—No, no lo veo.
—Afonso, métete esto bien en la cabeza —dijo, con el dedo en ristre y el bigote pelirrojo temblando—: el Gobierno está preocupado por la oposición a su política desastrosa y espera hacer de la guerra una causa común, quiere crear una unión sagrada que acalle las disidencias y consolide el régimen. Todo a costa de nuestra sangre. Todo para que aquella cáfila de aprovechados mantenga sus privilegios.
—Estás loco.
—No tengas ninguna duda de que es tal como te lo digo. Mientras todos estamos apoyando a los soldaditos que van a la guerra, pobres, nadie se opone al Gobierno. Los republicanos están intentando hacer de su causa una causa nacional, una
unión sacrée
como los franceses, y con eso pretenden mantenerse en el poder, el verdadero objetivo de todo este ejercicio.
—¡Qué exageración!
—Puedes creerme, pues es verdad. Esto no tiene nada que ver con el tal concierto de las naciones.
—Claro que sí, claro que tiene que ver, ¿o no sabes que Alemania quiere apoderarse de nuestro imperio? Además, no te olvides de España.
—¿España? —Pinto se rio—. No me vas a decir ahora que queremos entrar en la guerra por culpa de los españoles.
—Ríete, ríete. Pero no te olvides de que los ingleses están fastidiados por el derrocamiento de la Monarquía y han comenzado a hacerles guiños a los españoles. ¿No has leído en el periódico que los tipos han dicho que la alianza militar no implica la defensa de nuestras fronteras terrestres, sólo la defensa de la costa y de las colonias? ¿Qué crees que quiere decir esto, eh? Los gringos están tramando algo. Y no te olvides tampoco de que ya están en España hablando de la necesidad de anexar Portugal y de aplastar al bichito de la República antes de que llegue allí. Además, recuerda que fue de allí de donde partieron las incursiones militares de Paiva Couceiro en los últimos años. Junta a los ingleses y a los españoles… y estamos perdidos, ¿o qué piensas?
—Todo son patrañas, molinos de viento, espantajos para asustar al personal. Pero, no te preocupes, esa tramoya de que vayamos a la guerra no va a pasar de puro blablablá.
—Eso yo no lo sé.
—Pero lo sé yo. Sólo vamos a la guerra si Inglaterra nos lo pide. E Inglaterra, que no es tonta y nos conoce al dedillo, nunca lo pedirá. Por ello nos quedaremos aquí, en Tancos, jugando a la guerra.
—Mira que hace dos años, cuando la guerra comenzó, nos pidieron que entrásemos.
—Eso ya pasó. No fuimos y ahora ya no iremos. Los gringos ya nos han pillado, ¿para qué quieren ellos un bando de desharrapados combatiendo en Francia? Les daríamos más trabajo que una división de boches.
Afonso fijó la vista en la fila de hombres que tenía enfrente, esperando el turno para entrar en las letrinas, y decidió poner fin a la discusión.
—Oye, ¿vamos o no vamos a evacuar?
En el comedor de Tancos, transformado en un verdadero caldero de intrigas y conspiraciones, se discutían acaloradamente los pros y los contras de los preparativos para la guerra, los oficiales argumentaban sobre los méritos y deméritos de una eventual implicación de Portugal en el conflicto, una implicación en la que pocos, en realidad, creían. Pero los acontecimientos se precipitaron en 1916.
Gran Bretaña necesitaba reforzar su flota de barcos para compensar las pérdidas que la campaña llevada a cabo por los submarinos alemanes estaba infligiendo en el contingente de la marina mercante. A principios de año, los aliados descubrieron que treinta y seis barcos alemanes se habían refugiado en puertos portugueses y, después de un intercambio de mensajes, Londres invocó la alianza militar y le pidió a Lisboa que se incautase de los barcos, que fueron tomados por asalto el 23 de febrero. Alemania declaró la guerra a Portugal el 9 de marzo.
El clima conspirativo se difundió por todas partes. Sólo el Partido Democrático, en el poder, y el Partido Evolucionista apoyaban la entrada de Portugal en la guerra. El resto estaba representado por la oposición. Los unionistas, los monárquicos, los católicos, los socialistas, los sindicalistas, los republicanos moderados, los republicanos conservadores, la mayor parte del Ejército, todos se mostraban antiintervencionistas. Se conspiraba en los pasillos del Parlamento y en los cuarteles, en los cafés y en las tabernas.
Aún en Tancos, y en pleno ambiente de sorda contestación, el capitán Cabral volvió a acercarse a Afonso para expresar su descontento con el estado de las cosas. Repitió los argumentos de costumbre sobre el despropósito de la intervención portuguesa y la irresponsabilidad criminal del Gobierno, y el teniente, sin querer entrar en discusiones que le parecían estériles, dijo a todo que sí: «Pues claro, es una vergüenza, ¿qué se puede hacer?… Esto no tiene remedio». Alentado por la aparente receptividad de Afonso, y sin la suficiente perspicacia como para darse cuenta de que se trataba de una mera cortesía destinada a evitar un enfrentamiento verbal con un superior jerárquico, el capitán dejó caer el verdadero propósito de la conversación.
