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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (37 page)

BOOK: La agonía y el éxtasis
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Después de dos meses de copiar en las iglesias de Bolonia y dibujar las obras de Della Quercia, Miguel Ángel estaba desesperadamente ansioso por volver a esculpir: modelar la arcilla, encender la fragua y forjar herramientas, para después colocar el bloque de mármol sobre su base de madera, eliminar las aristas y comenzar a buscar en su interior las figuras que había de esculpir. Hacía ya seis meses que había terminado el Hércules.

Llevaba solamente unos días de trabajo, encorvado sobre su mesa de dibujo, cuando se presentó ante él un hombre corpulento. Levantó la cabeza y vio que era Vincenzo, el escultor de terracotas. Tenía el rostro colorado y sus ojos brillaban con furia.

—Buonarroti —dijo—. ¡Ha conseguido el trabajo que por derecho era mío!

Miguel Ángel permaneció callado unos instantes y luego murmuró:

—Lo siento, Vincenzo.

—¡No, no lo siente! Usted es un extraño en Bolonia. Yo soy boloñés. ¡Y viene a arrebatarles el pan de la boca a los escultores de aquí!

—El año pasado, en la iglesia de Santo Spirito de Florencia, perdí un trabajo, que fue concedido a dos hombres que ni siquiera eran escultores —replicó Miguel Ángel para aplacarlo.

—¡Le exijo que vaya al Consejo y le diga que ha decidido no realizar el trabajo! Así me lo darán a mí.

—Pero Vincenzo, Dell'Arca murió hace diez meses. Si a pesar de todo ese tiempo no le han dado el trabajo a usted…

—¡Me lo ha robado, aprovechando la influencia que tiene Aldrovandi! Como escultor, aquí es usted completamente desconocido.

Miguel Ángel simpatizó con aquel fornido joven que tenía frente a él y comprendió perfectamente que se sintiese frustrado.

—Hablaré con
messer
Aldrovandi —dijo.

—¡Le aconsejo que lo haga! ¡De lo contrario, yo me ocuparé de que se arrepienta de haber venido a Bolonia!

Cuando Miguel Ángel comunicó a Aldrovandi la visita de Vincenzo y sus exigencias, su protector le dijo:

—Es cierto que Vincenzo es boloñés y que ha estudiado las obras de Dell' Arca. Sabe lo que le gusta a la gente de esta ciudad. Pero hay un inconveniente: no sabe esculpir en mármol.

—¿Le parece bien que le ofrezca un empleo como ayudante mío?

—¿Lo necesita?

—No, pero quiero ser diplomático.

—Mejor que sea escultor. Olvídese de él.

—¡No se olvidará de mí en toda su vida! —barbotó Vincenzo al día siguiente, cuando Miguel Ángel le informó que no podía hacer nada por él.

Al escuchar aquellas palabras, Miguel Ángel miró directamente al joven. Tenía unas enormes y huesudas manos, de doble tamaño que las suyas. Su edad era aproximadamente la misma: unos diecinueve años, pero le llevaba toda la cabeza de estatura. Recordó vívidamente a Torrigiani y de nuevo vio el puño de su ex-amigo que le golpeaba salvajemente en la cara. Sintió otra vez el desagradable gusto a sangre en la boca y oyó el pequeño ruido del hueso de la nariz al quebrarse.

—¿Qué le pasa, Buonarroti? —preguntó Vincenzo, burlón—. ¡No tiene muy buena cara! ¿Teme acaso que le amargue la vida?

—¡Ya lo ha hecho!

Pero más amarga sería si tuviera que renunciar a la oportunidad de esculpir tres hermosos bloques de mármol de Carrara. ¡Si ése era el precio!…

XII

Una vez a la semana, algunos socios comerciales de Aldrovandi realizaban un viaje a Florencia por el paso Futa. Llevaban noticias de Miguel Ángel a los Buonarroti y le traían las de su familia.

