Krabat y el molino del Diablo (12 page)

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Authors: Otfried Preussler

BOOK: Krabat y el molino del Diablo
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—Vuélvele en sí, Krabat —dijo el maestro.

Aquello a Krabat no le costó más que un chasquido de dedos, tal como había aprendido en la Escuela Negra.

—¡Presenten armas! —ordenó—. ¡Por la derecha... meeedia vuelta!

El oficial desenvainó la espada, saludó con la hoja desnuda. Luego dio la media vuelta que le habían ordenado y se marchó marcando el paso.

En la plaza del palacio ya les tenían preparado el coche. El mozo de cuadra anunció que había atendido a los bayos como le habían ordenado.

—¡Y yo se lo agradezco! —dijo el maestro.

Luego se montaron, y fue entonces cuando Krabat se dio cuenta de que llevaba puesta otra vez su ropa habitual. Así estaba bien... ¿qué iba a hacer él en el molino con sombrero de tres picos, espada y chaquetilla?

Pasaron traqueteando por los puentes de piedra sobre el Elba. Cuando ya habían salido de la ciudad y alcanzaron las colinas de la otra orilla del río, el maestro llevó el coche a campo abierto. Allí los caballos se elevaron nuevamente del suelo, y siguieron el camino de regreso a casa por los aires.

La luna estaba en el oeste, ya muy baja, pronto se pondría. Krabat se abandonó a sus pensamientos. Miraba los pueblos y las pequeñas ciudades que cruzaban en su vuelo, miraba campos y bosques, charcas y regatos, y zonas pantanosas con sus ciénagas y sus planos arenales. Paisaje tranquilo allí abajo, oscuro y silencioso.

—¿En qué piensas? —quiso saber el maestro.

—Estoy pensando —dijo Krabat— en hasta dónde puede llegar uno con el arte negra... y en que es un medio que le da a uno poder incluso sobre príncipes y reyes.

A la luz de un cirio pascual

La Semana Santa aquel año fue muy tarde, cayó en la segunda mitad de abril. La tarde del Viernes Santo Witko fue admitido en la Escuela Negra. Nunca había visto Krabat un cuervo tan flaco y tan desgreñado como él; también creyó apreciar un reflejo rojizo en su plumaje, pero quizás aquello no fueran más que imaginaciones suyas.

El sábado de Gloria lo pasaron los ayudantes del molinero durmiendo, en previsión de lo que les esperaba. A media tarde Juro les puso de comer en abundancia.

—Comed todo lo que podáis —les exhortó Hanzo—. ¡Ya sabéis que tiene que duraros para rato!

A Lyschko volvieron a dejarle comer por primera vez de la misma fuente que todos: al entrar en la víspera de Pascua debían estar enterradas todas las disputas que hubiera habido entre los ayudantes del molinero, así lo exigía la regla.

Cuando empezó a oscurecer el maestro envió a los mozos a por la marca. Todo transcurrió exactamente igual que el año anterior. El maestro volvió a contar a los muchachos, éstos volvieron a salir del molino por parejas. A Krabat aquella vez le tocó con Juro.

—¿Adónde vamos? —preguntó Juro después de haber cogido unas mantas.

—Si te parece bien, a la Muerte de Bäumel.

—Está bien —opinó Juro—, si tú te sabes el camino... De noche no puede fiarse uno de mí, si encuentro el establo desde la casa sin perderme, ya puedo darme por contento.

—Yo iré delante —dijo Krabat—. ¡Procura no perderte en la oscuridad!

El camino por el que tenían que ir ya lo había recorrido Krabat en una ocasión, aquella vez con Tonda. Atravesar Koselbruch no era difícil. Sólo podía haber dificultades una vez fuera, más allá del bosque, cuando hubiera que encontrar el camino vecinal que iba por las afueras de Schwarzkollm.

«En el peor de los casos— se dijo Krabat—, tendremos que ir campo a través.»

