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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (41 page)

BOOK: La agonía y el éxtasis
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Avanzó por la Vía della Lungara hasta la marmolería que estaba junto al muro del Vaticano y el hospital Santo Spirito. Allí no se movía ni un alma. Llamó y esperó a que el dueño de la marmolería acudiese.

—¿Qué hace aquí? —preguntó, soñoliento, al acudir al ruidoso llamamiento—. Hemos dicho que entregaríamos hoy, y cumplimos siempre lo que prometemos.

—No, no es eso. He venido solamente porque quiero ayudar a cargarlo.

—¿Me quiere decir que nosotros no sabemos cargar un bloque de mármol? —exclamó el otro, ofendidísimo—. Hace cinco generaciones que venimos haciéndolo y no necesitamos que un escultor florentino venga a enseñamos nuestro oficio.

—Mi familia me enseñó en las canteras de Maiano. Soy bastante hábil con la palanca.

El marmolero replicó, ya un poco más sosegado:

—¿Cantero, eh? Eso ya es otra cosa. Nosotros trabajábamos el
travertino
en nuestra familia. Mi apellido es Guffatti.

Miguel Ángel se aseguró de que en el suelo del carro había una capa suficientemente espesa de aserrín y de que el bloque era sólidamente atado antes de que el carro partiese. Él iba detrás, a pie, tocando periódicamente la parte inferior del bloque, mientras rezaba en silencio para que el destartalado vehículo no se desfondase y su preciado bloque quedase en medio del arroyo.

Al llegar al palacio, Guffatti preguntó:

—¿Dónde quiere que lo descarguemos?

Miguel Ángel se dio cuenta de pronto de que no se le había dicho donde iba a trabajar. Gritó:

—¡Espere un momento! —cruzó el patio corriendo, subió la amplia escalinata, llegó al salón de recepción… y chocó con uno de los secretarios del palacio, quien miró despectivamente aquel montón de ropas de trabajo que caía sobre él como una tromba en el más suntuoso y nuevo de los palacios de Roma.

—¡Debo ver al cardenal inmediatamente! —exclamó agitado—. Se trata del bloque de mármol que adquirimos ayer. Ha llegado y no sé dónde hay que ponerlo.

Se detuvo, mientras el secretario consultaba un libro de visitas.

—Su Excelencia no tendrá tiempo de verlo hasta la semana próxima —dijo.

Miguel Ángel devolvió la mirada, boquiabierto.

—Pero… ¡no podemos esperar! —respondió tartamudeando.

—Hablaré de esto a su Eminencia. Si desea, puede volver mañana.

Bajó corriendo la escalinata, salió del palacio, dobló en la esquina y llamó en la puerta de la casa de Leo Baglioni. Leo estaba en manos del barbero, con una toalla sobre los hombros para recoger los cabellos que caían. Sus ojos brillaron risueños mientras escuchaba lo que Miguel Ángel le decía. Dijo al barbero que esperara, se quitó la toalla y se levantó.

—Venga —dijo—, vamos a encontrar un lugar.

Baglioni encontró un cobertizo detrás de la cúpula de San Lorenzo, en el cual los obreros del palacio habían dejado sus herramientas durante la noche. Miguel Ángel sacó las puertas de sus bisagras, Leo volvió a su barbero y los Guffatti descargaron el bloque.

Aquella tarde el cardenal lo mandó llamar. Fue recibido en una austera habitación en la que no había mueble alguno, sólo un pequeño altar en un rincón y una puerta a su lado.

—Ahora que está a punto de acometer un trabajo prolongado, será mejor que venga a vivir al palacio —dijo el prelado—. La habitación de huéspedes del señor Baglioni tiene una larga lista de damas que esperan compartirla con él.

—¿En qué condiciones viviré en el palacio, Excelencia? —preguntó Miguel Ángel.

—Digamos que su domicilio es el palacio del cardenal Riario. Y ahora, perdóneme, pero tengo que dejarlo.

Ni una sola palabra sobre lo que el cardenal deseaba que esculpiese. O cuál seria el precio de su trabajo. Ni sobre si se le harían pagos regularmente durante el año que duraría la obra. El palacio sería su dirección: nada más.

Pero enseguida se enteró. No viviría allí como un hijo, igual que en el palacio de los Medici; ni siquiera como íntimo amigo, como en la residencia de Aldrovandi en Bolonia. Un chambelán lo acompañó a una reducida celda, donde dejó sus escasos efectos personales. Había, posiblemente, unas veinte habitaciones similares en la parte posterior de la planta baja. Cuando salió para su primera comida, se vio relegado al comedor llamado de «
tercera categoría
», en el que vio que sus compañeros eran los escribientes del cardenal, el tenedor de libros, el agente de compras del palacio y los administradores de las numerosas y grandes fincas rurales que poseía el prelado.

El cardenal Riario había expresado claramente que Miguel Ángel Buonarroti viviría en el palacio como uno más de sus obreros especializados. Nada más, ni nada menos.

