Pinto sacó del bolsillo un paquete de Mondegos y encendió un cigarrillo.
—Otra cosa que no entiendo es por qué los mandan en barco —dijo pensativo, y exhaló una voluta gris—. Con los submarinos alemanes a sus anchas, me parece un peligro innecesario, es un disparate más de este Gobierno de mierda.
—¡Vaya, hombre! ¿Y cómo querías que fuesen?
—En tren, claro.
—¿En tren? ¿Estás loco o qué?
—Pero ¿cuál es el problema?
—Hombre, que España no lo permite.
—¿No lo permite? ¿Y por qué?
—Por razones políticas, ¿por qué habría de ser?
—Pero ¿qué tiene que ver la política con esto?
—El problema es que España es un país neutral y no autoriza el movimiento de tropas beligerantes por su territorio. Además, no te olvides de que los españoles simpatizan con los alemanes.
—Oye, que no todo ha de ser exactamente así —replicó el teniente—. Me dijeron que el coronel Abreu va a ir a Francia en tren.
—Vestido de paisano, Zanahoria, vestido de paisano. Como turistas, sin el uniforme, podemos ir por España, no hay ningún problema. Pero no es posible enviar a todo el CEP de paisano en tren, como comprenderás. Por tanto, como ir nadando no es una opción, no tienen otra solución que irse en barco.
El teniente Pinto se quedó un momento callado.
—Si quieres que te lo diga, los españoles tienen razón —se desahogó finalmente.
—¿En qué? ¿En ser neutrales?
—Sí, en eso también. Pero me refiero a apoyar a los alemanes.
—No digas disparates.
—No es ningún disparate. ¿A cuenta de qué vamos a ayudar a los ingleses y a los franceses?
—Oye, Zanahoria, tenemos que respetar nuestra alianza con Inglaterra. Si ellos nos piden ayuda…
—No me vengas con eso. Los ingleses que tienen una alianza con nosotros son los mismos que nos dieron el ultimátum en 1890, los mismos que negociaron con los alemanes la entrega de nuestras colonias. Y en cuanto a los franceses, mejor no recordar las invasiones napoleónicas ni lo que ellos destruyeron aquí. ¿Vamos a ayudar a esos tipos? ¿Con qué fin?
—Por nuestro interés. Si no hacemos nada ahora, no estaremos más tarde en condiciones de defender nuestro imperio, cuando se vuelvan a diseñar los mapas. Y, además, reafirmando nuestra alianza con Inglaterra, estaremos seguros de que los españoles no se atreverán a machacarnos la cabeza.
—Y venga, otra vez con el mismo tema.
—Tienes razón —sonrió Afonso, que, bajando la cabeza, pensativo, en busca de otro tema menos tenso y conflictivo, recordó—: Oye, ¿has estado esta semana en el restaurante del hotel Fráncfort? ¡Ahí preparan un bacalao que está de rechupete!
La partida de la 1ª División estuvo acompañada por una intensificación de los preparativos de las unidades que pertenecían a la 2ª División. Los británicos hicieron llegar uniformes nuevos a Portugal, distribuidos por los contingentes integrados en el CEP. Se decía que hacía frío en Francia y se le entregó a cada soldado un capote de lana y dos mantas, además de dos mudas de cada prenda de ropa. En Braga, se equipó a todos los hombres de la Infantería 8, la mayoría con cascos de copa acanalada en la cabeza, de mala calidad, desechos del ejército británico. Afonso tuvo más suerte y consiguió un casco MK1, más resistente, y un magnífico dolmán abierto: privilegios de oficial.
Las órdenes de embarque llegaron un día nublado de abril. La mañana del sábado, día 21, los dos mil hombres de la Infantería 8 y de la Infantería 29 marcharon por las calles de Braga y formaron en la estación en medio de un ambiente muy conmovedor: aparecieron familias enteras para despedirse, las mujeres lloraban amargamente la partida de sus hijos, de sus maridos, de sus novios, de sus padres. Algunos civiles irrumpían entre las filas desordenadas de soldados para abrazar a uno o a otro, para dar un último consejo, para entregar una manzana, un pastel, un bollo, para compartir una lágrima más o dar un último beso.
A una orden de los oficiales, los hombres subieron a los vagones y el tren inició la marcha con un pitido largo y triste, gorras que decían adiós por las ventanillas, besos lanzados al aire, la locomotora a carbón ganó velocidad y desapareció lentamente en la curva, del tren sólo se veía ahora el humo negro que se alzaba por encima del caserío, dejando a la multitud desalentada con la partida de sus muchachos para la guerra.