Pero no hubo necesidad de ello.

A pesar de la oscuridad, llegaron como si tal cosa al sendero. Con las luces del pueblo a mano izquierda, fueron por los campos, alcanzaron pasado un rato el camino que había al otro lado de la localidad y lo tomaron hasta el siguiente cruce.

—Aquí tendría que ser —dijo Krabat.

En la linde del bosque fueron tanteando pino por pino. Krabat se puso muy contento cuando, finalmente, tocó con sus dedos el angulado tronco de la cruz de madera.

—¡Ven aquí conmigo, Juro!

Juro llegó rápidamente hasta allí a trompicones.

—¡Hay que ver cómo lo has conseguido, Krabat! ¡Debería imitarte todo el mundo!

Rebuscó en sus bolsillos y sacó acero y pedernal, luego hicieron arder un puñado de ramitas secas. Al resplandor del pequeño fuego recogieron trozos de corteza de árbol y ramas secas del suelo del bosque.

—Yo me encargaré de avivar la lumbre —dijo Juro—. Con el fuego y con la madera sí que sé manejarme bien.

Krabat se envolvió en la manta y se sentó al pie de la cruz. Igual que Tonda había estado allí sentado hacía un año estaba sentado él ahora: erguido, con las rodillas estiradas, la espalda apoyada contra el tronco de la cruz.

Juro se pasó todo el tiempo contando historias. De cuando en cuando Krabat decía «sí», o «ah» o «¡fíjate tú!». Lo decía al buen tuntún, sin estar escuchando realmente. Más no necesitaba para contentar a Juro. Éste seguía hablando apasionadamente sobre esto o aquello, lo que se le iba ocurriendo en cada momento. Parecía no importarle nada que Krabat apenas le estuviera prestando atención.

Krabat pensaba en Tonda... y pensaba al mismo tiempo en la cantora. Se había acordado de ella sin quererlo. Se alegraba de que fuera a llegar el momento en que la oiría cantar, desde el pueblo, alrededor de medianoche.

¿Y si no la oía? ¿Y si aquel año cantaba otra muchacha?

Al intentar imaginarse la voz de la cantora descubrió que le resultaba imposible, que se le había ido de la memoria, había desaparecido, se había esfumado. ¿O acaso sólo se lo parecía?

Aquello le resultaba doloroso; y el dolor que sentía era de una naturaleza peculiar que era nueva para él: como si le hubiera afectado alguna parte cuya existencia desconocía hasta ahora.

Intentó sobreponerse diciéndose: «Nunca me han interesado nada las muchachas, y así quiero que siga siendo en el futuro. ¿Qué es lo que sacaría de ello? Lo único que conseguiría sería que un día me ocurriera lo mismo que a Tonda. Estaría con el corazón oprimido de aflicción. Y por las noches, cuando mi vista cayera sobre la landa iluminada por la clara luz de la luna, saldría de mí mismo y buscaría el lugar en que yaciera bajo la hierba aquella a la que yo hubiera llevado la desgracia».

Krabat entretanto ya había aprendido el arte de «salirse de sí mismo». Era una de las pocas artes de cuyo uso el maestro había prevenido a los muchachos: «porque es bastante fácil que alguien que haya abandonado su cuerpo no pueda volver a entrar en él». Y es que el maestro les había advertido encarecidamente a los mozos del molino que uno sólo podía salirse de sí mismo después de anochecer y regresar solamente antes de despuntar el nuevo día.

Para aquel que se descuidara y estuviera más tiempo fuera de sí mismo no había regreso posible. Su cuerpo permanecería cerrado para él y teniéndolo por muerto lo enterrarían, mientras él mismo tendría que vagar sin descanso entre la muerte y la vida, incapaz de mostrarse a los demás, incapaz de hablar o de hacerse notar de alguna otra manera y en eso radicaba el mayor tormento de aquel estado: hasta el más fútil de los duendes podía al menos dar golpes, hacer sonar cacharros y arrojar maderos contra la pared.

