Su utilidad allí había terminado. Centenares de hombres recorrían el palacio… Se apoderaban de todo en los salones y lo que no podían llevar lo destrozaban.
Entre aquella turba reconoció a uno de los fieles de Medici, su primo Bernardo Rucellai, esposo de Nannina de Medici. Estaba de pie ante una de las obras de Botticelli, en la antecámara. Y gritaba:
—¡Sois ciudadanos de Florencia! ¿Por qué estáis destruyendo los tesoros de la ciudad? ¡Parad, os lo ruego!
A Miguel Ángel le pareció una figura heroica, al verlo así, con los brazos extendidos, iracundos los ojos, en su afán de proteger aquella tela. Pero fue derribado. Miguel Ángel luchó por acercarse al caído y lo logró. Inclinándose, lo tomó en brazos y lo llevó, sangrante, a una pequeña habitación contigua, mientras pensaba irónicamente: «
Este es el contacto más íntimo que he tenido con la rama materna de mi familia
».
En el despacho de Lorenzo, después de arrancar los mapas y tapices de las paredes, algunos fornidos florentinos consiguieron abrir la caja fuerte, de la que sacaron veinte mil florines de oro. El hallazgo enloqueció de júbilo a la turba, que se disputaba las monedas por el suelo.
Miguel Ángel bajó por la escalera posterior del palacio y atravesó el jardín. Luego recorrió varias callejuelas hasta llegar al palacio de Ridolfi. Pidió a un paje que le consiguiera pluma y papel y escribió una nota a Contessina: «
Cuando haya pasado el peligro, envíe a alguien al studiolo de su padre… He escondido en el montacargas todo lo que he podido
». Y firmó MA.
En el camino de regreso hizo dos etapas, en las casas de Bugiardini y Jacopo, dejando recado de que se encontrasen con él a medianoche en la Porta San Gallo. Por fin, cuando la ciudad dormía, se deslizó frente a los edificios de las cuadras del palacio. Dos de los pajes se habían quedado para atender a los caballos. Sabían que Miguel Ángel tenía derecho a sacar caballos cuando lo deseara. Lo ayudaron a ensillar tres. Montó y llevó a los otros dos animales de las riendas.
No había guardián alguno en la portada de San Gallo. Bugiardini lo esperaba ya y Jacopo llegó poco después.
Los tres amigos partieron a caballo rumbo a Venecia.
Por la tarde del segundo día, habían cruzado los Apeninos y dejaron atrás el paso Futa, para llegar a Bolonia, cercada por sus muros de ladrillo color naranja y sus casi doscientas torres, varias de las cuales estaban pronunciadamente inclinadas, más todavía que la de Pisa. Penetraron en la ciudad por el lado del río y llegaron a un mercado de legumbres, donde un grupo de mujeres viejas vestidas de negro barrían el suelo con grandes escobas. Preguntaron a una de las viejas una dirección y se dirigieron a la Piazza Comunale.
Las calles, estrechas y tortuosas, carecían de aire. Cada familia boloñesa había construido una torre como protección contra sus vecinos, costumbre también florentina que Cosimo había abolido. Las calles más anchas y las plazas estaban bordeadas de recovas de ladrillo color naranja para proteger a la población contra la nieve, la lluvia y el intenso calor del verano, por lo cual los boloñeses podían atravesar su ciudad en todas las direcciones sin verse expuestos a estos elementos.
Llegaron a la plaza principal, con la majestuosa iglesia de San Petronio en uno de sus extremos y el Palacio Comunal, que ocupaba totalmente uno de los lados. Desmontaron y se vieron rodeados enseguida por miembros del servicio de vigilancia.
—¿Son forasteros en Bolonia?
—Florentinos —respondió Miguel Ángel.
—Los pulgares, por favor.
—¿Pulgares? ¿Para qué quieren nuestros pulgares?
—Para ver la marca del lacre.
—No la tenemos.