II

A la mañana siguiente fue a ver a Baldassare, el comerciante de obras de arte que había sido obligado a devolver los doscientos ducados que el cardenal Riario había pagado por el Bambino. Baldassare estaba en el fondo de su patio lleno de esculturas, a escasa distancia del Foro de Julio César. Miguel Ángel avanzó lentamente, pues vio allí bastantes esculturas montadas sobre mesas de madera.

—Soy Miguel Ángel Buonarroti, escultor de Florencia —dijo al ver al dueño—. Quiero que me devuelva mi Bambino. Le devolveré los treinta florines que me mandó. Me ha defraudado. No tenía derecho más que a su comisión. Vendió el mármol en doscientos ducados y se quedó con ciento setenta.

—Al contrario, usted es el defraudador. Y su amigo Popolano también. Me envió una antigüedad falsa. Pude haber perdido a mi cliente, el cardenal.

Miguel Ángel se alejó furioso del patio y se quedó mirando la columna de Trajano. De pronto se echó a reír.

—Baldassare tiene razón —exclamó—. Yo he sido el defraudador, porque falsifiqué la antigüedad del Bambino.

Oyó que alguien emitía una exclamación a sus espaldas:

—¡Miguel Ángel Buonarroti! ¿Es que siempre habla solo?

Se volvió y reconoció a un muchacho de su edad que había trabajado algún tiempo para su tío Francesco en un periodo de prosperidad.

—¡Balducci! —exclamó—. ¿Qué haces en Roma?

—Trabajo en el banco de Jacopo Galli. Soy el contable. El más ignorante de los florentinos es más listo que el más inteligente de los romanos. Por eso estoy progresando tan rápidamente. ¿Qué te parece si vienes a comer conmigo? Te llevaré a un restaurante toscano del barrio florentino.

—Hay tiempo hasta mediodía. Ven conmigo a la Capilla Sixtina. Quiero ver los frescos florentinos.

La Capilla Sixtina, construida entre 1473 y 1481, era una enorme estructura en forma de barril. La cúpula rectangular estaba pintada de azul con estrellas doradas. En el extremo se alzaba el altar, y dividiendo el santuario y la nave, había una mampara original de Mino da Fiesole. A ambos lados de la capilla se extendía un magnifico friso de paneles pintados al fresco que llegaba hasta el altar.

Miguel Ángel se dirigió, emocionado, a los frescos de Ghirlandaio, que recordaba por haber visto los dibujos en la
bottega
. Se renovó su admiración por la habilidad de Ghirlandaio como dibujante y pintor. Luego fue a ver La última cena de Rosselli y después volvió la mirada al Moisés de Botticelli y a las obras de los maestros Perugino, Pinturicchio y Signorelli. Mientras recorría la capilla experimentó la sensación de que bajo aquel techo habían sido reunidas las obras de los más grandes maestros de toda Italia.

Balducci ni siquiera había mirado los frescos.

—Vamos a la
trattoria
—dijo—. ¡Estoy muerto de hambre!

Mientras comían, Miguel Ángel se enteró de que Torrigiani estaba en Roma.

—Lo verás a menudo —dijo Balducci—. Anda siempre con los Borgia, por lo que los florentinos no se tratan con él. Está haciendo unos estucos para el palacio de Borgia, así como un busto del Papa. Tiene todo el trabajo de escultura que quiere. Y dice que se va a alistar en el ejército de Borgia para conquistar Italia.

Aquella noche, Balducci lo llevó a la residencia de Paolo Rucellai, primo de los Rucellai de Florencia y, por lo tanto, primo lejano de Miguel Ángel. Vivía en el barrio de Ponte, del que se decía que era «
una pequeña Florencia amurallada dentro de sí misma
». Allí, en torno a la casa del cónsul florentino y los bancos toscanos, vivían muy juntos los florentinos residentes en Roma, con sus propios mercados, que importaban la tan preciada pasta, carnes, vegetales, frutas y dulces de Toscana. Habían adquirido terrenos y algunas de las casas que quedaban en la Vía Canale para la construcción de una iglesia florentina y para que ningún romano pudiera radicarse allí. El odio era mutuo.

En el área florentina había hermosos palacios, dos calles de casas sólidamente construidas, con jardines y huertos. Los bancos florentinos estaban en la Vía Canale, junto a la Camera Apostolica, el banco oficial del Vaticano. En el extremo de aquella colonia, cerca del puente de Sant'Ángelo, estaban los palacios Pazzi y Altoviti.

En contraste con el caos y la inmundicia de Roma, los prósperos florentinos barrían y lavaban sus calles todos los días al amanecer, reemplazaban los guijarros para mantener lisas las calzadas y tenían todas sus casas en excelente estado. Vendían o alquilaban solamente a florentinos. En la residencia Rucellai, Miguel Ángel fue presentado a las principales familias de la comunidad: los Tornabuoni, Strozzi, Pazzi, Altoviti, Bracci, Olivieri, Ranfredini y Cavalcanti, para quienes llevaba una carta de presentación.

Algunos de aquellos hombres le preguntaron:

—¿Quién es su padre?

Y cuando él contestaba: «
Ludovico Buonarroti-Simoni
» asentían con un movimiento de cabeza y decían:

—Conocemos ese nombre. —Lo cual implicaba que lo aceptaban en su medio.

