Read Krabat y el molino del Diablo Online

Authors: Otfried Preussler

Krabat y el molino del Diablo (14 page)

BOOK: Krabat y el molino del Diablo
4.39Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Krabat estaba orgulloso de que el maestro estuviera satisfecho de él. ¡La única lástima era que no tuviera ocasión de poner en práctica más a menudo los conocimientos adquiridos en las clases de magia!

—Eso tiene fácil remedio —dijo el maestro como si le hubiera leído a Krabat el pensamiento—. Mañana irás con Juro al mercado de Wittichenau y le venderás por cincuenta gulden como si fuera un caballo negro. ¡Pero ten cuidado no te vaya a causar problemas el tonto ése!

Al día siguiente Krabat iba con Juro camino de Wittichenau. Se acordó de Blaschke, el boyero de Kamenz y pegó un silbido. Lo de la venta del caballo prometía ser muy divertido. Por eso le extrañó aún más cuando se dio cuenta de que Juro estaba preocupado y cada vez iba más cabizbajo.

—¿Qué te pasa?

—¿Por qué lo dices?

—Pues porque llevas una cara que se diría que te están llevando a la horca.

—¿Y cómo no la voy a llevar? —dijo Juro sonándose la nariz con dos dedos—. No lo voy a conseguir, Krabat..., yo nunca me he transformado en caballo.

—No puede ser tan difícil, yo te ayudaré.

—¿Y de qué me sirve eso? —Juro se quedó parado y le miró con tristeza—. Con tu ayuda me convertiré en caballo, bien, tú me venderás por cincuenta gulden... y con ello se habrá acabado el asunto. ¡Para ti, Krabat, pero no para mí! ¿Y por qué no? ¡Muy sencillo! ¿Cómo voy a poder volver a salir de la piel del caballo sin tu ayuda? Estoy casi seguro de que el maestro me ha cargado el mochuelo para librarse de mí.

—¡Bah! —dijo Krabat—. ¡Que tonterías dices!

—Que sí, que sí —le rebatió Juro—. No lo conseguiré, soy demasiado estúpido.

Tal como estaba en ese momento, con las orejas gachas y el moco caído, parecía la viva imagen de la desolación.

—¿Y si cambiamos los papeles? —propuso Krabat—. Lo principal es que consiga su dinero. ¿Qué más le da quién de nosotros sea el que vende a quién?

Juro estaba feliz.

—¡Vas a hacer eso por mí, hermano!

—No es para tanto —repuso Krabat—. Prométeme que no le dirás nada a nadie; no nos resultará muy difícil, creo yo.

Siguieron su camino silbando hasta que divisaron los tejados de Wittichenau. Entonces se salieron de la carretera y se fueron detrás de un granero.

—Éste es un buen sitio —dijo Krabat—, aquí nadie nos verá cuando me transforme en caballo. Ya sabes que no me debes vender por debajo de cincuenta gulden bajo ningún concepto. Y antes de que me sueltes de tus manos quítame el ronzal: si no, tendré que seguir siendo un jamelgo durante toda mi vida ¡y desearía algo mejor para mí!

—No temas —dijo Juro—, ¡ya tendré cuidado! Aunque sea tonto..., tan tonto no soy.

—Está bien —dijo Krabat—. A ver si es verdad.

Murmuró una fórmula mágica y se transformó en un negro corcel, magníficamente ensillado y embridado.

—¡Caray! —exclamó Juro—. ¡Menudo alarde de caballo!

Los tratantes de caballos del mercado de Wittichenau se quedaron con los ojos y la boca de par en par en cuanto vieron aquel semental, y se acercaron corriendo.

—¿Cuánto cuesta?

—Cincuenta gulden.

No pasó mucho tiempo y ya había un tratante de caballos de Bautzen que estaba a punto de pagar el precio que le pedían. Cuando Juro iba ya a exclamar «¡trato hecho!» se inmiscuyó en el trato un extraño. Llevaba un gorro polaco y una guerrera de montar roja con cordones de plata: era quizá un coronel retirado... o alguna otra persona distinguida.

—Está a punto de hacer un mal negocio —le advirtió a Juro con voz estridente—. Su semental vale mucho más de cincuenta gulden. ¡Yo le ofrezco cien!

El tratante de Bautzen se puso furioso. ¿Por qué tenía que entrometerse aquel loco? Y además, ¿quién era? Nadie conocía a aquel extraño que parecía un noble y no lo era, nadie excepto Krabat.

