—¿Alguna sugerencia? —preguntó Ludendorff a la mesa.
Todos se miraron. Cada uno aportó sus ideas, algunas suscitaron acuerdo, otras no. Después de un rápido debate, el cuartel maestre general zanjó la cuestión.
—
Bitte schreiben Sie es auf
—ordenó Ludendorff a Wetzell, dándole instrucciones para tomar nota de las ideas coincidentes—. El ataque en Somme será la Operación Michael; la ofensiva en Lys será la Operación Saint George; la de Arras será la Operación Marte; la de Champagne será la Blücher; las dos de Verdún serán la Castor y la Pólux. Estas operaciones están destinadas a poner fin a la guerra y a dar la victoria a Alemania, y se encuentran subordinadas al nombre de código general de
Kaiserschlacht
.
El consejo de guerra terminó y la
Kaiserschlacht
, la batalla del Káiser, se puso en marcha.
L
a noche cayó fría y húmeda sobre Armentières, pero ya todos estaban acostumbrados a que así fuese. El invierno estaba a la puerta y los árboles se preparaban para enfrentar los rigores del frío. Los grandes plátanos y los delicados chopos se encontraban casi totalmente desnudos, si bien es cierto que en algunos árboles quedaban aún hojas amarillentas o rojizas adornando las ramas o extendiéndose como alfombra a la sombra de las copas, espectros fantasmagóricos en el paisaje verde, llano y bucólico de Flandes. Colgados en las ramas o revoloteando de árbol en árbol, los mirlos silbaban por un lado, los gorriones piaban por otro, alegres y despreocupados, en una animada sinfonía de despedida del otoño.
El ronquido distante de un motor que se acercaba se entrometió en aquella armoniosa melodía de la naturaleza. Un Hudson negro cruzó el gran portón de piedra y entró en los dominios del Château Redier, por un sendero empedrado que cortaba por el medio el vasto jardín, con sus setos cuidadosamente cortados y dispuestos en laberinto entre álamos blancos, cipreses delgados y tilos de gran porte: el palacete claro se elevaba al fondo, justo detrás de una rotonda estrecha con un jardín formado en círculo en el medio, vistoso con sus coloridos tulipanes, vigorosos jacintos e hibiscos de un púrpura pertinaz. Un ángel de piedra adornaba el centro de aquel pequeño jardín oval, y un surtidor de agua brotaba del pífano que la estatua gris tenía en la boca.
—Estaciona junto a la escalinata —indicó Afonso a su ordenanza.
—Sí, mi capitán.
El oficial tenía los ojos fijos en el espectáculo de verde serenidad que armoniosamente se perfilaba alrededor, se sentía casi chocado por el contraste con el mar de barro al que se había habituado desde su llegada a Flandes. El Hudson rodeó la rotonda y se detuvo al borde de los peldaños de mármol envejecido del
château
. Afonso bajó del coche y examinó la fachada del edificio, las enredaderas que cubrían la piedra corroída, el cardenillo que se entrañaba en la base del palacete, las enormes ventanas que sobresalían de aquella maraña de plantas y de paredes grises, un elegante porche sobre la puerta de entrada, guarnecida por dos columnas de fino mármol, con su color beis pulido rasgado por múltiples vetas encarnadas.
Joaquim estaba sacando la maleta del portaequipaje cuando se abrió la puerta principal. Un hombre pequeño, con un bigote canoso y un monóculo en el ojo derecho sujeto al bolsillo con una cadena dorada, bajó la escalinata al encuentro de los recién llegados.
—
Bon soir
—saludó, y se presentó—.
Je suis le baron Redier
.
—
Bon soir, monsieur le baron. Je suis le capitaine
Afonso Brandão. Vengo de parte del
maire
.
—Lo sé, lo sé —exclamó el barón, extendiendo la mano—.
Bienvenu
.
—
Merci
—agradeció Afonso, mirando de reojo hacia atrás—. Joaquim, trae la maleta.
—¿Necesita ayuda? —preguntó el barón—. Voy a llamar a los criados.
—No hace falta —se apresuró a responder el capitán—. Es sólo una maleta.
Los dos traspusieron la puerta de entrada, dando paso el anfitrión al invitado, se abrió el
foyer
de par en par, una escalinata amplia daba acceso al piso superior, dos puertas, una a la derecha y otra a la izquierda, dejaban ver pasillos y salas. El suelo brillaba, reluciente gracias a un impecable barnizado, parecía un lago cristalino que reflejara, como un espejo, las figuras que lo pisaban y todo lo demás, hasta los enormes retratos que colgaban de las paredes, las arañas que pendían del techo, los amplios cortinajes que ornaban las ventanas.
—¡Marcel! —llamó el barón, volviéndose hacia el pasillo de la izquierda.
Asomó solícito un hombre calvo con chaleco oscuro en el
foyer
.
—
Oui, m'sieur le barón
?