—Entonces tendrán que acompañarnos. Están arrestados.
Fueron llevados a la oficina de la Aduana, donde el oficial de guardia les explicó que todo forastero que llegaba a Bolonia tenía que registrar su nombre y someterse a que le pusieran la marca de lacre en los pulgares, en cuanto traspasaba cualquiera de las dieciséis puertas de la ciudad.
—¿Y cómo podíamos saber eso? —replicó Miguel Ángel—. Nunca hemos estado en Bolonia.
—La ignorancia de las leyes no excusa a nadie. Les impongo una multa de cincuenta libras boloñesas.
Antes de que los tres amigos pudieran salir de su asombro, un hombre avanzó hasta la mesa donde estaba el oficial:
—¿Me permite que hable con los jóvenes unos instantes? —preguntó.
—Ciertamente, Excelencia —respondió el oficial.
—¿No se llama Buonarroti? —preguntó el desconocido a Miguel Ángel.
—Sí.
—¿No es su padre uno de los funcionarios de la Aduana?
—Sí, señor.
El caballero boloñés se volvió al oficial:
—Este joven —dijo— pertenece a una excelente familia florentina. Su padre tiene a su cargo una rama de la Aduana, como usted. ¿No le parece que nuestras dos ciudades hermanas podrían realizar un intercambio de hospitalidad para sus familias importantes?
Halagado, el oficial respondió:
—Con muchísimo gusto, Excelencia.
—Yo garantizo su comportamiento aquí.
De vuelta al sol de la plaza, Miguel Ángel estudió a su benefactor. Tenía un rostro ancho y agradable. Aunque algunos mechones de su cabello indicaban que podía tener cuarenta y tantos años, su piel era suave, sin arrugas, como la de un hombre joven. Sus dientes eran menudos y perfectos, la boca, pequeña, y el mentón, enérgico.
—Es usted sumamente bondadoso y yo tremendamente estúpido. Ha recordado mi rostro vulgar, mientras yo, que sabía que nos habíamos visto en alguna parte…
—Estuvimos sentados juntos en una de las cenas de Lorenzo de Medici —le explicó el caballero.
—¡Claro! ¡Ahora sí, es usted el señor Aldrovandi,
Podestá
de Florencia! Y me habló de la obra de un gran escultor que vive en Bolonia.
—Sí. Jacopo della Quercia. Y ahora tendré ocasión de enseñarle sus trabajos. Me sentiría muy honrado si usted y sus amigos me acompañaran a cenar.
—El placer y el honor serán nuestros —rió Jacopo—. No hemos deleitado nuestros estómagos desde que perdimos de vista el Duomo.
—Entonces han venido a la ciudad más apropiada para eso —replicó Aldrovandi—. Bolonia es conocida por el nombre de
La Grassa
, la gorda. Aquí comemos mejor que en ninguna otra parte de Europa.
Salieron de la plaza y avanzaron hacia el norte de la ciudad. Luego torcieron para entrar en la Vía Galliera. El palacio Aldrovandi era un edificio graciosamente proporcionado, con tres pisos de ladrillo. Había una puerta con arco de punta enmarcada por un friso de terracota con el escudo de armas de la familia. Las ventanas estaban divididas por columnas de mármol.
Bugiardini y Jacopo dispusieron el cuidado de los caballos, mientras Aldrovandi llevaba a Miguel Ángel a ver su biblioteca, de la que estaba enormemente orgulloso.
—Lorenzo de Medici me ayudó a coleccionar estos volúmenes —le dijo.
Tenía un ejemplar de
Stanze per la Giostra
, de Poliziano. Miguel Ángel cogió el manuscrito, encuadernado en cuero.
—¿Sabía,
messer
Aldrovandi, que Poliziano falleció hace algunas semanas?
—Sí, y me produjo una gran tristeza, porque mentes como la suya no existen ya. Y Pico también. ¡Qué árido será el mundo sin ellos!
