no ocurrió nada, comprobó que, de hecho, el aire era respirable y, más confiado, se quitó toda la máscara. Los hombres lo imitaron, aliviados por verse libres del incómodo dispositivo de respiración, y sintieron cómo la brisa fresca chocaba con el sudor y les helaba la piel.

—Cuidado con la ametralladora a la derecha —alertó el teniente, advirtiendo inútilmente sobre la actividad del arma enemiga.

Daniel, mientras tanto, consiguió encender el reguero del cohete y éste saltó al aire con un movimiento brusco, como los cohetes de los días de feria en Palmeira, y acabó detonando arriba, sobre la línea, con un
pop
luminoso e inofensivo.

Acechando las líneas desde su puesto, el capitán Afonso Brandão ya se había dado cuenta de que, por la inusitada intensidad, aquél no era un bombardeo normal ni una represalia por las tres salvas de las cinco de la tarde. Pero cuando vio estallar el cohete en el cielo, enfrente, lanzando un resplandor rojo sobre el sector de Punn House, entendió que la infantería enemiga estaba avanzando. El cohete lanzaba un SOS.

La artillería alemana volvió a abrir fuego, barriendo la retaguardia portuguesa, y los cañones del CEP respondían con disparos que regaban las trincheras enemigas. Nuevos destellos rojos iluminaron los cielos a la derecha, algunos sobre Ferme du Bois: más SOS. Afonso corrió hasta el puesto de las señales con su ordenanza, Joaquim, detrás. Los dos llegaron al lugar, el capitán se agachó para entrar por la pequeña puerta y se encontró con el oficial de enlace de la artillería sentado en la jaula de las palomas mensajeras, los teléfonos encima de una caja.

—¿Ustedes están ciegos o qué? —gritó el capitán—. Los cañones están disparando al sitio equivocado.

El oficial de enlace, un teniente, lo miró sin comprender.

—Mi capitán… —dijo titubeante.

—Le estoy diciendo que hay que corregir el tiro de la artillería —dijo impaciente y nervioso—. Deme un teléfono.

—Aquí está, mi capitán —indicó el teniente, que cogió el auricular de uno de los aparatos que establecían enlace con los cañones.

Afonso cogió el teléfono y logró que le respondiesen del otro lado.

—Aquí el capitán Afonso Brandão, de la Infantería 8 —se identificó—. Hagan el favor de dejar las trincheras enemigas y bombardeen inmediatamente la Tierra de Nadie frente a las líneas en Punn House, Church y Chapelle Hill, que acaban de lanzar un SOS.

La artillería tenía las coordenadas previamente registradas y Afonso colgó sin titubeos, volviéndose hacia el telegrafista en busca de informaciones adicionales.

—¿Y?

—Las compañías de la línea han telegrafiado confirmando el avistamiento de tropas enemigas y anunciando la presencia de nubes de gas en las trincheras —indicó el telegrafista—. Y la brigada pide informaciones sobre lo que está ocurriendo.

—Telegrafíe a todos los puestos para que se coloquen las máscaras de gas y pongan a todos los hombres en las trincheras, y avise a la brigada de que los alemanes están atacando con infantería en Neuve Chapelle y Ferme du Bois —ordenó el capitán—. Dígale a la brigada que solicito que los batallones de apoyo se preparen para ayudarnos.

Afonso salió del puesto de señales y subió al parapeto para observar el frente de combate. Las granadas de obús y cañón de los Minenwerfer sobrevolaban las líneas portuguesas, estallaban en la retaguardia y en varios puntos de las trincheras, al mismo tiempo que las balas de metralla de las Maxim MG alemanas destrozaban los lugares donde abrían fuego los hombres del CEP. Se cernían espesas nubes en la Tierra de Nadie y se hacía evidente que los alemanes habían lanzado granadas de humo para ocultar el movimiento de la infantería. El capitán intentó desesperadamente interpretar la poca información de que disponía. ¿Cuál sería el objetivo del enemigo? ¿Hacer prisioneros? ¿Arrasar las líneas portuguesas? ¿Distraer para atraer reservas y atacar después en otro punto? ¿Cuáles eran los sectores de la línea que necesitaban refuerzos? ¿Qué hacer?

El teniente Cardoso ya no sabía qué hacer. Los soldados enemigos se deslizaban pegados al suelo, evitando avanzar directamente hacia Punn House, posición que estaba bien guarnecida por él y sus hombres, con lo que buscaba sobre todo un movimiento en pinza. Los portugueses disparaban, en consecuencia, hacia la Tierra de Nadie, pero ninguna bala parecía alcanzar a enemigo alguno.

—Tú, ahí —dijo el teniente, señalando a Daniel—. Echa abajo la puerta del polvorín y trae lo que encuentres.

Daniel fue al polvorín de reserva, colocado cerca de la línea del frente para emergencias como ésta, abrió la cerradura a tiros y arrastró la primera caja que encontró hasta donde estaban sus compañeros. El teniente Cardoso arrancó la parte superior de la caja e inspeccionó el contenido. Eran Mills Bombs, las granadas redondeadas de fabricación británicas, cuya forma recordaba la de piñas enanas.