Los Rucellai habían convertido su residencia romana en puramente florentina. Miguel Ángel no le dijo al apuesto y afable Paolo Rucellai que también él pertenecía a la familia. Los Rucellai habían puesto fin a la relación familiar con los Buonarroti. Y su orgullo le impediría siempre ser el primero en darse a conocer.

Colocó su bloque de mármol sobre tablones, de tal manera que le fuera posible moverse alrededor del mismo. Su desilusión por el hecho de que el cardenal no le había dado inmediatamente un tema específico para su escultura dio paso a la conclusión de que sería mejor si él mismo decidía lo que deseaba esculpir. De esa manera, no tendría que preguntar humildemente: «
¿Qué desearía Su Excelencia que esculpiera en este mármol?
».

—Debe tener sumo cuidado —le aconsejó Leo— de no tocar el bloque hasta que el cardenal Riario le dé permiso para hacerlo. Es un hombre inflexible en lo que respecta a sus propiedades.

—Pero si corto las aristas y lo exploro un poco, no causaría el menor daño al bloque…

Se sentía humillado de que le hicieran tal advertencia, como si fuera un obrero al que se le exigía que no dañase lo que era propiedad de su patrón. Sin embargo, tuvo que prometer que no tocaría el bloque hasta obtener el permiso necesario.

—Puede emplear su tiempo beneficiosamente —dijo Leo para aplacar su impaciencia—. En Roma hay cosas maravillosas que le servirán de estudio.

—Si, si, ya lo sé —respondió Miguel Ángel. ¿De qué valía que intentase explicar la fiebre de esculpir que lo consumía? Cambió de tema—: ¿Es posible conseguir en Roma modelos para desnudos? —preguntó—. En Florencia no se permite.

—Eso es porque nosotros los romanos somos gente limpia y moral —replicó Leo con picardía—. En cambio los florentinos… —Rió al ver que Miguel Ángel se sonrojaba—. Supongo que se debe a que nosotros no hemos sufrido nunca la enfermedad griega, mientras Florencia ha sido famosa, ¿o debo decir infame?, por esa enfermedad. Aquí, nuestros hombres realizan negocios, acuerdos políticos y casamientos de conveniencia, mientras gozan con sus placeres y ejercitan el desnudo.

—¿Podría conseguirme algunos modelos?

—Dígame la clase que desea.

—De todas las clases: bajos, altos, delgados, gruesos, jóvenes, viejos, de piel oscura y clara, trabajadores, comerciantes, personas ociosas…

Colocó un biombo bajo para asegurarse un mínimo de aislamiento. A la mañana siguiente llegó el primer modelo enviado por Leo: un fornido tonelero de mediana edad, que se sacó la maloliente camisa y las sandalias y se movió de un lado a otro con la mayor despreocupación mientras Miguel Ángel le hacía colocarse en diversas posturas. Todas las mañanas, al salir el sol, salía a su taller para preparar el papel, tizas, carboncillo de dibujo, tinta y colores, sin saber qué nueva tarea le depararía el modelo del día. Algunas veces, eran cuerpos soberbios, a los cuales copiaba de frente, o de espalda, haciendo un esfuerzo, alzando algún objeto, torciendo el cuerpo. Pero con mayor frecuencia la totalidad de la figura no le ofrecía nada de interés, y entonces dibujaba solamente un nudoso hombro, la forma de un cráneo, un muslo, una pantorrilla o un amplio pecho. Luego se pasaba todo el día reproduciendo la parte copiada, vista desde una docena de diferentes ángulos y en sus diversas posturas.

Sus años de entrenamiento rendían ahora sus frutos. Los meses de disección daban a sus dibujos una autoridad, una verdad interior que había cambiado completamente la proyección de su trabajo. Hasta el cortés y sofisticado Leo comentaba favorablemente la fuerza propulsora de aquellas figuras.

—Todas las mañanas se encuentra ante un modelo distinto como si emprendiera una emocionante aventura. ¿No se cansa de dibujar lo mismo una y otra vez: cabezas, brazos, piernas, torsos…?

—¡Pero si no son nunca iguales, Leo! Cada cabeza, brazo, pierna o torso del mundo es distinto de los demás y posee un carácter propio. Escuche, amigo mío: todas las formas que existen en el universo de Dios pueden ser halladas en la figura, en el cuerpo humano. El cuerpo de un hombre y su rostro pueden revelarnos todo cuanto este hombre representa. En consecuencia, ¿cómo podría agotar mi interés?

Baglioni miró el montón de dibujos que Miguel Ángel tenía bajo el brazo y movió la cabeza en un gesto de incredulidad.

—¿Y en lo referente a las cualidades internas? En Roma ocultamos más que lo que revelamos.

—Esa es una medida para juzgar a un escultor: su capacidad para penetrar en la corteza. Cada vez que me aboco a un tema me digo: «
¿Qué eres, en realidad, cuando te presentas así, desnudo, ante el mundo?
».

Leo meditó un instante aquellas palabras y al fin dijo:

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