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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (72 page)

BOOK: La agonía y el éxtasis
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Bajó la escalera desesperado, con los ojos llenos de lágrimas y se dirigió como ciego al palacio papal, donde se le hizo esperar largamente en una antecámara. Cuando fue admitido ante el Papa Julio II le preguntó:

—¿Qué sucede, hijo mío? Parece enfermo.

—He fracasado, Santo Padre.

—¿En qué sentido?

—Todo cuanto he pintado está arruinado. ¡Previne a Su Santidad que la pintura no era mi profesión!

—Vamos, levantad la cabeza, Buonarroti. Jamás os he visto…, aplastado. Os prefiero cuando me gritáis y me miráis airado.

—El techo ha empezado a gotear. La humedad está llenando de moho la pintura.

—¿No podéis secarlo?

—No sé cómo, Santidad. ¡Mis colores desaparecen mezclándose con el moho!

—¡No puedo creer en vuestro fracaso! —dijo el Papa. Se volvió hacia un funcionario y ordenó—: Id inmediatamente a casa de Sangallo y decidle que inspeccione el techo de la Capilla Sixtina sin pérdida de tiempo y me traiga su informe.

Miguel Ángel se retiró a una antecámara para esperar. Aquella era su peor derrota. No estaba acostumbrado al fracaso; aquella palabra era la única en su léxico que consideraba peor que verse obligado a trabajar en medios extraños a él. No podía dudar de que el Papa daría por terminado su contrato con él. Con toda seguridad no se le permitiría que esculpiese la tumba. Cuando un artista fracasaba de manera tan abyecta, estaba terminado. La noticia de su fracaso se extendería por toda Italia en pocos días. En lugar de regresar a Florencia triunfante, se arrastraría como un perro castigado, con la cola de su orgullo entre las piernas.

Antes de que tuviera tiempo de serenarse, fue introducido de nuevo en el salón del trono.

—Sangallo —preguntó el Papa—, ¿cuál es vuestro informe?

—No es nada serio, Santo Padre. Miguel Ángel aplicó la cal demasiado aguada y el viento norte provocó la exudación.

—¡Pero si es la misma composición que Ghirlandaio utilizaba en Florencia! —exclamó Miguel Ángel.

—La cal romana es de
tramontina
y no se seca tan fácilmente. La
pozzolana
que Rosselli le enseñó a mezclar con ella permanece blanda y a menudo desarrolla una eflorescencia mientras se seca. Sustituya la
pozzolana
por polvo de mármol, y use menos agua con esa cal. Con el tiempo, el aire consumirá el moho. Sus colores no sufrirán nada.

El viento cesó y salió el sol. El revoque se secó. Pero fue Sangallo quien recorrió el largo camino de la derrota, rumbo a Florencia. Cuando Miguel Ángel fue a la casa de la Piazza Scossacavalli, encontró todos los muebles cubiertos con sábanas y los efectos de la familia amontonados en el vestíbulo de la planta alta. Miguel Ángel sintió que se le oprimía el corazón.

—¿Qué ha sucedido?

Sangallo movió la cabeza melancólicamente.

—No me dan trabajo. ¿Sabe cuál es el único encargo que tengo ahora? ¡Colocar alcantarillas bajo las calles principales! ¡Noble trabajo para un arquitecto papal!, ¿no? Mis aprendices se han ido a trabajar con Bramante. Este ocupa ahora mi lugar, como juró que lo haría.

A la mañana siguiente, Sangallo y su familia se habían ido. Allá arriba, en su andamio, Miguel Ángel se sintió más solo en Roma que nunca, como si fuera él quien yacía melancólico e impotente en las últimas rocas grises que se levantaban todavía sobre las aguas.

El Diluvio le absorbió treinta y dos días de incesante pintura. Durante las últimas semanas, estaba completamente sin dinero. Sus ganancias anteriores, invertidas en casas y granjas para aumentar las rentas de la familia, no le aportaban ni un escudo. Por el contrario, cada carta le traía lamentaciones. En esos momentos, se sentía como uno de aquellos hombres desnudos que había pintado en el centro de su panel, intentando subir al Arca de Noé, donde otros hombres aterrados, levantaban contra ellos sus cachiporras por temor a que hiciesen zozobrar aquel último refugio.