Una semana después de haber abandonado él Florencia, Carlos VIII había entrado en la ciudad como conquistador y sin encontrar la menor resistencia. Fue recibido con las calles engalanadas con tapices, guirnaldas, toldos y lámparas de aceite encendidas. El Ponte Vecchio había sido alegremente adornado. La Signoria lo recibió y lo acompañó a elevar sus oraciones en el Duomo. Se le cedió, para su alojamiento, el palacio de los Medici, pero cuando llegó el momento de firmar el tratado de paz, el monarca francés se mostró altivo, amenazó con llamar nuevamente a Piero y exigió por su firma un precio digno del rescate de un imperio. Estallaron las luchas en las calles de Florencia. Los soldados franceses y los civiles florentinos se atacaron mutuamente, y los segundos cerraron su ciudad, dispuestos a expulsar de ella a los invasores franceses. Carlos, ante aquella actitud, se mostró más razonable y por fin accedió a recibir ciento veinte mil florines y el derecho de mantener dos fortalezas en Florencia hasta que terminase su guerra con Nápoles a cambio de evacuar la ciudad.

Sin embargo, lamentablemente, las ruedas de la ciudad-estado se habían detenido. Gobernada durante tanto tiempo por los Medici, aquella estructura oficial no funcionaba sin un órgano directivo. Ahora la ciudad estaba dividida en facciones. Un grupo quería instituir la forma veneciana de gobierno; otro deseaba crear un Consejo del Pueblo, encargado de aprobar las leyes y elegir a los magistrados, y otro Consejo, más reducido, de hombres experimentados, para establecer la política interna e internacional. Guidantonio Vespucci, portavoz de los nobles acaudalados, calificó aquellas medidas de peligrosamente democráticas y luchó por mantener el poder en unas pocas manos.

A mediados de diciembre llegaron noticias a Bolonia de que Savonarola había intervenido en aquella crisis con una serie de sermones en los que aprobaba la estructura democrática propuesta. Algunos visitantes del palacio Aldrovandi bosquejaron el concepto que tenía Savonarola de los Consejos: únicamente serían sometidas a impuestos las propiedades reales; todo florentino tendría derecho al voto; todos los mayores de veintinueve años que hubiesen pagado impuestos podrían ser elegidos para integrar el Gran Consejo. Y al terminar la serie de sermones, Vespucci y sus nobles fueron derrotados y se adoptó el plan de Savonarola. Desde Bolonia, parecía que el monje se había convertido en el dueño de Florencia, tanto en lo político como en lo religioso. ¡Su victoria sobre
Il Magnifico
era ya completa!

Al llegar el nuevo año, Piero de Medici regresó a Bolonia para establecer allí la sede central de sus actividades. Un día, al regresar de su taller, Miguel Ángel encontró a un grupo de soldados de Piero ante el palacio de Aldrovandi. Piero estaba dentro con Giuliano. Aunque Carlos VIII, al firmar la paz con Florencia, había insistido en que fuese suspendido el precio que pesaba sobre las cabezas de Piero y Giuliano, todas las posesiones de los Medici fueron confiscadas, y Piero, desterrado a una distancia no menor de trescientos kilómetros de la frontera de Toscana.

Cuando se encontraron a la entrada del comedor, Miguel Ángel exclamó:

—¡Excelencia! ¡Qué placer verlo otra vez! ¡Sin embargo, desearía que este encuentro se produjese en el palacio de los Medici!

—¡No tardaremos mucho en volver a él! —gruñó Piero—. La Signoria me echó de allí por la fuerza. Estoy organizando un ejército, y cuando lo tenga preparado seré yo quien los eche a ellos por la fuerza.

Giuliano había saludado a Miguel Ángel con un pequeño movimiento de cabeza, pero, cuando Piero dio su brazo a la señora Aldrovandi para entrar en el comedor, los dos jóvenes se abrazaron cariñosamente.

