En cuanto llegaron a Santa María della Vita, donde Aldrovandi le mostró la Lamentación de Dell'Arca, Miguel Ángel se sintió poseído por una honda excitación. Aquel gran grupo de terracota era melodramático y profundamente inquietante, pues Dell'Arca había captado sus figuras en una agonía y lamentación admirablemente expresadas.
Instantes después, llegaron junto a un hombre joven que estaba labrando bustos de terracota para ser colocados sobre los capiteles del Palacio Amonni, en la vía Santo Stefano. Aldrovandi lo llamó Vincenzo.
—Este —presentó— es nuestro amigo Buonarroti, el mejor escultor de Florencia.
—¡Ah, entonces, es apropiado que nos conozcamos! —respondió Vincenzo—. Yo soy el mejor escultor joven de Bolonia. Soy el sucesor de Dell'Arca, y tengo el encargo de terminar la gran tumba de Pisano en San Domenico.
—¿Le han hecho el encargo? —preguntó Aldrovandi vivamente.
—Todavía no, Excelencia, pero tiene que ser mío. Al fin y al cabo, soy boloñés. ¡Y soy escultor!
Siguieron su camino y Aldrovandi dijo:
—¡Sucesor de Dell'Arca! ¡Es el sucesor de su abuelo y su padre, que fueron los mejores fabricantes de ladrillos de Bolonia! ¡Que se ciña a su oficio!
Se dirigieron a la iglesia de San Domenico, construida en 1218. El interior tenía tres naves, más ornamentadas que la mayoría de las iglesias florentinas, con un sarcófago de San Domenico, original de Nicola Pisano, al cual lo llevó Aldrovandi, señalándole las tallas de mármol que habían sido hechas en 1267 y luego el trabajo continuado por Nicolo Dell'Arca.
—Dell'Arca murió hace ocho meses. Quedan por esculpir tres figuras: un ángel aquí, a la derecha; San Petronio, sosteniendo el modelo de la ciudad de Bolonia, y San Próculo. Esos son los mármoles que Vincenzo ha dicho que iba a esculpir.
Miguel Ángel miró fijamente a su acompañante. El hombre no añadió una palabra más, y se limitó a salir con él de la iglesia a la Piazza Maggiore para ver la obra de Jacopo della Quercia sobre el portal principal de San Petronio. Se quedó atrás, permitiendo que Miguel Ángel se adelantase solo.
El joven se quedó rígido, mientras contemplaba la obra con enorme emoción. Aquella podía ser la escultura más admirable que había visto jamás.
—Nosotros los boloñeses creemos que Della Quercia era un escultor tan grande como Ghiberti —dijo Aldrovandi.
—Tal vez tan grande o quizá más, pero ciertamente distinto —respondió Miguel Ángel—. Veo que Della Quercia fue tan innovador como Ghiberti. ¡Vea qué vivas ha esculpido sus figuras humanas, cómo laten con una vitalidad interna! —señaló primero uno y luego otro de los paneles, a la vez que exclamaba—: ¡Oh, esas tallas de Dios, de Adán y Eva, de Caín y Abel, de Noé ebrio, de la expulsión del Paraíso! ¡Vea la fuerza y profundidad del diseño! ¡Ante esta obra me siento anonadado!
Se volvió a su amigo y agregó entusiasmado:
—Señor Aldrovandi, ¡ésta es la clase de figura humana que yo he soñado siempre esculpir!
Encontró otro motivo de excitación en Bolonia; un motivo con el que no había ni soñado.
Recorrió todos los rincones de la ciudad con Aldrovandi, los palacios de sus hermanos, para las comidas familiares, y los de sus amigos, para cenas íntimas. Los boloñeses eran naturalmente hospitalarios, gozaban con verse rodeados de amigos e invitados. Fue en una cena ofrecida por Marco Aldrovandi, sobrino de su anfitrión, donde conoció a Clarissa Saffi. Era la única mujer presente y hacía los honores de la villa, situada en las colinas. Los demás invitados eran todos hombres, amigos de Marco.