¿Cómo era que solamente él no prosperaba con sus relaciones papales? El joven Rafael Sanzio, recientemente llevado a Roma por Bramante, se había conseguido inmediatamente un importante encargo particular. El Papa estaba tan encantado con la gracia y el encanto de sus obras, que le encargó que cubriese de frescos las habitaciones de su nueva residencia. Al recibir un suculento adelanto del Pontífice, Rafael alquiló una lujosa villa, instaló en ella a una joven y hermosa amante y tomó servidores para que atendiesen a ambos. Rafael estaba ya rodeado por una cohorte de admiradores y aprendices y cosechaba los mejores frutos que podía ofrecer Roma a un artista.

Miguel Ángel lanzó una mirada a las despintadas paredes de su casa, sin cortinas ni alfombras, con apenas unas cuantas piezas de mobiliario, pobres y deslucidas.

Una noche, mientras Miguel Ángel cruzaba la Piazza San Pietro, vio a Rafael, que caminaba hacia él, rodeado por sus aduladores y aprendices. Al cruzarse, Miguel Ángel le dijo secamente:

—¿Adónde va, rodeado de un séquito como un rey?

—¿Y adónde va usted, tan solo como un verdugo? —respondió Rafael mordazmente.

El hecho de que su aislamiento fuese voluntario no lo consolaba. Se dirigió a su mesa de dibujo y hundió su hambre y soledad en el trabajo, poniéndose a dibujar su próximo fresco: el Sacrificio de Noé. Conforme las figuras iban adquiriendo vida bajo sus rápidos dedos, el taller se llenó de energía, vitalidad y color. Su hambre, su sensación de soledad, desaparecieron. Se sentía seguro entre aquel mundo que él mismo creaba. «
Jamás estoy menos solo que cuando estoy solo
», murmuró para sí. Y suspiró, porque se sabía él mismo víctima de su propio carácter.

XIV

Quería que el Papa viese la Sibila de Delfos y el profeta Joel en sus tronos, como buenos ejemplos de las figuras que rodearían a los paneles centrales.

Julio II se encaramó por la escala del andamio y contempló atentamente los cincuenta y cinco hombres, mujeres y niños, de algunos de los cuales se veían solamente las cabezas y hombros, pero en su mayoría presentados totalmente. Comentó la magnífica belleza de la Sibila de Delfos y le hizo algunas preguntas sobre lo que iba a pintar en las otras áreas. Por fin dijo:

—¿El resto del techo será tan bueno como este panel?

—Debe resultar mejor, Santo Padre, pues sigo aprendiendo en lo referente a la perspectiva apropiada a esta altura.

—Estoy satisfecho de vos, hijo mío. Ordenaré que el tesorero os entregue otros quinientos ducados.

Ahora ya podía enviar dinero a su casa, comprar alimentos y los materiales que necesitaba para seguir trabajando. Transcurrirían así unos meses tranquilos, durante los cuales podría pintar El Paraíso, Dios crea a Eva y luego el corazón mismo del techo: Dios crea a Adán.

Pero los meses siguientes no tuvieron nada de tranquilos. Advertido por su amigo el chambelán Accursio de que su Piedad era sacada de San Pedro para que el ejército de dos mil quinientos obreros de Bramante pudiera remodelar la pared sur de la Basílica y hacer sitio para el primero de los entrepaños de pared, subió a saltos la larga escalera y comprobó que la Piedad había sido llevada ya a otra pequeña capilla… por suerte sin daño para la escultura. Después, incrédulo, con una sensación de angustia en la boca del estómago, vio cómo caían en pedazos las antiguas columnas de mármol y granito, y como los obreros sacaban los escombros. Monumentos construidos en la pared sur se vinieron abajo al derrumbarse la misma. ¡Y habría costado tan poco llevarlos a otro lugar sin que sufrieran daño alguno!