—Acompaña al ordenanza a la habitación de nuestro invitado para que deje allí la maleta.
Marcel ayudó a Afonso a quitarse el abrigo, lo colgó en un armario del
foyer
y luego guio a Joaquim por la escalinata, con la maleta en la mano, hasta que ambos desaparecieron en el piso superior.
—¿Tiene hambre? —preguntó el barón, avanzando hacia la sala, a la derecha.
—He cenado en un
estaminet
, gracias —respondió el invitado.
—Pero no se negará a beber un licor…
—
Allons y
!
El salón estaba templado, agradable, las maderas oscuras iluminadas por las velas encendidas en las paredes y en las mesas, proyectando luces amarillentas y sombras trémulas sobre los sofás, los muebles y la tarima cubierta de alfombras. En la pared junto al sofá ardía leña en una chimenea intensa, entre chispas y crepitaciones, algunos trozos de madera amontonados en un cesto de mimbre esperaban que alguien los usase para alimentar aquel fuego acogedor. El barón se dirigió al bar y cogió dos copas.
—
Cognac
? ¿Oporto?
—¿Tiene
whisky
?
El barón se rio.
—
Whisky
? No me imagino a un portugués bebiendo
whisky
…
—La culpa es de los oficiales del regimiento escocés —sonrió Afonso—. Los
jocks
me presentaron el
whisky
y ahora no quiero otra cosa.
—Pero mire que los ingleses hacen siempre los brindis con oporto —puso de relieve el barón—. Sólo se inclinan por el
whisky
cuando ya no hay más oporto.
—Lo sé, lo sé, pero ¿qué quiere? El
whisky
me estimula más.
El anfitrión se inclinó, cogió una botella y la apoyó en la barra del bar. El líquido dorado danzaba y brillaba dentro del recipiente delgado, cuya etiqueta rezaba «The Balvenie».
—Tengo este
blended scotch
que seguramente le gustará —anunció—. Me lo regaló un coronel del regimiento de Yorkshire. —Alzó la cabeza y miró en dirección a la chimenea—.
Agnès, qu'est-ce que tu prends
?
Afonso miró en la misma dirección, sorprendido. De una mecedora a la sombra, junto a la chimenea, salió una bocanada suave de humo gris azulado que rápidamente se disipó en el aire. El oficial portugués notó por primera vez la presencia femenina en el salón.
—
Du champagne
—murmuró una voz dulce, impregnada de una entonación tierna de la que sólo son capaces las mujeres francesas.
El capitán intentó distinguir el rostro de la mujer, pero la sombra allí era densa y sólo identificó el perfil de la mecedora y de la cabeza femenina, unas piernas largas que asomaban en la penumbra, medio escondidas entre un vestido rojo con volantes blancos, desconcertante y sensual.
—
M'dame
—saludó, bajando levemente la cabeza y mirando sin verla.
—
Asseiez-vous, s'il vous plait
—dijo la mujer, señalando con la mano un sofá junto a la chimenea, con un cigarrillo entre los dedos.
Afonso cogió el vaso con
scotch
y el otro con
champagne
, que entre tanto había preparado el barón, y se acercó a la mecedora. La silla giró y la mujer se incorporó con delicadeza; avanzó un paso para recibir el
champagne
. El capitán absorbió primero y estimuló en sus sentidos la fragancia de L'heure bleue que emanaba de aquel cuerpo escultural, la armoniosa mezcla de rosas, lirios, vainilla y almizcle del sofisticado perfume de Guerlain. Después, la oscilante luz amarillenta de la chimenea iluminó el misterioso rostro, descubriendo sus rasgos finos y distinguidos, sus cabellos castaños, largos, y los rizos con mechones rubios, la nariz pequeña y delicada, los ojos de un verde profundo y luminoso, el aspecto dulce y vulnerable, una sonrisa enigmática en sus labios gruesos y bien delineados. Traslucía un tono sereno, algo inaccesible, en aquel rostro bello, sublime incluso, de francesa
coquette
. Afonso recibió el impacto, sintió una falta súbita de aire, ¡oh, qué encanto!, se quedó perturbado por el brillo que ella irradiaba, la belleza de esa mujer era deslumbrante, inalcanzable, tanto que se hacía difícil mirarla de frente e imposible dejar de mirarla. El capitán se sintió paralizado por la sorpresa, no esperaba ver allí una flor semejante. Una mujer joven, tal vez de unos veinticinco años, poco más joven que él mismo, una joya rara tan cerca del sector del frente. ¿Sería hija del barón?
—
Ma femme
—la presentó el barón, acercándose con su
cognac
—. Agnès.
—
Enchanté, madame la baronne
—saludó el oficial, esforzándose lo más posible por ocultar la perturbación que le causaba la mujer y la fuerte decepción al enterarse de que estaba casada con su anfitrión. Le besó la mano y se presentó—:
Je suis le capitaine
Afonso Brandão, a sus órdenes.