Aquél era un tren especial, por lo que no hacía paradas. Afonso no se despidió de nadie, se limitó a enviar una carta a Carrachana con la noticia de su partida. El capitán se pasó el viaje viendo cómo Portugal desfilaba por la ventanilla, rezando en silencio, interrogándose si volvería y en qué estado. Leyó muchas veces la edición de esa mañana del
Commércio do Minho
, que, en la primera página, calificó de «jornada solemne» aquel día. «Cuántas lágrimas se derramarán hoy; cuántos recuerdos nostálgicos amargando las almas —escribió el periódico en un largo artículo repleto de angustias, de exhortaciones y que terminaba con una fervorosa plegaria—: Dios os acompañe en la lucha y guíe vuestros pasos al triunfo, a la victoria». A Afonso el texto le pareció cursilón, pero en el fondo le gustó, lo sintió sincero. Cuando acabó de leer el periódico, se dedicó a las «Instrucciones para el embarque», un documento emitido en la víspera por la 2ª Repartición del CEP, destinado a regular procedimientos que impidiesen la repetición del caos de los primeros embarques. El ambiente en el tren resultaba moderadamente alegre, los soldados eran muchachos jóvenes y muchos se mostraban excitados con el viaje, vivían intensamente la gran aventura: «Vamos a ligar con unas francesas». Todo era novedad, la mayoría abandonaba por primera vez el Miño y sentía que iba a conquistar el mundo. A la vista de Lisboa, el tren redujo la velocidad y entró lentamente en la estación. Los soldados se apearon y fueron alojados en un cuartel, donde pernoctaron.
A la mañana siguiente se dirigieron al puerto. En el muelle, Afonso comprobó que su compañía se alineaba en el lugar que le fue designado; todos se quedaron aguardando las instrucciones de los delegados del cuartel general. Había miles de hombres y centenares de caballos en el puerto, y quedó claro que el embarque se retrasaría. Aprovechando el compás de espera, Afonso fue a una tabaquería, compró un ejemplar de
O Século
de ese memorable día 22 de abril y regresó al muelle. Los hombres se encontraban sentados en el suelo, conversando o admirando los barcos británicos que los llevarían a Francia.
El capitán se sentó sobre unas cajas, Pinto apoyó su cabeza sobre el hombro de Afonso, y ambos se quedaron así, leyendo el periódico. La gran cabecera del día era la noticia: «Los ingleses derrotan a los turcos». Sin embargo, pasearon los ojos por las primeras líneas y entendieron que todo aquello ocurría en la distante Mesopotamia, que no les interesaba. Su atención recorrió la segunda columna hasta fijarse en un pequeño título: «Los prisioneros de guerra»; eso era algo que les importaba o podía importarles. La noticia contaba la historia de tres soldados británicos que habían huido de un campo alemán de prisioneros y, una vez en las líneas aliadas, «citan cosas extraordinarias de los sufrimientos y del trato brutal al que son sometidos los prisioneros». Según la noticia, los tres parecían esqueletos vivientes y revelaron que la vida en los campos estaba dominada por el hambre, el frío y las enfermedades.
—Fíjate —exclamó el Zanahoria—: ya he comprendido que, si me rindo, tengo que llevar unos chorizos en el bolsillo.
Otro título despertó igualmente su atención: «Portugueses en la guerra». Leyeron y comprobaron que era el anuncio de que la
Ilustração Portuguesa
del día siguiente incluiría «flagrantes aspectos de nuestras tropas que fueron a combatir contra los alemanes».
—¿Has visto? —preguntó Afonso—. Cualquier día también aparecemos nosotros en la
Ilustração Portuguesa
.
Al cabo de algunas horas de espera, dedicadas esencialmente a cargar los navios con abastecimientos y caballos, los delegados del cuartel general dieron la orden de embarque. Como responsable de una compañía, Afonso subió al
Bellerophon
, el barco destinado a su regimiento, y se quedó junto a la plancha esperando a los hombres. La Infantería 8 se alineó en grupos de doce soldados, cada grupo dirigido por un cabo, y los hombres marcharon de lado, en parejas, y desfilaron hacia la cubierta del barco, donde los distribuyeron en los alojamientos según las instrucciones de los comandantes del pelotón. El embarque se hizo en silencio, de acuerdo con las órdenes emitidas, lo que otorgó una severa solemnidad al momento. Terminado el embarque de la Infantería 8, los oficiales entregaron a los delegados la relación nominal de todos los hombres embarcados en el
Bellerophon
. Eran en total 29 oficiales, 45 sargentos y 1075 soldados del 8, además de 50 soldados del 10, el regimiento de Braganza.
Algunos hombres del 8 habían sido asignados al
Inventor
. Desde la cubierta, Afonso observó los restantes navios, el
City of Benares
y el
Bohemian
, donde se encontraban los miembros del 29, el otro regimiento de Braga, y pensó que tendría que habituarse a la idea de que aquellas unidades dejarían de ser regimientos y se convertirían en batallones: era un paso necesario para homogeneizar las fuerzas portuguesas y británicas.