No hubo mucho de agradable ni risueño durante la cena, pues Piero comenzó a exponer de inmediato su plan para la conquista de Florencia. Lo único que necesitaba, dijo, era dinero suficiente, mercenarios contratados, armas y caballos. Piero esperaba que Aldrovandi contribuyese con dos mil florines a dicha campaña.

—Excelencia, ¿está usted seguro de que ése es el mejor modo? —preguntó Aldrovandi respetuosamente—. Cuando su bisabuelo Cosimo fue desterrado, esperó hasta que la ciudad consideró que lo necesitaba, y lo llamó.

—Yo no perdono como mi bisabuelo. Florencia quiere que yo vuelva ahora mismo.

Hizo una pequeña pausa, se volvió a Miguel Ángel y le dijo:

—Ingresará en mi ejército como ingeniero para ayudar a diseñar las fortificaciones de los muros, una vez que hayamos reconquistado la ciudad.

Miguel Ángel bajó la cabeza, sin saber qué responder. Al cabo de un instante dijo:

—¿Iría a la guerra contra Florencia, señor?

—Ciertamente. No bien tenga las fuerzas suficientes para derribar sus muros.

—Pero si bombardea la ciudad, ésta puede quedar destruida.

—¿Qué importa? Florencia es un montón de piedras, y si las derribamos las levantaremos más adelante.

—Pero, ¿y las obras de arte?

—¡Bah! ¿Qué significa el arte? En un año, podremos reponer todas las pinturas y mármoles. ¡Y será una nueva Florencia, en la que mandaré yo!

Aldrovandi se volvió hacia Piero.

—En nombre de mi amigo
Il Magnifico
tengo que rechazar ese plan. El dinero que pide es suyo desde ahora mismo, pero no para fines bélicos. Lorenzo habría sido el primero en detenerlo, si viviese.

Piero se volvió hacia Miguel Ángel para preguntar:

—¿Y usted, Buonarroti?

—Yo, Excelencia, tengo que declinar su ofrecimiento. Le serviré en cualquier cosa que me pida, pero no para hacer la guerra contra Florencia.

Piero empujó su silla hacia atrás y se puso en pie.

—¡Esta es la clase de gente que he heredado de mi padre! Poliziano y Pico prefirieron morir a pelear. Usted, Aldrovandi, que fue el
Podestá
de Florencia, designado por mi padre… y, usted, Buonarroti, que ha vivido cuatro años bajo nuestro techo… ¿qué clase de hombres son, que no están dispuestos a pelear por el hijo de Lorenzo de Medici?

Salió de la habitación como una tromba. Miguel Ángel dijo con los ojos llenos de lágrimas:

—¡Perdóneme, Giuliano!

Giuliano se había puesto también en pie y se volvió para salir de la habitación, pero al llegar junto a la puerta dijo:

—Yo también me negaré a esa guerra, pues con ello sólo conseguiríamos que Florencia nos odiara más.
A rivederci
, Miguel Ángel. Le escribiré a Contessina para decirle que lo he visto.

Estaba indeciso todavía en lo referente a los ángeles. Recordaba el primero que había dibujado para el fresco de Ghirlandaio, cuyo modelo había sido el hijo del carpintero que ocupaba la planta baja de la casa arrendada por la familia Buonarroti. ¿Qué eran los ángeles? ¿Eran masculinos o femeninos? El prior Bichiellini los había calificado una vez como «
seres espirituales a las órdenes de Dios
»…

Su turbación, después de dibujar centenares de ángeles, era todavía mayor tras aquellos meses de disección en la morgue de Santo Spirito. Ahora ya conocía los tejidos y la función de la anatomía humana y no podía negarse a utilizar aquellos conocimientos. Pero, ¿tenían intestinos los ángeles? Además, tenía que esculpir el suyo completamente vestido para que no desentonase con el del extremo opuesto del Arca. Ahora se encontraba en el principio, donde Ghirlandaio le había dicho que tendría que permanecer toda su vida: capaz de esculpir un rostro, manos, pies, cuellos; pero en lo que concernía al resto del cuerpo, los conocimientos tan duramente logrados estarían ocultos bajo mantos y túnicas.

