La agonía y el éxtasis (30 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: La agonía y el éxtasis
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Esta vez realizó sus incisiones con pericia y puso una mano sobre el hueso del tórax. Cedió fácilmente y lo separó. Hacia el cuello del cadáver sus dedos tropezaron con un apéndice en forma de tubo, de unos dos centímetros y medio de diámetro, que daba la impresión de una serie de duros anillos. Entre ellos encontró un blando tubo membranoso que bajaba desde el cuello. No pudo descubrir dónde terminaba aquel tubo y comenzaba el pulmón, pero cuando tiró de él, el cuello y la boca del cadáver se movieron. Sacó las manos rápidamente y se retiró de la mesa mientras un fuerte escalofrío recorría su cuerpo.

Un momento después cortó el tubo a ciegas, porque no podía verlo, y luego alzó los pulmones, primero uno y luego el otro. Pesaban muy poco. Trató de cortar uno con el cuchillo; lo colocó en la mesa, y sobre aquella superficie dura descubrió que era lo mismo que tratar de cortar una esponja seca. En uno de los pulmones encontró una mucosidad de color blanco amarillento que lo mantenía húmedo. En el otro había una mucosidad rosada. Quiso introducir su mano por la boca del cadáver, con el fin de explorar en la garganta y el cuello, pero al sentir en los dedos la dureza de los dientes y la ligera humedad de la lengua, sintió una profunda repulsión.

De pronto le acometió la sensación de que había alguien en la habitación con él, aunque sabía que eso era imposible, pues había cerrado la puerta con llave por dentro. El trabajo de esa noche le resultó muy difícil.

Envolvió el cadáver en la sábana con mayor facilidad que los anteriores, pues pesaba mucho menos. Y se alejó.

V

No podía arriesgarse a que su padre sintiese nuevamente aquel hedor a muerte, por lo que recorrió las calles hasta que encontró una taberna en el barrio obrero que estaba abierta ya. Bebió un vaso de
Chianti
. Y en un momento en que el tabernero estaba de espaldas, vertió el resto del vaso por la camisa.

Ludovico se indignó al oler aquel fuerte vino en las ropas de su hijo.

—Ahora —dijo— ya no te basta con andar de vagabundo por las calles toda la noche, metido sabe Dios en qué fechorías, sino que vuelves a casa apestando a vino como un borracho. ¡Confieso que no te entiendo! ¿Qué es lo que te empuja al mal camino?

La única protección que Miguel Ángel podía proporcionarle a su familia era mantenerla ignorante de todo. Pero conforme pasaban los días y él seguía llegando vacilante a su casa todas las madrugadas, la familia se levantó en armas. Cada uno de los miembros estaba indignado por una razón especial. Lucrezia, porque Miguel Ángel no comía. Su tío Francesco, porque temía que su sobrino se endeudara. Su tía Cassandra, por razones de moral. Únicamente Buonarroto no estaba contra él.

—Sé que cuando sales no vas a divertirte —le dijo.

—¿Y cómo puedes tú saber eso? —preguntó Miguel Ángel, extrañado.

—Es muy sencillo. No me has pedido ni un escudo desde que compraste esas velas, y sabes muy bien que sin dinero no es posible tener vino ni mujeres… por lo menos aquí, en Florencia.

A la mañana siguiente, Miguel Ángel fue al Duomo, entró en su taller y se sentó en la banqueta ante su mesa de dibujo.

Beppe se acercó a saludarlo, con expresión inquisitiva.

—Mi joven amigo —dijo—. Parece un cadáver. ¿Qué ha estado haciendo?

Miguel Ángel lo miró un instante y luego dijo:

—Estuve trabajando, Beppe.

El capataz rió un rato, con su desdentada boca muy abierta.

—¡Ah, si yo fuera joven para esa clase de trabajo! —dijo mientras movía la cabeza, sentencioso—. Bueno, no intente levantar la cachiporra de Hércules todas las noches. Recuerde que lo que uno pone en las mujeres por la noche no lo tiene a la mañana siguiente para ponerlo en el mármol.

Aquella noche, en la morgue del monasterio, se encontró frente a su primer cadáver, que tenía un aspecto repugnante. Se estremeció al observar lo que podía ocurrirle a la obra maestra de Dios.

Era un hombre de unos cuarenta años, cuyo rostro, grande y enrojecido, aparecía hinchado cerca del cuello. Tenía abierta la boca, azulados los labios y lleno de puntitos rojos el blanco de los ojos. Entre los amarillentos dientes, Miguel Ángel alcanzó a ver la oscura lengua, hinchada de tal manera que llenaba casi toda la boca.

Puso una mano sobre el rostro del cadáver. Las mejillas daban la impresión de estar formadas con levadura sin cocinar.

Le pareció que aquel era un buen momento para penetrar en la estructura del rostro humano. Eligió el más pequeño de sus cuchillos y cortó desde el borde de la cabellera hasta el puente de la nariz. Intentó sacar la piel de la frente pero no le fue posible, porque estaba demasiado pegada al hueso. Cortó encima de cada ceja hasta el borde del ojo y sacó la piel del rincón del ojo hacia afuera, continuando hasta la oreja y luego hacia abajo por el pómulo.