«No —pensó Krabat—, me guardaré muy mucho de salir de mí mismo... sea lo que sea lo que me atraiga a ello.»

Juro se había callado, estaba acurrucado junto al fuego y apenas se movía. Si no hubiera sido porque de vez en cuando echaba alguna astilla a la lumbre o reavivaba el fuego con alguna ramita seca, Krabat habría estado tentado de creer que se había quedado dormido.

Así llegó la medianoche.

Volvieron a repicar a lo lejos las campanas de Pascua, y nuevamente empezó a cantar en Schwarzkollm una voz de muchacha: la voz que Krabat conocía, la que había estado esperando después de haberla buscado en vano en su memoria.

Ahora, sin embargo, al oírla le parecía incomprensible que hubiera podido olvidarla.

¡Jesucristo

ha resucitado!

¡Aleluya,

aleluya!

Krabat escucha atentamente el canto de la muchacha del pueblo, cómo las voces se iban alternando, primero la una y luego las demás, y mientras las otras cantan él ya está esperando que la primera vuelva a entonar.

«¿Qué pelo tendrá la cantora? —piensa—. ¿Castaño quizá? ¿O negro? ¿O del color del trigo?»

Le gustaría saberlo. Le gustaría ver a la muchacha a la que está oyendo cantar, lo necesita.

«¿Y si saliera de mí mismo?», piensa. «Sólo durante unos instantes, sólo hasta que pueda verle la cara.»

Ya pronuncia la fórmula mágica, ya siente cómo se va desprendiendo de su cuerpo, cómo se va exhalando hacia la negra noche.

Echa un vistazo al fuego: a Juro, que está allí acurrucado como si fuera a dormirse en cualquier momento, a sí mismo, cómo, sentado erguido, se apoya en la cruz, ni muerto, ni vivo. Todo lo que constituye la vida en Krabat está ahora allí fuera, está fuera de él. Está libre, ligero y sin carga alguna, y muy despierto, mucho más despierto con todos sus sentidos de lo que lo ha estado jamás.

Aún vacilaba en dejar solo su cuerpo. Se trataba de soltar un último vínculo. No le es fácil porque sabe que puede ser una separación para siempre. A pesar de ello, se aparta de la mirada del muchacho que está junto al fuego y lleva su nombre y se encamina hacia el pueblo.

Nadie oye a Krabat, nadie le puede ver. Él, por el contrario, lo oye y lo ve todo con una claridad que le sorprende.

Cantando, las muchachas recorren de arriba abajo la calle principal del pueblo con sus faroles y los cirios pascuales, con sus trajes de comulgar, que son negros desde los zapatos hasta la cofia, excepto por la blanca cinta de la frente sobre el pelo con raya en medio peinado muy tirante hacia atrás.

Krabat actúa como hubiera actuado Krabat si hubiera sido visible: se une a los mozos del pueblo, que están de pie en grupos a ambos lados de la calle, observando a las muchachas. Hay chistes y recados.

—¿No podéis cantar más fuerte? ¡Apenas se os oye!

—¡Tened cuidado con las luces, no os vayáis a quemar la nariz!

—¿No queréis venir aquí a calentaros un poco? ¡Estáis completamente moradas por el frío!

Las muchachas hacen como si para ellas los mozos que están en las aceras no existieran. Aquélla es su noche, les pertenece sólo a ellas. Siguen tranquilas su camino y cantan, calle arriba, calle abajo.

Más tarde van a una de las casas de labor para calentarse. Los mozos intentan meterse tras ellas, el padre de familia no les deja entrar. Entonces se apresuran a las ventanas del cuarto y miran dentro. Las muchachas están alrededor de la chimenea, la aldeana les da pastelillos de Pascua y leche caliente. Los mozos no pueden ver nada más, pues entonces vuelve a aparecer el padre de familia, esta vez con un palo.