—¡Bien! —se regocijó—. Ve ahora a ver si encuentras una «Luisa» y cajas de municiones.

La Lewis era una ametralladora creada por los estadounidenses y mucho más ligera que la tradicional Vickers, de fabricación británica. Pesaba doce kilos, aun así demasiado pesada para un uso portátil eficaz, pero perfecta para aquellas circunstancias. Daniel encontró una Lewis en el polvorín y la cogió con el brazo derecho, mientras que con el izquierdo sostenía dos cajas de municiones, en forma de disco, cada una con noventa y siete balas, y volvió al puesto de combate.

—¿Quién de vosotros se entiende bien con la «Luisa»? —quiso saber Cardoso.

—Yo me defiendo, mi teniente —se ofreció voluntariamente Matias,
el Grande
.

—Entonces hágase con la ametralladora; el camarada Daniel lo ayudará con las municiones —dijo el teniente.

Matias cogió la ametralladora, encajó un disco de municiones y apuntó el arma por el extremo del parapeto. Comprobó de inmediato que la posición le dificultaba el tiro y tomó una decisión.

—Mi teniente —llamó—. Necesito que lancen una ronda de «naranjitas» para que yo pueda saltar ahí arriba. —Las «naranjitas» eran las granadas Mills—. Y vayan a buscar más municiones.

Los hombres cogieron las Mills, pero, en ese mismo instante, como respondiendo a la solicitud de Matias, aunque fuese en realidad una respuesta a la petición hecha hacía unos minutos por el capitán Afonso, comenzaron a llover en la Tierra de Nadie granadas disparadas por las Howitzer portuguesas. Se extendió la confusión entre las fuerzas atacantes; Matias aprovechó para saltar por el parapeto hacia la Tierra de Nadie y apostarse tumbado detrás del alambre de espinos defensivo y de una pila de sacos de arena. Vio a alemanes que se metían en las fosas de enfrente, como para encontrar refugio que los protegiese de las esquirlas de las explosiones portuguesas, y de inmediato apretó el gatillo.

La Lewis se sacudió con violencia y vomitó dos ráfagas rápidas. Un alemán cayó herido, varias balas golpearon el suelo a continuación y también cayó otro soldado germánico. Los restantes repararon en el fuego de la ametralladora, infinitamente más peligrosa que las Lee-Enfield que los portugueses estaban disparando hasta ese momento desde aquel punto, y se echaron todos en el suelo. Ya no había alemanes corriendo, estaban ahora tumbados, la mayoría arrastrándose hacia las depresiones del terreno, en general fosas, todos en busca de refugio. Las granadas portuguesas, sin embargo, caían demasiado lejos, lo que por lo menos tenía la ventaja de aislar a la fuerza atacante e impedir el paso de refuerzos, pero el problema es que su efecto sobre la infantería alemana que se había acercado a las líneas portuguesas era así meramente psicológico.

Se oyó un pitido en la Tierra de Nadie y, en el acto, como respondiendo a una orden, se levantaron de las fosas varias nubes de soldados alemanes, todos a la carga sobre las líneas portuguesas. Matias,
el Grande
, apretó un buen rato el gatillo y la Lewis comenzó a saltar en sus manos, en un frenesí loco, los sucesivos impactos de la prolongada ráfaga de la ametralladora le impidieron apuntar adecuadamente. Detrás del parapeto, los compañeros soltaron momentáneamente las Lee-Enfield y comenzaron a arrojar Mills a la Tierra de Nadie. Varios alemanes cayeron por el fuego de la Lewis; dos más cuando estallaron las granadas; sin embargo, Matias se dio cuenta de que no conseguiría contenerlos a todos y se sintió presa de un acceso de pánico. Para hacer aún más graves las cosas, la caja de municiones se agotó inesperadamente y se encontró apretando un gatillo que ya no disparaba balas. En ese instante, las Maxim alemanas lo descubrieron y comenzaron a llover proyectiles junto al soldado portugués. Era demasiado. Sin volver a cargar la Lewis, Matias se tiró hacia atrás y cayó aparatosamente en el barro y en medio de los escombros de la línea del frente portugués.

La situación se deterioró cuando el grupo que defendía la línea en Punn House vio a soldados enemigos que avanzaban rápidamente por la derecha y saltaban hasta la línea del frente del CEP, a apenas unos quinientos metros de distancia, cerca de Tilleloy Sur, que estaba siendo defendida por la Infantería 29, también de Braga. Y lo peor es que la Lewis de Matias se había silenciado y los alemanes que estaban enfrente ya se habían dado cuenta de ello, acercándose ahora peligrosamente, a pesar del fuego furioso del puñado de Lee-Enfield manejadas en Punn House.