—Alphonse? —sonrió la francesa.
—Si lo desea…
La sonrisa se deshizo en el rostro de Agnès en el momento en que por primera vez lo vio de cerca. La francesa lo miró intensamente, por momentos pareció reconocerlo, vaciló, lo examinó de arriba abajo, observó su aspecto soñador, dulce, los ojos grandes y penetrantes, la tez pálida, la nariz recta, el bigote bien diseñado, el pelo castaño oscuro corto y bien peinado, el porte altivo y tranquilo. Suspiró.
—Usted me recuerda a alguien que conocí una vez —dijo con lentitud, algo seria, tal vez solemne, con una inesperada palidez que le desdibujaba el semblante, era evidente que una enigmática perturbación ensombrecía su mirada. Pero deprisa el rostro marmóreo se volvió a iluminar con una sonrisa, primero forzada y tensa, después gradualmente genuina y fácil, con un candor que llegó a ser apabullante—. ¿De dónde viene usted, Alphonse?
—De Merville.
—No. —Agnès se rio, esforzándose por mostrarse más alegre, parecía que se había transformado en unos pocos segundos—. ¿Cuál es su país?
—Soy portugués,
m'dame
.
—
On dit que les portugais sont toujours gais
—exclamó, citando un dicho francés según el cual los portugueses son siempre divertidos.
—
Pas toujours, m'dame
—negó Afonso.
Agnès hizo una mueca tristona con la boca, como si estuviese decepcionada.
—¿Usted no es divertido?
—Lo soy —exclamó, corrigiendo su primera respuesta y deseando complacerla—. Pero si viese a mis generales…
La baronesa volvió a sentarse en la mecedora y los dos hombres se acomodaron en el sofá, un refinado canapé de haya tapizado en
gros
y
petit point
. Afonso no pudo evitar pensar que había una sensible diferencia de edad en la pareja anfitriona: él rozaba los sesenta; ella, unos treinta años más joven, tendría alrededor de veinticinco. Era hermosa como una princesa, pero vivía encerrada en aquel palacete, una prisionera encarcelada en una tierra de miseria y desolación, rodeada de ruinas y destrozos, en un mundo de hombres y rencores, con la guerra cerca y el enemigo a las puertas. Extrañamente no se marchitaba, esa vulnerabilidad la hacía aún más atrayente, más deseable, más frágil, era como una flor porfiadamente expuesta a una tormenta, delicada pero obstinada, y esa impactante porfía despertaba en el oficial un inexplicable e irresistible afán de protección.
—Quiero agradecer que me hayan recibido —dijo Afonso, aclarando la voz y mirando esos perturbadores ojos verdes, envolviéndose así, casi sin darse cuenta, en un sutil juego de seducción.
—Oh, es un placer —repuso Agnès, devolviéndole la mirada y aceptando el juego—. Jacques y yo estamos convencidos de que debemos cooperar con el esfuerzo de la guerra.
—No puedo negarme a una petición del presidente del ayuntamiento —comentó el barón—. Pero a veces me da la impresión de que
monsieur le maire
cree que mi
château
es un hotel, y eso me fastidia.
—
C'est la guerre, Jacques
—exclamó la francesa con una expresión reprobadora de las palabras de su marido.
Afonso se dio cuenta de que, aunque intentaba ocultarlo, el barón no se sentía del todo complacido con su presencia. El alojamiento de militares en el castillo le llegaba impuesto por el alcalde del consistorio de Armentières, encargado de instalar a los oficiales de los ejércitos expedicionarios aliados que combatían en Francia. En aquel sector se concentraban la 1ª y la 2ª Divisiones del Cuerpo Expedicionario Portugués, el CEP, flanqueado, a la izquierda, por la 38ª División del XI Cuerpo, y, a la derecha, por la 25ª División del I Cuerpo, ambas pertenecientes al I Ejército de la British Expeditionary Force, la BEF, fuerza expedicionaria británica. Los soldados que no ocupaban el frente se instalaban en fincas rústicas de la región, a veinte céntimos por noche con cama y cinco céntimos cuando no había cama. Por cada caballo se pagaban cinco céntimos por establo cerrado, y los propietarios franceses se reservaban el derecho a quedarse con el estiércol para usarlo como abono. Las autoridades civiles francesas se mostraban, sin embargo, empeñadas en evitar, en la medida de lo posible, que los oficiales ocupasen los corrales y las caballerizas donde dormían los soldados y los solípedos. Un oficial pagaba un franco por noche y se sentía naturalmente con derecho a instalaciones más dignas que las plazas y los animales. Pero, con las pensiones atestadas, las casas particulares ya requeridas y los hoteles que cobraban tarifas inaccesibles, a veces sólo quedaban como alternativa los palacetes de la región.
—¿Cómo va la guerra, capitán Alphonse? —quiso saber la baronesa—. ¿Es como dicen los periódicos?