—¿Pico? —exclamó Miguel Ángel con pena—. ¡No lo sabía! Pero Pico era joven…
—Treinta y un años. La muerte de Lorenzo ha significado el final de una era. Ya nada podrá ser lo mismo.
Miguel Ángel empezó a leer el poema. Aldrovandi dijo respetuosamente:
—Lee muy bien, mi joven amigo. Su dicción es perfecta, clara.
—He tenido muy buenos maestros.
—¿Le gusta leer en voz alta? Tengo volúmenes de los más grandes poetas: Dante, Petrarca, Plinio, Ovidio…
—Hasta ahora no sabía que me gustaba.
—Dígame, Miguel Ángel: ¿Qué lo trae a Bolonia?
Aldrovandi estaba enterado ya de la suerte de Piero, pues el grupo de los Medici había pasado por Bolonia el día anterior. Miguel Ángel le explicó que iban de camino a Venecia.
—¿Y cómo es que no tienen entre los tres esas cincuenta libras boloñesas, si viajan a una ciudad tan lejana?
—Bugiardini y Jacopo no tienen ni un escudo. Yo pago sus gastos. En Venecia esperamos encontrar trabajo.
—Entonces ¿por qué no se quedan en Bolonia? Aquí tenemos las obras de Della Quercia, que les servirán de estudio. Y hasta quizá podríamos conseguirles algún trabajo.
Los ojos de Miguel Ángel brillaron, esperanzados.
—Después de la cena hablaré con mis dos compañeros —respondió.
Aquel pequeño incidente con la policía de Bolonia había bastado para que todo el afán de aventuras de Jacopo y Bugiardini se esfumara por completo. Además, tampoco estaban interesados en las obras de escultura de Della Quercia. Por lo tanto, decidieron que preferirían regresar a Florencia. Miguel Ángel les dio dinero para el viaje y les pidió que llevasen de vuelta su caballo a las cuadras de los Medici, juntamente con los que montarían ellos. Luego informó al señor Aldrovandi que se quedaría en Bolonia y trataría de buscar alojamiento.
—¡Ni pensarlo! —exclamó Aldrovandi—. Ningún protegido y amigo de Lorenzo de Medici puede vivir en una posada de Bolonia. Un florentino educado por los cuatro
platonistas
constituye un regalo muy poco común para nosotros. Será mi huésped.
Despertó bajo los primeros rayos del anaranjado sol boloñés, que penetraba por la ventana, iluminando los tapices y el techo artesonado. En un cofre pintado que había a los pies de la cama encontró una toalla de hilo. Se lavó en una jofaina de plata, mientras sus pies desnudos pisaban una suave y tibia alfombra persa. Había sido invitado a una casa alegre. Oyó voces y risas que sonaban en aquella ala del palacio, en la que residían los cinco hijos de Aldrovandi. La esposa, una mujer joven y hermosa con quien se había casado en segundas nupcias, había contribuido también con su cuota de hijos. Era una mujer agradable, que quería por igual a los cinco descendientes y recibió a Miguel Ángel con suma cordialidad, como si fuera un hijo más. Su anfitrión, Gianfrancesco, había estudiado en la universidad local, de la que regresó con el título de notario. Además, era un capacitado banquero retirado, que ahora gozaba de su vida, dedicándola por entero a las artes. Entusiasta de la poesía, era al mismo tiempo un hábil versificador. Había hecho una gran carrera en la vida política de la ciudad-estado: senador,
confalonieri
de justicia, miembro del cuerpo de los Dieciséis Reformistas del Estado Libre, que gobernaba a Bolonia e íntimo de la familia gobernante, los Bentivoglio.