—Los cabrones han invadido nuestra línea —gritó el teniente, que anunció lo que ya habían visto todos con gran alarma—. ¡La gente del 29 está en apuros! —Miró con impaciencia hacia la retaguardia—. ¿Qué rayos pasa con las bacoreiras?

Las bacoreiras eran las ametralladoras pesadas Vickers.

—Mi teniente, es mejor cavar desde aquí —aconsejó el pequeño Vicente,
el Manitas
, rojo como un pimiento, mientras recargaba el fusil—. Esto se está poniendo bravo.

El teniente se dio cuenta de que, sin la ametralladora de Matias en la Tierra de Nadie barriendo las líneas enemigas y con las Vickers ocupadas con el flanco derecho, no conseguiría frenar la avalancha de alemanes que, en cuestión de uno o dos minutos, se les vendría encima. Además, aunque lograsen resistir al ataque frontal, lo cual era improbable, estaban en peligro de ser pillados de lado por los soldados enemigos que se encontraban en la línea portuguesa en Tilleloy Sur.

—Vamos a retroceder —decidió—. ¡Retrocedan, retrocedan!

El pelotón disparó una última salva hacia la Tierra de Nadie y abandonó deprisa el parapeto en dirección a la trinchera de comunicación; el teniente les enseñaba el camino. Matias ya había recargado la Lewis y fue el último en salir, con la ametralladora preventivamente apuntada por encima de los parapetos.

Los Minenwerfer empezaron a disparar, mientras tanto, sobre Punn House, tal vez alertadas por la infantería alemana hada aquel foco de resistencia portuguesa. Una sucesión de explosiones conmovió con violencia las trincheras en aquel sector, y el grupo dirigido por el teniente Cardoso se deslizó veloz por la línea. Los soldados encorvados e intentando protegerse la cabeza corrían.

Una granada alcanzó de lleno la trinchera de comunicación por donde iban los portugueses, y produjo un fragor tremendo que levantó una nube que envolvió al grupo. Cayeron todos en el suelo, y Matias, como venía más atrás cerrando la fila, fue el único que miró hacia el lugar de la explosión, justo enfrente. Oyó los gemidos de un hombre sin un brazo, era el teniente Cardoso, que, tumbado en el suelo, miraba sorprendido y aturdido el muñón ensangrentado que fuera su hombro y que se agitaba absurdamente en el aire. Pero lo que de verdad quedó grabado para siempre en la memoria de Matias fueron los dos segundos siguientes.

En el primer segundo se precipitó del cielo un cuerpo decapitado, como si fuese un fardo de mucho peso.
Pof
. Después, pasado otro segundo, cayó la cabeza, como una piedra.
Poc
. Matias se acercó, con el corazón acelerado, lleno de angustia, sin querer ver pero queriendo, miró la cabeza cortada y reconoció, con los ojos revirados hacia arriba y la lengua fuera en la mejilla rasgada a medias, el rostro de su amigo Daniel,
el Beato
, el compañero de infancia en las vendimias de Palmeira y padre del boche Zelito, el hombre delgaducho que hacía apenas dos horas le había dado noticias de la tierra y novedades sobre el perdiguero de Assunta, el camarada de armas que rezaba fervorosamente durante cada bombardeo y cuyas oraciones, en resumidas cuentas, de nada le sirvieron, a no ser tal vez librarlo de nuevas tribulaciones en la miseria de la guerra.

El puesto de señales se animaba al ritmo de una sinfonía de comunicaciones. Todos los teléfonos sonaban y los telégrafos emitían información en morse, en un «tut-tut-tutut-tut» continuo e incansable. El telegrafista leyó el último mensaje, se levantó del escritorio y salió deprisa del puesto, para reunirse con el capitán Afonso Brandão, que fumaba un nervioso cigarrillo junto a la puerta, con el ordenanza a su lado.

—Mi capitán —dijo.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Afonso, irritado, volviéndose hacia el telegrafista.

—Ha llegado hace un instante la comunicación de que el enemigo ya está circulando en la línea del frente.

—¿Qué? —exclamó el capitán, que veía que se confirmaban sus peores temores—. ¿Dónde?

—No está muy claro —repuso el telegrafista—. Pero el mensaje menciona Tilleloy.

—¿Qué? —se sorprendió Afonso, muy alarmado.

—Tilleloy, mi capitán.

—¿La carretera?

—No, mi capitán. Una trinchera.

—Ah —suspiró Afonso, aliviado—. ¿Norte o sur?

—Esa información no consta. Sólo dice Tilleloy.

—Informe inmediatamente a la brigada —indicó.

—Sí, mi capitán.

Si los alemanes estuviesen en la Rue Tilleloy, la importante carretera que se prolongaba desde Neuve Chapelle hasta Fauquissart siempre paralela a la primera línea, la situación sería gravísima. Siendo una trinchera, quería decir que la acción estaba circunscrita, en Neuve Chapelle, al sector entre Sunken Road y Min Street.

Afonso se sintió más tranquilo, pero exigía la ayuda de los cañones.

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