Clarissa era una joven delgada, de cabellos dorados. Su cuerpo esbelto se movía con una delicada sensualidad. Cada pequeño movimiento de sus brazos, hombros y piernas era tan suave como una dulce música, y tan agradable. Era una de esas raras criaturas que parecen haber sido concebidas exclusivamente para el amor.
Al ver la belleza de aquel cuello, hombros y senos, Miguel Ángel pensó en la pasión de Botticelli por el desnudo femenino perfecto: no para amarlo, sino para pintarlo. Clarissa tenía mucho del dorado encanto de Simonetta, pero sin la triste inocencia que Botticelli había dado a su modelo.
Era distinta a cuantas mujeres había visto Miguel Ángel hasta entonces. La contemplaba, no simplemente con los ojos, sino con todos los poros y partes de su cuerpo. Su presencia en el salón de Marco, antes de que se moviera o hablase, hizo que la sangre le corriese tumultuosamente por las venas, y pensó que Clarissa era el amor en su forma femenina definitiva.
Su acogedora sonrisa le resultó como una caricia. A ella le gustaban todos los hombres; tenía una afinidad natural con ellos. Sus movimientos eran de una gracia cautivadora y resultaban un deleite para los sentidos. Las largas trenzas de color oro bruñido parecían encerrar el cálido sol de Italia. La suave y sibilante música de su voz conmocionó hondamente a Miguel Ángel.
Hacía tres años que era la amante de Marco, desde que éste la había conocido barriendo la zapatería de su padre. El primero en reconocer su belleza, la había llevado a una villa escondida en las colinas, donde le enseñó a vestir suntuosas prendas y joyas y le puso un tutor para que le enseñase a leer y escribir.
Después de la cena, mientras los viejos amigos se enzarzaban en una animada discusión de política, Miguel Ángel y Clarissa se encontraron solos en una pequeña habitación dedicada a la música. A pesar de que intentaba convencerse de que no sentía el menor interés por la forma femenina, de que no encontraba en ella ninguna emoción digna de ser esculpida, no le era posible apartar los ojos del corpiño de Clarissa, cubierto por la tenue tela de su vestido y una red de oro delicadamente tejida que realizaba el perturbador milagro de dar la impresión de mostrar sus pechos, mientras, al mismo tiempo, los ocultaba. Cuanto más miraba él, menos veía en realidad, puesto que se hallaba frente a una obra maestra del arte de la costura, diseñada para excitar e intrigar, pero sin revelar más que una sospecha de blancas palomas en su nido.
—¿Es artista, Buonarroti? —preguntó Clarissa.
—Soy escultor.
—¿Podría esculpirme en mármol?
—¡Ya está esculpida! ¡Y sin una sola falla! —exclamó él con entusiasmo.
Rieron los dos, inclinados uno hacia el otro. Marco la había enseñado bien y hablaba con excelente dicción. Miguel Ángel advirtió enseguida que poseía una rápida e intuitiva percepción.
—¿La veré nuevamente? —preguntó.
—Si el señor Aldrovandi lo trae.
—¿Y si no es así?
Sus rojos labios se entreabrieron en una sonrisa:
—¿Es que desea que pose para usted?
—No… sí… No sé. Ni siquiera sé lo que digo, ni lo que pienso.
Fue su amigo Aldrovandi quien advirtió aquella ansia en sus ojos. Le dio un amistoso golpe en los hombros y exclamó:
—Miguel Ángel, tiene demasiado sentido común para mezclarse en nuestra charla de política local. Ahora es el momento de la música. ¿Sabía que Bolonia es uno de los más grandes centros musicales de Europa?
En el camino de regreso, mientras cabalgaban uno junto al otro por las calles, Aldrovandi preguntó:
—¿Se ha quedado prendado de Clarissa?
Miguel Ángel comprendió que tenía que ser honesto con su amigo y respondió:
—Hace estremecer toda mi carne. Quiero decir la carne dentro de la que está a la vista.