Para su «
ser espiritual
» eligió a un niño
contadino
llegado a la ciudad desde su casa de campo para oír misa. Tenía un rostro ancho y carnoso, pero sus facciones eran las tradicionalmente griegas. Sus brazos y piernas estaban muy bien desarrollados. Y en su dibujo, el joven y poderoso ángel sostenía en alto un candelabro que un gigante no podría levantar. En lugar de compensar aquello con delicadas y diáfanas alas, como sabía que debía hacer, frotó sal en la herida de su propia confusión al diseñar las dos alas de un águila a punto de emprender vuelo. Las talló en madera para ajustarlas a su modelo de arcilla, tan pesadas que habrían arrojado de espaldas al delicado ángel de Dell'Arca.

Invitó a Aldrovandi a visitar el taller, y su protector no se mostró asombrado ante el vigor de su modelo.

—Los boloñeses no somos seres espirituales —dijo—. ¡Esculpa un ángel bien fornido!

Y así lo hizo. Colocó sobre su base el más grueso de los tres bloques de mármol de Carrara conseguidos por Aldrovandi. Con el martillo y el cincel en mano se sintió completo nuevamente. El polvillo y los trozos de piedra que saltaban bajo sus golpes cubrían sus cabellos y ropas. Cuando trabajaba la piedra se sentía un hombre superior.

Por las noches, después de leer en voz alta a su protector e ilustrar una página de Dante, ensayaba algunos bosquejos para el San Petronio, santo patrón de Bolonia, convertido al cristianismo, perteneciente a una noble familia romana y constructor de la iglesia que llevaba su nombre. Empleó como modelos a los invitados de más edad del palacio de Aldrovandi: miembros de los Dieciséis, profesores de la universidad, jueces y demás nobles. Dibujaba en su mente aquellos rostros y cuerpos, mientras estaba sentado cenando con ellos. Después se retiraba a su habitación para trasladar al papel las líneas, formas e interrelación de facciones y expresiones.

Muy poco de original podía hacer para la figura de San Petronio. Los monjes de San Domenico y los funcionarios del gobierno boloñés habían decidido ya lo que querían: San Petronio no podría tener menos de sesenta años, debía estar completamente cubierto de suntuosos ropajes y sobre su cabeza llevaría una corona de arzobispo. Debía sostener en sus manos una maqueta de la ciudad de Bolonia, con torres y palacios hacinados dentro de los muros protectores.

En el taller contiguo al suyo se instaló un nuevo vecino. Era Vincenzo, cuyo padre había conseguido un contrato para fabricar ladrillos y tejas destinados a una obra de reparación que se había de realizar en la catedral. Un grupo de obreros se reunió en el patio, ocupando distintos puestos, y poco después el lugar resonaba con la actividad de la descarga de materiales. Y Vincenzo proporcionó un divertido entretenimiento a todos, dirigiéndose durante todo el día a Miguel Ángel con frases insultantes.

—Ayer —decía— fabriqué un centenar de ladrillos ¿Qué ha hecho usted? ¿Trazos de carboncillo sobre un papel?

Animado por las risotadas de los demás, continuaba:

—¿Y con eso cree que es escultor? ¿Por qué no vuelve a su ciudad y deja las cosas de Bolonia para los boloñeses?

—Así lo haré en cuanto termine mis tres esculturas.

—Nada es capaz de destruir mis ladrillos. Piense qué pasaría si le ocurre un accidente a una de sus estatuas…

Los demás obreros suspendieron sus quehaceres. Un gran silencio se extendió por el patio. Vincenzo, que pronunciaba las palabras igual que hacía los ladrillos, con grandes movimientos de las manos, continuó con una astuta sonrisa:

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