El efecto de aquella mutilación le resultó tan horrible que no pudo proseguir la tarea. Tomó la sábana del rincón donde la había dejado caer, cubrió con ella la cabeza del cadáver y concentró toda su atención en el hueso de la cadera y los fibrosos músculos del macizo muslo.

Un par de noches después, al encontrar un nuevo cadáver, cortó suavemente en la piel de la cara y la sacó con las tijeras. Bajo el delgado tejido amarillento de grasa, encontró una gran membrana de tejido muscular rojizo que iba ininterrumpidamente desde una oreja, alrededor de los labios, hasta la otra. Y fue entonces cuando entendió por primera vez cómo aquellos músculos podían hacer mover la cara para reír, sonreír, llorar o expresar otros sentimientos.

Debajo de aquella membrana había un tejido más grueso que se extendía desde el extremo de la mandíbula hasta la base del cráneo. Metió un dedo bajo aquel tejido y empujó un poco, comprobando de inmediato que la mandíbula se movía.

Trabajó con el dedo hacia arriba y hacia abajo para simular el movimiento de la masticación y después buscó el músculo que hacía mover el párpado del ojo. Tenía que mirar el interior de la cavidad del ojo para descubrir lo que le confería movimiento. Y mientras intentaba introducir un dedo hizo demasiada presión. ¡El globo del ojo se rompió y una mucosidad blanca bañó sus dedos! ¡La cavidad quedó vacía!

Se volvió de espaldas bruscamente, aterrado. Luego se dirigió a una de las paredes de la habitación y arrimó la frente a la encalada superficie para refrescarse, mientras luchaba desesperadamente contra las náuseas que le acometían.

Una vez que se hubo tranquilizado un poco fue de nuevo junto al cadáver, cortó el tejido alrededor del otro ojo y descubrió por dónde estaba sujeto al fondo de la cavidad. Luego introdujo su dedo detrás del globo del ojo, lo movió lentamente hacia un lado y por fin lo arrancó. Le dio algunas vueltas en la mano, tratando de ver cómo se movía. Acercó la vela a la cavidad y examinó cuidadosamente su interior. En el fondo pudo percibir un agujero a través del cual unos filamentos, al parecer de tejido, blandos, de color grisáceo, subían y se introducían en el cráneo. Hasta que no le fuera posible levantar o separar la tapa del cráneo y dejar al descubierto el cerebro, no podría enterarse de lo que hace que los ojos vean.

Su vela no tenía más que un diminuto anillo de cera. Cortó la carne que rodeaba el puente de la nariz y entonces vio claramente lo que le había ocurrido a la suya al recibir el fuerte puñetazo de Torrigiani.

La vela vaciló unos instantes y, por fin, se apagó.

Se dirigió al taller del Duomo. Le resultó fácil arrojar la bolsa de lona por encima de la portada y luego pasar sobre la misma. A la luz de la luna, los bloques de mármol brillaban con una blanca luminosidad. El aire fresco contribuyó a normalizar su estómago. Se dirigió a su banqueta de trabajo, la apartó a un lado, y se acostó debajo de la mesa tapado con un gran pedazo de pesada lona. Poco después dormía.

Despertó horas más tarde. El sol brillaba alto ya. En la vecina plaza los
contadini
estaban montando ya sus puestos. Se dirigió a la fuente para lavarse, compró una loncha de
parmigiano
y dos
panini
de corteza gruesa, e inmediatamente volvió al taller.

Trató de cortar el mármol alrededor de los bordes del bloque del Hércules, pues creyó que el contacto de sus manos con las herramientas le produciría gozo.

Pero no tardó en dejarlas. Se sentó en la banqueta y comenzó a dibujar un brazo, músculos, coyunturas, una mandíbula, un corazón, una cabeza…

Cuando llegó Beppe y se acercó para darle un
buon giorno
afectuoso, Miguel Ángel extendió una mano sobre la hoja de papel en la que dibujaba. Beppe se detuvo bruscamente, al ver una cuenca vacía y unas vísceras al descubierto. Movió la cabeza, muy serio, se volvió y se fue.

Al mediodía, Miguel Ángel fue a su casa a comer para que su padre no se asustase por su prolongada ausencia.

Necesitó varios días para armarse del suficiente valor y volver a la morgue. Había decidido romper la parte superior del cráneo de un cadáver. Una vez allí, empezó a trabajar rápidamente con el martillo y el cincel, cortando hacia atrás desde el puente de la nariz. Era una tarea que le ponía los nervios en tensión, porque cada vez que aplicaba un golpe la cabeza se movía. Además, no sabía cuánta fuerza era necesaria para quebrar el hueso. No le era posible abrir el cráneo. Cubrió la cabeza del cadáver, y pasó el resto de la noche estudiando su columna vertebral.

Con el cadáver siguiente, no cometió el error de cortar hacia atrás el cráneo, sino que lo hizo alrededor de la cabeza, desde detrás de la oreja izquierda, a lo largo de la línea donde terminaba el martillo, para penetrar el espesor del hueso. Desde entonces, con espacio suficiente ya para mantener el cincel bajo el hueso, pudo efectuar el corte alrededor del cráneo. De pronto, salió una especie de crema blanduzca y poco después la tapa del cráneo estaba en sus manos.