—¡Zape! —exclama, igual que se ahuyenta a los gatos molestos—. ¡Fuera de aquí, rufianes... u os doy un palo!

Los mozos se retiran enfurruñados ; Krabat, que no tendría en absoluto por qué hacerlo, les sigue. Se quedan esperando por los alrededores hasta que las muchachas abandonan la casa y siguen su camino.

Ahora Krabat ya sabe que la cantora tiene el pelo claro. Es delgada y de buena estatura, y tiene un modo orgulloso de caminar y de llevar la cabeza erguida. Realmente podría haber regresado con Juro junto al fuego hace ya tiempo, y seguramente debería hacerlo ya.

Pero hasta ahora sólo ha conseguido observar a la cantora desde lejos, desde la acera, y ahora quiere mirarla a los ojos.

Krabat se identifica con la luz de la vela que la cantora lleva ante sí. Ahora está tan cerca de ella..., tan cerca como él nunca lo ha estado jamás de una muchacha. Mira y ve un rostro joven, muy hermoso en el estrecho marco que forman la cinta de la frente y la cofia. Sus ojos son grandes y apacibles, dirigidos hacia abajo le miran y no le ven... ¿o sí?

Krabat sabe que no puede quedarse ni un instante más y que debe regresar junto al fuego. Pero los ojos de la muchacha, los claros ojos coronados por aquellas pestañas, le retienen, ya no es capaz de marcharse de allí. La voz de la cantora ya sólo la oye muy lejana, ahora ya no es importante para él desde que la mira a los ojos.

Krabat sabe que va a hacerse de día; no puede apartarse de ella. Sabe que su vida está perdida si no se separa a tiempo y regresa. Lo sabe... y no lo consigue.

Hasta que le sacude un dolor repentino y agudo que abrasa como el fuego y le arranca súbitamente de allí.

Krabat volvía a encontrarse en la linde del bosque, al lado de Juro. En el dorso de la mano tenía un trocito de madera ardiendo, se lo sacudió rápidamente.

—¡Oh Krabat! —exclamó Juro—. ¡Ha sido sin querer! De repente me pareció que estabas tan raro..., tan diferente a como estás normalmente... que te he iluminado la cara con esta astilla. ¿Quién iba a figurarse que te iba a caer la brasa en la mano?... ¡Enséñamela, a ver si es grave!

—No es mucho —dijo Krabat.

Escupió sobre la quemadura. No debía mostrar lo agradecido que le estaba a Juro por su torpeza. Sin su quemadura él ahora no estaría allí, seguro que no. El dolor en el dorso de la mano había provocado que Krabat se hubiera unido a su cuerpo en un abrir y cerrar de ojos..., no le había sobrado ni un minuto.

—Se está haciendo de día —dijo Krabat—, vamos a cortar las astillas.

Cortaron las astillas, las metieron en la lumbre.

Te signo, hermano,

Con carbón de la cruz de madera,

Te signo

Con la marca de la Hermandad

Secreta.

Por el camino de vuelta al molino se encontraron a las muchachas con sus cántaros de agua. Durante un instante Krabat pensó si debía hablarle a la cantora. Pero luego lo dejó estar: porque Juro estaba allí presente... y porque no quería asustar a la cantora.

Historias de Pumphutt

Y de nuevo el yugo ante la puerta, y las bofetadas en la mejilla, y la promesa solemne de seguir obedeciendo al maestro en todo. Krabat estaba en las nubes. Los ojos de la cantora le perseguían: y eso que sólo habían mirado la llama de un cirio pascual, sin ver a Krabat.

«La próxima vez apareceré ante sus ojos en forma visible —se propuso—. Debe saber que es a mí a quien mira.»

Los últimos muchachos habían regresado, el agua golpeó en el caz, el molino se puso en marcha. El maestro echó a los doce al cuarto de la molienda, a que se pusieran a trabajar.

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