—Nuestras bellezas boloñesas son capaces de eso y de mucho más. Pero para que se apague un poco ese fuego, le haré una pregunta: ¿Sabe lo cara que es Clarissa?
—He visto que sus vestidos y joyas muy caros.
—Pero eso no es nada; además, tiene un exquisito aunque pequeño palacio, con servidores, cuadras con coches y caballos…
—¡Basta! —exclamó Miguel Ángel sonriendo melancólicamente—: ¡Sin embargo, jamás había visto hasta hoy una mujer como ella! ¡Si algún día tuviera que esculpir una Venus…!
—¡No, amigo mío! Mi sobrino tiene muy mal genio y es el mejor espadachín de Bolonia.
Aquella noche tuvo pesadillas y se revolvió en el lecho, con fiebre.
Al día siguiente se cruzó con ella en la Vía Drapperie, la calle de las casas de modistas y tiendas de tejidos. Clarissa iba acompañada por una mujer de más edad. Avanzaba por la calle con aquella misma suave magia que le había admirado en la villa de Marco. Al verlo, hizo una pequeña inclinación de cabeza, sonrió levemente y pasó, dejándolo inmóvil, como pegado al pavimento de ladrillos.
Aquella noche, como tampoco podía dormir, bajó a la biblioteca de Aldrovandi, encendió una lámpara, tomó la pluma de su anfitrión y después de numerosos intentos escribió un soneto que tituló: La guirnalda y el cinto.
Sospechaba que aquél no era precisamente la clase de soneto para el que Benivieni había pasado tantas horas educándole. No obstante, el sólo hecho de escribirlo lo «
enfrió bastante
». Volvió a su dormitorio y durmió.
Unos domingos después, Aldrovandi le invitó a pasar la velada en la villa de Clarissa, donde un grupo de los íntimos de Marco se reunían para su juego favorito:
tarocchino di Bolonia
, que se jugaba con sesenta naipes de gran tamaño. Miguel Ángel no sabía jugar, ni tenía dinero para exponerlo en el juego. Después de que Clarissa se preocupase de que los jugadores no careciesen de comida y licores, se sentó con Miguel Ángel frente a la gran hoguera de la chimenea, en una pequeña salita.
—Es agradable tener a alguien de mi edad con quién hablar —dijo Clarissa—. ¡Todos los amigos de Marco son tan viejos…!
—¿No tiene amigos jóvenes?
—Ya no. Pero soy feliz. ¿No le parece extraño, Buonarroti, que una muchacha nacida y criada en la más absoluta pobreza pueda llegar a actuar tan naturalmente en medio de toda esta suntuosidad?
—No sé,
Madonna
: usted está fuera de mi esfera.
—¿Y cuál es su esfera? Quiero decir, aparte de la escultura.
—La poesía —dijo él, sonriente—. Me ha costado dos noches de sueño escribir este soneto.
—¿Me ha escrito un soneto? —exclamó ella asombrada—. ¡Nunca me han escrito ninguno! ¿Puedo escucharlo?
Miguel Ángel se sonrojó y dijo:
—No, será mejor que no. Pero algún día le daré una copia. Así podrá leerlo cuando esté sola.
—¿Por qué está tan turbado? Creo que es hermoso ser deseada. Yo lo acepto como un cumplido.
Miguel Ángel bajó los ojos. ¿Cómo podía confesar que era un principiante en ese juego? ¿Cómo le sería posible confesar el fuego que en aquel momento ardía en su carne y en sus venas?
De pronto, alzó la cabeza y encontró los ojos de Clarissa fijos en él. La joven había leído certeramente sus sentimientos. Puso una mano sobre la suya y estudió un instante su rostro. Aquellos minutos de percepción cambiaron el carácter de la relación entre ambos.
—¿Ha estado enamorado alguna vez? —preguntó ella.
—En cierto modo.
—El amor siempre es así: en cierto modo.
—¡Cómo! ¿Nunca es completo?