Que él supiera, nadie tenía llave de la Capilla Sixtina más que el chambelán Accursio y él. Miguel Ángel había insistido en ello, para que nadie pudiera espiar su trabajo o irrumpir en su aislamiento. Mientras pintaba un día el profeta Zacarías en su enorme trono tuvo la sensación de que alguien visitaba la Capilla durante la noche. No poseía prueba tangible alguna, pero adivinaba que las cosas no estaban exactamente igual a como él las había dejado. Alguien subía por la escala durante su ausencia.

Michi se ocultó aquella noche y le informó que los visitantes eran Bramante y, según creía, Rafael. Bramante tenía una llave, por lo visto. Iban allí después de medianoche. Miguel Ángel se enfureció. Antes de que su bóveda estuviera completa y abierta al público, Rafael pintaría sus obras copiando su técnica. Así sería Rafael el autor de la revolución en la pintura, y él, Miguel Ángel, un simple imitador.

Pidió al chambelán Accursio que le consiguiese una audiencia con el Papa, a la que debía asistir también Bramante. En ella, formuló la acusación.

Bramante no respondió palabra. Miguel Ángel exigió que el arquitecto entregase su llave al chambelán, y así se hizo. Una nueva crisis había quedado resuelta. Y Miguel Ángel regresó a su bóveda.

Al día siguiente recibió un aviso de una sobrina del cardenal Piccolomini. La familia insistía en que terminase de esculpir las restantes once estatuas del altar de Siena, o que devolviese los cien florines que se le habían dado como adelanto. En ese momento, no podía desprenderse de aquella suma. Además, la familia le debía el importe de una de las figuras, que ya había sido entregada.

Recibió una carta de Ludovico en la que le informaba que, mientras se efectuaban reparaciones en la casa de Settignano, Giovansimone había tenido un cambio de palabras con él, y amenazó con pegarle, después de lo cual prendió fuego a la casa. Los daños eran insignificantes porque el edificio era de piedra, pero Ludovico estaba enfermo como consecuencia del tremendo disgusto. Y Miguel Ángel envió dinero para reparar la casa y una carta severísima a su hermano.

Aquellos incidentes le deprimieron profundamente. Se vio obligado a suspender el trabajo. Fue a la campiña y caminó muchos kilómetros incansablemente. En medio de su desesperación, recibió un mensaje del cardenal Giovanni, llamándole al palacio Medici. ¿Qué otra cosa habría salido mal?

Giovanni estaba acompañado de Giulio cuando él llegó:

—Miguel Ángel —dijo el cardenal—. Como antiguo compañero bajo el techo de mi padre, siento por usted un cálido afecto.

—Eminencia: siempre lo he creído así.

—Es por eso que deseo que sea un miembro más de mi casa. Tiene que venir a cenar, estar a mi lado en mis cacerías y figurar en mi séquito cuando cruzo la ciudad para oficiar misa en Santa María de Domenica. Quiero que toda Roma sepa que es miembro de mi círculo más intimo.

—¿Y no podría decírselo a toda Roma?

—Las palabras no significan nada. A este palacio vienen eclesiásticos, nobles, ricos comerciantes… Cuando toda esa gente lo vea aquí, sabrá que está bajo mi protección.

Bendijo a Miguel Ángel y salió de la habitación. Miguel Ángel miró a Giulio, quien dio un paso hacia él y le habló cálidamente:

—El cardenal considera que necesita usted de su bondad.

—¿En qué forma?

—Bramante le desacredita a usted allá donde va. Si se convierte en un íntimo de esta casa, el cardenal, sin decir una palabra a Bramante, silenciará a sus detractores.

Miguel Ángel estudió un instante el hermoso rostro de Giulio y, por primera vez, sintió simpatía hacia él, de la misma manera que Giulio le estaba ofreciendo, también por primera vez, su amistad.