Era como una madera seca. Sufrió tal conmoción que estuvo a punto de dejarla caer al suelo.

Paseó la mirada a lo largo del cadáver y quedó aterrado, pues al sacar la tapa del cráneo la cara había quedado completamente deformada.

De nuevo se sintió invadido por una sensación de culpabilidad, pero ya destapado el cráneo le fue posible mirar el interior de la cabeza, en busca del cerebro.

En su condición de artista, siempre le había fascinado todo lo que creaba expresión. ¿Qué había en el cerebro que permitía al rostro expresar las distintas emociones? Acercó la vela todo lo que pudo y vio que la masa que se hallaba en el interior tenía un color blanco amarillento, con líneas rojas ligeramente azuladas en la superficie: eran las arterias y venas que partían en todas las direcciones. Podía ver que la masa cerebral estaba dividida en el medio, correspondiendo exactamente con la línea que dividía el cráneo. No pudo percibir olor alguno, pero al tocarla con los dedos comprobó que era muy blanda, suave y húmeda.

Colocó nuevamente la tapa del cráneo y envolvió la sábana con fuerza para que no se soltase. Ya no se sentía asqueado ni descompuesto, como en las noches anteriores, pero lo consumía la impaciencia de trabajar en el cadáver siguiente para abrir el cerebro propiamente dicho, ya que esa noche no le quedaba tiempo.

Cuando lo hizo, dos noches después, se asombró al pensar que los hombres pudieran ser tan distintos unos de otros, cuando los cerebros parecían tan iguales. Dedujo que tenía forzosamente que haber una sustancia dentro del cerebro distinta en cada persona. Utilizó el dedo índice para explorar la base del cráneo y comprobó que el cerebro estaba completamente separado del hueso. Introdujo los dedos por ambos lados y trató de sacar toda la masa. Pero no podía levantarla.

Donde sus dedos se unían, la masa estaba ligada por algo así como una serie de alambres al fondo de la cuenca del cráneo. Los cortó y por fin pudo sacar la masa.

Era blanda y al mismo tiempo tan resbaladiza que tuvo que concentrar toda su atención y rapidez de movimientos para impedir que se disgregase. La miró con asombro y admiración. De aquella sustancia relativamente pequeña, que no podía pesar más de un kilo, emergía toda la grandeza de la raza humana: arte, ciencia, filosofía, gobierno, todo aquello que habían conseguido los hombres, para su bien o su mal.

Cuando cortó el cerebro por la línea divisoria, le pareció que era igual que cortar un queso fresco. No hubo el menor sonido, residuos ni olor. Las dos mitades eran exactamente iguales. Por dondequiera que cortaba, era todo lo mismo: la masa de color grisáceo un poco amarillento. Empujó el cadáver para dejar espacio y puso el cerebro sobre la mesa. Se sorprendió al ver que no tenía estructura propia y que se iba desparramando lentamente por la mesa.

Los agujeros del cráneo los encontró llenos de aquella sustancia filamentosa que había tenido que cortar para separar el cerebro. Siguió con la vista aquellos filamentos hasta el cuello y llegó a la conclusión de que eran la única conexión que existía entre el cerebro y el cuerpo.

Los agujeros frontales estaban entre el cerebro y los ojos, y los otros dos correspondían a las orejas. Presionó en el agujero de algo más de tres centímetros que había en la parte posterior de la base del cráneo, que conectaba con las vértebras: aquella era la conexión entre el cerebro y la espalda.

Estaba extenuado, pues había trabajado cinco horas, y se alegró al ver que la vela se apagaba.

Se sentó en el borde de la fuente de la Piazza Santo Spirito y se echó agua por la cabeza y la cara.

«
¿Hago esto porque estoy obsesionado?
», se preguntó. «
¿Tengo derecho a cometer este sacrilegio sólo porque me digo que es en bien de mis conocimientos de escultura? ¿Qué precio deberé pagar por esos conocimientos?
».

Llegó la primavera y el aire se tomó tibio. Beppe le informó de una escultura que debía ser realizada para la nueva bóveda de Santo Spirito: capiteles tallados, un número de piedras labradas para decorar dicha bóveda y las puertas. No se le ocurrió pedir al prior Bichiellini que interviniese. Se dirigió al capataz a cargo de la construcción de la obra y solicitó el trabajo. El capataz no quería que lo ejecutase un estudiante. Miguel Ángel le ofreció llevarle su
Madonna
y Niño y los Centauros para probarle que era capaz de realizar el trabajo. El capataz accedió, aunque no de muy buen grado, a ver aquellas piezas. Bugiardini pidió prestado uno de los carros de Ghirlandaio, lo llevó al hogar de los Buonarroti y lo ayudó a envolver y transportar los mármoles. Los colocaron cuidadosamente sobre una gruesa capa de paja y los llevaron, atravesando el Ponte Santa Trinita, a Santo Spirito.

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