Se desmontaron las planchas y, poco tiempo después, los remolcadores comenzaron a arrastrar los barcos lejos del muelle, los llevaron hacia las aguas profundas, hacia abismos lejanos, hacia tinieblas desconocidas, y los hombres se quedaron en silencio observando cómo se alejaba la tierra, despacio, despacio… Sólo volverían a ver la costa cuando avistasen Brest.
Flandes
E
l enorme Daimler negro, con las banderas con el águila imperial que flameaban junto a los faros delanteros llenos de barro, cruzó la Rue de la Chausée, entró en la Grande Place por el sur, dio lentamente la vuelta a la plaza y se detuvo frente al Hôtel de Ville, el edificio de la Mairie. Los batidores estaban distribuidos para vigilar los accesos a la plaza: eran ocho las calles que convergían allí. Un oficial con la cruz de hierro al cuello y uniforme
feldgrau
dirigió un saludo hacia la ventanilla de la limusina, dio un paso adelante y abrió con deferencia la puerta izquierda trasera. El general salió del coche, su bota impecablemente lustrada se sumergió en un charco de agua barrosa. «
Scheisse
!», imprecó, buscó una parte más seca del suelo, sintió el viento cortante punzándole el rostro y se acomodó el grueso abrigo con un gesto rápido, para proteger su cuello del frío.
—
Was für ein schreckliches Wetter
! —vociferó entre dientes, con su voz ronca y baja, rezongando contra el tiempo y el frío.
Alzó los ojos hacia el cielo gris, buscando inexistentes rayos de sol, pero su atención fue atraída por la soberbia fachada que se levantaba enfrente. El general se detuvo frente a los enormes portones abiertos, y admiró la arquitectura del edificio del Consistorio Municipal e ignoró a los soldados que se cuadraban y la extraña estatua de hierro que protegía la entrada.
—
Was ist das für ein Kunststil
? —preguntó al ayudante de campo, sin apartar los ojos de la fachada. Quería saber cuál era el estilo arquitectónico de la Mairie.
—
Gotik, Herr Kommandant
.
El ayuntamiento de Mons estaba situado en la plaza principal de la ciudad, capital de Hainant, provincia belga ocupada. Era un antiguo fuerte del siglo XV, construido en estilo gótico, imponente, la fachada pintada de rosa y decorada con sumo detalle por los arquitectos y pedreros medievales. La estatua de hierro colocada junto a la gran puerta era la popular Grande Garde, el mono de la Guardia, una escultura de la Edad Media, de origen desconocido, que mostraba a un mono en cuclillas, con la mano izquierda rascándose la cara. Al lado de la original estatua había una tablilla con
Eintritt Verboten
escrito en gruesas letras góticas, una prohibición de ingreso, obviamente destinada a los civiles belgas. En lo alto del edificio, en la zona central, se alzaba, como una corona imponente, una torre casi cilindrica, en cuya base un reloj marcaba las 8:09.
Era la mañana, en Mons, del 11 de noviembre de 1917, según indicaba el calendario. Después de apreciar la fachada del Hotel de Ville, el general recién llegado dejó atrás los portones, atravesó el túnel y llegó al jardín interior, llamado
Le jardin du Mayeur
. Lo cruzó, entró por una puerta ancha, subió al salón noble de la sede del municipio, el ayudante de campo tras él, y saludó apresuradamente al grupo que lo esperaba.
—
Guten Morgen
—saludó el general Erich Ludendorff, cuartel maestre general de las fuerzas armadas alemanas, el cerebro por detrás de las operaciones militares de Alemania, el tercer hombre en la jerarquía militar del país, después del comandante en jefe, el káiser, y del mariscal Paul von Hindenburg, pero en realidad el verdadero comandante de todos los ejércitos alemanes, la gran eminencia gris del país.
En el salón trajinaban unos hombres uniformados, atareados en medio del bullicio de la actividad, frente a un mapa gigantesco, desplegado sobre la mesa, en el centro, del sector del frente occidental. Cuando entró el general, se impuso instantáneamente el silencio, los hombres se cuadraron e hicieron la venia.
—
Guten Morgen, Herr General
—exclamaron todas las voces, más o menos al unísono; el sonido reverberaba en el salón.
Los miembros subalternos de los diversos estados mayores abandonaron rápidamente el local, en medio de una agitación de papeles revueltos y botas que retumbaban en la tarima impecablemente encerada. Los sonidos se fueron alejando y la tranquilidad se instaló poco a poco hasta que el silencio se abatió del todo en el ambiente de la sala. Ludendorff apoyó la cartera que llevaba en la mano, se quitó de la cabeza el característico
pickelhaube
, el imponente casco negro con una flecha gótica apuntada hacia arriba, se sentó en el sillón que le estaba reservado, en posición dominante junto a la mesa, se limpió el monóculo con meticulosa atención, lo ajustó al ojo y, callado y escrutador, miró a los tres altos oficiales que tenía enfrente. Estaba reunido el
Oberst Heeresleitung
, el Comando Supremo Alemán, en un consejo de guerra que se revelaría decisivo.