—Teniente, dígame con toda sinceridad —lanzó, como quien no quiere la cosa, al mismo tiempo que lo sondeaba intensamente con la mirada—: ¿usted estaría dispuesto a adoptar una medida?
—¿Una medida, mi capitán? Pero ¿qué medida puedo adoptar yo?
—Una medida, hombre, algo en serio. Qué sé yo, ayudar a imponer la voz de la razón.
Afonso pensó en lo que aquellas palabras no decían, pero sinuosamente insinuaban.
—¿Quiere usted decir… tomar las armas, mi capitán?
—Huy, muchacho, ésa es una manera muy dura de plantear las cosas —soltó Cabral con una carcajada nerviosa y los ojos escrutadores, en busca de señales de complicidad. Su rostro recuperó después la seriedad y la voz se mantuvo serena, aunque un poco excitada—. Tenemos que pensar en lo que vamos a hacer. Pero es verdad que somos militares y tenemos una responsabilidad para con la patria. Si esa responsabilidad no obliga a tomar las armas…
El capitán Cabral dejó la frase flotando sibilinamente en el aire, aguardando con expectativa la reacción del teniente. Afonso se miró las uñas, como si estuviese preocupado por lo sucias que estaban, y le llevó un buen rato retomar la palabra.
—¿A las órdenes de quién, mi capitán?
Cabral sonrió.
—Digamos que hay una importante figura de la República que quiere acabar con la confusión, poner las cosas en orden y salvar al país de una catástrofe…
Afonso endureció el rostro.
—Mi capitán, yo he hecho un juramento de bandera y pretendo respetarlo. Actuar…
—Yo también, Afonso, yo también respeto la bandera.
—Déjeme terminar.
—Dígame.
—Yo respeto mi juramento de bandera. Eso significa que cumplo las órdenes que me da legítimamente mi jerarquía. Actuar para violar la ley es algo que no me permitiré hacer.
—Pero le aseguro, Afonso, que nosotros también…
—Mi capitán —cortó Afonso—, no participaré en ningún acto ilegal o sedicioso y le aconsejo que no me dé más informaciones sobre lo que pretenden hacer usted y la importante figura de la República que ha mencionado, porque si no me veré en la obligación de transmitir esta conversación a mis superiores.
El capitán Cabral suspiró, irritado.
—Muy bien, Afonso, haga lo que le parezca. Si quiere colaborar con esta política irresponsable y desastrosa para la patria, colabore. Pero no se haga el moralista y el fiel defensor de la legalidad: la historia dirá quiénes son los verdaderos traidores.
Afonso decidió evitar los grupos, la conversación era siempre la misma y lo hastiaba. Además, no quería que lo pusiesen siempre ante el dilema de tener que elegir entre pasar la vida disintiendo de sus compañeros o, como alternativa, tener que coincidir con ellos para evitar discusiones, pero corriendo el riesgo de que lo interpretasen como una implicación tácita en aquella epidemia de conspiraciones y malas lenguas.
A pesar de este clima, los preparativos militares prosiguieron y los integrantes de la División de Instrucción, una vez cumplidos los ejercicios en Tancos, regresaron en agosto a los cuarteles. Afonso volvió a Braga con alivio. En el cuartel, en pleno ejercicio de esgrima, oyó por primera vez hablar del Cuerpo Expedicionario Portugués. Inicialmente se decía que estaría formado por una sola división, en diciembre empezaron a mencionarse dos divisiones, y después tres. La partida de las tropas se fijó para comienzos de 1917, los primeros regimientos que entrarían en los barcos serían la Infantería 7, 15 y 28.
A sólo tres semanas del embarque, las fuerzas de la Infantería 34, acuarteladas en Tomar, iniciaron una sublevación. Corría el día 13 de diciembre y uno de los héroes de la República, el prestigioso general Machado Santos, el mismo que el 5 de octubre había liderado el audaz avance de los revoltosos republicanos desde la Rotunda hasta el Rossio, hizo publicar un
Diário do Governo
, según el cual destituía a todos los ministros y nombraba sustitutos. El periódico era falso, pero la implicación de Machado Santos verdadera, el héroe de la revolución republicana quería impedir el embarque de las tropas hacia Francia. Las unidades fieles al Gobierno reaccionaron a tiempo y la intentona fracasó. En los días siguientes se descubrió que la mayoría de los oficiales implicados en la sublevación estaban designados para ir a Francia. El Ejecutivo tuvo que sustituirlos deprisa, una situación que retrasó en algunas semanas la partida del CEP. Peor que eso, minó profundamente la moral de los soldados. Si ni siquiera sus oficiales querían conducirlos en la guerra, ¿qué iban a hacer ellos allí? Algunos capitanes y mayores de la Infantería 8, incluido el capitán Cabral, fueron detenidos por el papel desempeñado en la revuelta y se hizo necesario cubrir estas vacantes. Afonso acabó ascendido a capitán.