—La única pena de mi vida es que no sé escribir en griego y en latín —le dijo a Miguel Ángel, mientras estaban sentados los dos en el extremo de la enorme mesa de nogal, con capacidad para cuarenta comensales y en cuyo centro se veía, incrustado en nácar, el escudo de armas de la familia—. Naturalmente, leo en ambos idiomas, pero en mi juventud pasé demasiado tiempo cambiando dinero, en lugar de aprender a rimar palabras griegas y latinas.
Era un ávido coleccionista. Llevó a Miguel Ángel por todo el palacio para enseñarle dípticos pintados, tallas de madera labrada, vasijas de oro y plata, monedas, cabezas y bustos de terracota, bronces y pequeñas piezas de mármol esculpido.
—Pero, como verá, no hay nada importante del arte local —dijo melancólicamente—. Es un misterio para mí… ¿Por qué Florencia y no Bolonia? Somos una ciudad tan rica como la suya y nuestra población es igualmente vigorosa y valiente. Tenemos una hermosa historia en el campo de la música, la ciencia y la filosofía, pero nunca hemos podido crear grandes pintores o escultores. ¿Por qué?
—Con todo respeto le preguntaría: ¿Por qué se la llama Bolonia la Gorda?
—Porque amamos la buena mesa, y en eso hemos sido famosos desde la época de Petrarca: Bolonia es una ciudad carnívora.
—¿Podría ser la respuesta?
—¿Quiere decir que cuando las necesidades están satisfechas no se necesitan las artes? Sin embargo, Florencia es rica, vive bien…
—Si, los Medici, los Strozzi y una pocas familias más. Los toscanos son frugales por naturaleza. No nos produce placer gastar. No recuerdo que la familia Buonarroti haya dado o recibido jamás un regalo. Nos gusta ganar dinero, pero no gastarlo.
—Y nosotros los boloñeses creemos que el dinero se ha acuñado para gastarlo. Todo nuestro genio se ha concentrado en refinar nuestros placeres. ¿Sabía que hemos creado un
amore bolognese
, que nuestras mujeres no visten las modas italianas, sino únicamente las francesas, y que nuestros chorizos y
salamis
son tan especiales que guardamos la receta como si fuera un secreto de Estado?
En el almuerzo del mediodía se sentaron a la mesa cuarenta personas. Los hermanos y sobrinos de Aldrovandi, profesores de la Universidad de Bolonia, familias gobernantes de Ferrara y Ravenna que pasaban por la ciudad, príncipes de la Iglesia, miembros de los Dieciséis que gobernaban la ciudad. Aldrovandi era un anfitrión encantador, pero, contrariamente a Lorenzo de Medici, no hacía esfuerzo alguno para mantener unidos a sus invitados, para negociar operaciones comerciales o cumplir otros propósitos que el de gozar los soberbios pescados,
salamis
, carnes, vinos y fomentar la camaradería. Después del reposo, Aldrovandi invitó a Miguel Ángel a recorrer la ciudad.
Caminaron bajo las arcadas de las recovas, donde las tiendas exponían los más delicados alimentos de toda Italia: exquisitos quesos, el más blanco de los panes, los vinos más raros. En Borgo Galliera, las carnicerías tenían a la vista una cantidad de carne mayor de la que Miguel Ángel había visto durante un año en Florencia. Luego fueron al Mercado de Pescado, donde el riquísimo producto de los valles cenagosos que rodeaban Ferrara, esturión, congrios, múgiles y otras variedades, llenaban innumerables cestos. Los centenares de puestos de productos de caza vendían lo cazado el día anterior: gamo, liebre, faisán. Y en todas las calles de la ciudad, los famosos
salamis
.
—Hay una cosa que echo de menos,
messer
Aldrovandi —dijo Miguel Ángel—. No he visto esculturas en piedra.
—Porque no tenemos canteras. Pero siempre hemos traído los mejores tallistas de mármol que quisieron venir: Nicola Pisano y Andrea da Fiesole, de cerca de Florencia; Della Quercia, de Siena; Dell'Arca, de Bari… Nuestra escultura propia se realiza en terracota.