—Que yo sepa, no. Es político o material, o busca el placer de las perlas, los diamantes y un palacio… como en mi caso…
—¿Y lo que sentimos nosotros, uno por el otro?
El cuerpo de ella se estremeció ligeramente, lo que produjo un suave susurro de la seda del vestido. Una de sus piernas contactó ligeramente con una de las de él. Miguel Ángel sintió que su corazón saltaba como loco dentro de su pecho.
—Somos dos personas jóvenes y estamos juntos. ¿Por qué no habríamos de desearnos?
Miguel Ángel volvió a pasar una noche insomne. Su cuerpo, febril, ya no se conformaba con apoyar la cara entre los pechos de Clarissa, ahora vibraba en un profundo afán de poseerla toda. Escuchaba una y otra vez sus palabras en la oscuridad de su habitación, mientras todo su cuerpo temblaba de deseo, en un intolerable suplicio.
«
¿Por qué no habríamos de desearnos?
»
Se levantó, fue a la biblioteca de Aldrovandi y empezó a escribir frases, líneas, sin orden ni concierto, conforme acudían a su mente.
Fue durante las fiestas de Navidad, cuando los niños pobres de la ciudad cantaban villancicos por las calles para que las buenas gentes les hicieran regalos, y la señora Aldrovandi presidía la reunión anual de los servidores de palacio para el juego de «
la busca del tesoro
», cuando Miguel Ángel quedó rescatado de aquel torbellino en el que estaba preso.
Cuando los servidores encontraron sus regalos en la gran bolsa y brindaron por sus señores para retirarse inmediatamente, la familia Aldrovandi, unas treinta personas en total, «
extrajeron
» también sus obsequios. Aldrovandi se volvió a Miguel Ángel y le dijo:
—Bueno, ahora le toca a usted probar fortuna.
Introdujo una mano en la bolsa de arpillera. No quedaba en ella paquete alguno. Las amplias sonrisas de todos mostraban a las claras que estaban en el secreto de aquella broma. Pero de pronto sus dedos tocaron algo: era una réplica en terracota de la tumba de San Domenico, original de Dell'Arca. La sacó. Y en los tres lugares vacíos, donde faltaban el ángel, San Petronio y San Próculo, vio tres caricaturas de él mismo, incluida su nariz fracturada.
—Se… ¿Me han dado el encargo?
Aldrovandi sonrió feliz:
—Sí, amigo mío. El Consejo se lo ha otorgado la semana pasada.
Cuando se habían retirado ya los invitados, Aldrovandi y Miguel Ángel pasaron a la biblioteca. El primero explicó que enviaría a buscar el mármol a Carrara cuando estuvieran listos los dibujos y se determinaran las dimensiones de los bloques necesarios. Miguel Ángel estaba seguro de que su amigo no sólo le había conseguido aquel trabajo, que le reportaría treinta ducados de oro, sino que pagaría también el mármol y el transporte a través de los Apeninos en un carro de bueyes. Estaba tan agradecido que no sabía cómo expresarlo. Impulsivamente abrió un ejemplar de Dante y lo hojeó un rato. Tomó una pluma, y en los márgenes de una página dibujó rápidamente unas escenas de Florencia: el Duomo, el Baptisterio, el Palazzo della Signoria y el Ponte Vecchio sobre el Arno. La Florencia de piedra encerrada en sus sólidas murallas.
—Con su permiso —dijo—. Cada día ilustraré una página de este volumen.
Fue con Aldrovandi al taller de Dell'Arca, en la parte posterior de San Petronio. Era parecido al del Duomo, aunque algo más pequeño que aquél en donde había esculpido su Hércules. El taller no había sido tocado desde la repentina muerte de Dell'Arca, ocurrida diez meses antes. En su banco de trabajo estaban todavía los cinceles, martillos, cera seca y algunos modelos en arcilla, así como miniaturas, carpetas de bosquejos para las figuras de la tumba, todavía no talladas, y pedazos de carboncillo de dibujo. Había también el retrato inconcluso de un hombre.