Ascendió la tortuosa senda hasta la cima del cenáculo y desde allí contempló los tejados y terrazas de Roma. El Tíber atravesaba la ciudad como una continua «
S
». Se preguntó si podría unirse al séquito del cardenal Giovanni y pintar al mismo tiempo la Capilla Sixtina. Estaba agradecido a Giovanni por su deseo de ayudarlo, y él necesitaba ciertamente ayuda. Pero aun cuando no estuviese trabajando día y noche, ¿cómo podía convertirse en un dependiente del cardenal? Los años eran tan cortos, las frustraciones tan numerosas, que a no ser que trabajase al máximo de su capacidad jamás lograría reunir un volumen de obra importante. ¿Cómo podía pintar varias horas por la mañana, ir a los baños, dirigirse a la residencia de Giovanni, conversar cortésmente con varias docenas de invitados y consumir una deliciosa cena que se prolongaría varias horas?

El cardenal Giovanni lo escuchó atentamente cuando le expresó su gratitud y le dio las razones por las cuales no podía aceptar su ofrecimiento.

—¿Por qué le es imposible, cuando Rafael lo hace con tanta facilidad? —preguntó Giovanni—. También él produce una gran cantidad de trabajo de alta utilidad, a pesar de lo cual cena todas las noches en un palacio distinto, sale con sus amigos, va a los teatros… ¿Por qué él sí y usted no?

—Sinceramente, ignoro la respuesta, Eminencia. Yo trabajo desde el amanecer hasta la noche, y después a la luz de una vela o una lámpara. Para mí, el arte es un tormento, doloroso cuando sale mal, delicioso cuando todo va bien, pero siempre un tormento que me domina. Cuando he terminado una jornada de trabajo, quedo totalmente vacío. Todo cuanto tenía dentro de mí ha quedado dentro del mármol o el fresco. Por eso no tengo nada que dar en otras partes.

XV

Volvió a su andamio, decidido a que nada lo distrajera en adelante, ni las dificultades en Roma, ni las de Florencia. Sus bocetos para la bóveda estaban casi terminados y en ellos figuraban trescientos hombres, mujeres y niños, todos ellos imbuidos de la potencia de la vida, como los vivos que caminaban por la tierra. La fuerza para crearlos tenía que proceder de su interior. Necesitaría días, semanas, meses, de diabólica energía para dar a cada personaje individual una anatomía, mente, espíritu y alma auténticas, una irradiación de fuerza tan monumental que muy pocos hombres de la tierra pudieran igualarse a ellos. Cada uno tenía que ser arrancado de su matriz artística a la fuerza, una fuerza articulada y frenética. Era imprescindible que reuniese dentro de sí todo su poder. Mientras estaba creando el Dios Padre, él era el Dios Madre, fuente de una noble estime, compuesta de medio-hombres y medio-dioses, cada uno de ellos inseminado por su propia fertilidad creadora.

Hasta Dios se había cansado después de su torrente de actividad. El séptimo día llegó al fin de su Creación, y descansó. ¿Por qué, entonces, él, Miguel Ángel Buonarroti, un hombre pequeño, que sólo media un metro sesenta y pesaba cuarenta y siete kilos, tenía que trabajar durante meses, años, sin alimentarse debidamente, sin descansar, sin agotarse?

Durante treinta días pintó desde el amanecer hasta bien entrada la noche para terminar El Sacrificio de Noé, las cuatro titánicas figuras masculinas desnudas que lo rodeaban, la Sibila de Eritrea, en su trono, y el profeta Isaías, mientras que por las noches regresaba a su casa para ampliar el dibujo del Paraíso. Durante treinta días durmió vestido, sin quitarse ni siquiera las botas. Se alimentaba de sí mismo. Cuando se sintió mareado de pintar largas horas con la cabeza y los hombros inclinados violentamente hacia atrás, hizo que Rosselli le construyese una plataforma todavía más alta; la cuarta sobre el andamio. Desde entonces, pintaba sentado, sus ojos a sólo unos centímetros del techo, hasta que los huesos de sus nalgas, poco cubiertos de carne, estaban tan lastimados y doloridos que ya no podía resistir. Entonces se tendía boca arriba, con las rodillas dobladas hasta donde le era posible contra el pecho, para dar mayor firmeza al brazo con que pintaba. Como ya no se preocupaba de afeitarse, su barba se había convertido en el recipiente al que iban a parar las gotas de pintura y agua. Todo movimiento que hacía, por pequeño que fuese, era un tremendo esfuerzo y una agonía de dolor.

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