Los primeros soldados portugueses embarcaron en Lisboa con destino a Brest a finales de enero de 1917, en un ambiente de secretismo y alguna confusión.
El flamante capitán se enteró de la noticia cuando estaba sentado en el comedor con un vaso de aguardiente de caña en la mano. El mayor Montalvão le contó los pormenores durante una partida de
bridge
, entre dos bocanadas de tabaco de pipa y una taza de café. Cuando acabó la partida y el mayor se fue, Afonso se quedó cavilando en el asunto, no sabía si debía estar contento o preocupado.
Se vio frente a un dilema. Por un lado, Portugal se comprometía en un conflicto de dimensión europea y respetaba sus compromisos de alianza con Inglaterra. Además, el Ejército cumplía con sus deberes. Pero, por otro, todo aquello sería sencillo si no lo implicase directamente, si no hubiese la posibilidad de que lo llevasen a él también a aquellos escenarios de muerte. Desde el punto de vista abstracto, la partida de las tropas lo llenaba de satisfacción. Sin embargo, como acontecimiento que podría tener un impacto directo en su vida, el embarque lo asustaba. Aunque, en cierto sentido, hubiese allí un toque de aventura que no le disgustaba del todo: andar a tiros arma en mano, arriesgar la vida, afrontar el peligro. Quizás un acto de bravura lo convertiría en un héroe, un valiente, un Mouzinho
[5]
, ¡qué fastidiada se quedaría Carolina!
La aparición del teniente Pinto en el comedor lo hizo decidirse a encarar la noticia por el lado positivo, los miedos eran para los cobardicas, en Francia lo esperaba la acción, el heroísmo, la gloria. Afonso, sumido en sus pensamientos, tomó conciencia de que tenía galones de oficial y debía comportarse como tal. Por otro lado, el apoyo a la partida de las tropas siempre era una forma de meterse con el teniente, un pretexto para provocarlo, para revolver su visceral rechazo a la intervención de Portugal en la guerra.
—Ya salen los muchachos para ese viaje que decías que nunca se realizaría —soltó Afonso maliciosamente cuando su amigo se sentó con un vaso de aguardiente en la mano.
—Una triste figura, eso es lo que van a hacer —farfulló el Zanahoria entre dientes, poco convencido.
—Y ha aparecido todo el mundo. Soldados, oficiales, no ha habido deserciones.
—¿Ah, no? ¿Y qué ha ocurrido entonces en Santarém, eh?
—No me hables de Santarém.
—No te conviene…
—Es a ti a quien no le conviene.
—¿A mí?
—Sí, a ti. Fue una vergüenza lo que ocurrió allí. Los soldados se presentaron en el cuartel, no faltó ni uno, todos preparados para coger el tren a Lisboa y continuar hasta Francia. Todos. Y los señores oficiales se quedaron todos en casa.
—Estás exagerando. —El teniente se rio—. No olvides que apareció un alférez.
—No te burles, que es grave. Los oficiales desertaron, abandonaron a sus hombres, y eso no es motivo de broma.
—No desertaron. Se indignaron.
—Desertaron. ¿Y ya sabes lo que les ocurrió?
—Los detuvieron.
—No, después de eso.
—¿Después de eso? Después de eso, nada. Están presos.
—Hombre, ¿no sabes lo que les ocurrió?
—Yo no.
—Aaah, no lo sabes… Mira, fueron insultados por el populacho. El pueblo salió a la calle cuando los llevaban a la estación. Las madres, las mujeres, las novias, las hermanas de los soldados, todas en la calle tirándoles piedras y barro, llamándolos cobardes, insultando a los oficiales que se quedaron mientras se iban los subalternos. Una vergüenza.
—Pero ¿quién te ha contado todo eso?
—El mayor Montalvão.
—Ése también es una buena pieza —murmuró en voz baja, revirando los ojos—. Pero, oye, al menos lograron no ir hasta Francia.
—Eso es lo que tú piensas. —Afonso se rio—. Fueron condenados a treinta días de prisión correccional y ya están cumpliendo la pena en un barco.
—¿Qué? ¿Fueron realmente a Francia?
—Claro, pues.
—No sé si será buena idea.
—No veo por qué. Me parece incluso muy justo.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo unos oficiales que están contra la guerra van a conducir a los hombres en el combate? ¿Has pensado en lo que puede pasar?
—Bajo el fuego no tienen otro remedio que ir al frente, caramba.
—Afonso, Afonso, las guerras no se ganan así. Se ganan con liderazgo y moral elevada, se ganan con motivación y empeño. Dime qué liderazgo, qué moral, qué motivación, qué empeño tienen esos oficiales.
Afonso hizo un silencio meditativo, ponderando aquella situación.
—Sí, tienes razón —admitió finalmente—. Puede ser un problema. Pero no veo alternativas. Si se hubiesen quedado aquí, habría sido un premio y habría alentado a otros a repetir la misma gracia.