Krabat le había reconocido enseguida por el parche que llevaba en el ojo izquierdo y por la voz. Hinchó los ollares, bailoteó de un lado a otro. ¡Si hubiera podido advertirle a Juro de alguna manera! Pero Juro parecía no darse ninguna cuenta de lo intranquilo que se había puesto Krabat. Al parecer no pensaba más que en los cien gulden.

—¿Qué es lo que duda? —le urgió el extraño. Sacó una bolsa y se la tiró al mozo.

Juro le hizo una reverencia.

—¡Mil gracias, señor!

Un instante después el extraño puso manos a la obra. Le arrancó de las manos las riendas al perplejo Juro y de un salto ya estaba montado en la grupa de Krabat. Le clavó las espuelas en los flancos con tanta fuerza que se encabritó pegando un relincho.

—¡No os marchéis, señor! —exclamó Juro—. ¡El ronzal! ¡Habéis de dejarme el ronzal!

—¡De eso nada! —contestó el extraño soltando una carcajada, y entonces hasta Juro le reconoció.

El maestro le golpeó a Krabat con la fusta.

—¡Arre!

Y sin preocuparse más de Juro se marchó rápidamente de allí.

¡Pobre Krabat! El maestro le hizo galopar la landa de abajo arriba, le atosigó llevándole a todo correr por setos y zanjas, por zarzales y lodazales.

—¡Te voy a enseñar yo a ti a obedecer!

Cuando Krabat empezaba a desfallecer el molinero le golpeaba con la fusta. Le metía las espuelas con tanta fuerza que al muchacho le dolía igual que si le estuvieran clavando en la carne agujas al rojo.

Krabat intentó descabalgar al maestro, se encabritó, tiró de las riendas, se esparrancó.

—¡Encabrítate todo lo que quieras! —exclamó el maestro—. ¡No conseguirás tirarme!

A base de fusta y de espuelas fue volviendo más dócil a Krabat. Un último intento que hizo de desmontar al jinete no dio resultado. Krabat entonces dio la batalla por perdida y se doblegó. Tenía las crines empapadas en sudor y echaba espuma por el morro. Echaba vaho por todo el cuerpo, jadeaba, temblaba. Por los flancos le manaba sangre, la sentía correr, caliente, hacia abajo por la parte interior del muslo.

—¡Bien así!

El maestro dejó reposar a Krabat, luego le hizo ir al trote. Galope derecho, galope izquierdo, de nuevo un trote ligero, un rato al paso... y luego parar.

—Podías haberlo tenido todo mucho más fácil.

El maestro desmontó del caballo, soltó el ronzal.

—¡Ahora conviértete de nuevo en hombre!

Krabat se transformó; las contusiones, los desgarros, las heridas y los moratones se le quedaron.

—¡Tómalo como un castigo por tu desobediencia! ¡Cuando te haga un encargo has de cumplirlo exactamente como te lo ordene y no de otra manera! ¡La próxima vez no vas a escapar tan bien librado, no lo olvides!

El maestro no dejó lugar a dudas de que lo estaba diciendo muy en serio.

—¡Y una cosa más! —exclamó levantando un poco la voz—. ¡Nadie te impide que te resarzas con Juro! ¡Toma!

Le puso al muchacho la fusta en la mano. Luego se dio la vuelta y echó a andar, y pocos pasos después se elevó por los aires: un azor que emprendió el vuelo a toda velocidad.

Krabat hizo el camino de regreso cojeando. Cada dos pasos tenía que pararse. Parecía que tenía plomo en los pies. Le dolían todos los huesos del cuerpo, tenía todos los músculos doloridos. Cuando llegó a la carretera de Wittichenau se dejó caer a la sombra del árbol más cercano para descansar. ¿Qué diría la cantora si le viera ahora?

Pasado un rato vino Juro andando por el camino, apocado, con remordimientos de conciencia.

—¡Eh, Juro!

El tonto se asustó cuando Krabat le llamó.

—Pero, ¿eres tú?

—Sí —dijo Krabat—. Soy yo.

Juro dio un paso atrás. Señaló la fusta con una de sus manos mientras se tapaba la cara con la otra.

—Me vas a dar una paliza, ¿verdad?

—Seguramente eso es lo que debería hacer —opinó Krabat—. Por lo menos eso es lo que el maestro espera que haga.

—¡Pues entonces hazlo pronto! —dijo Juro—. Me he merecido una buena tunda, es verdad, y prefiero pasar el mal trago cuanto antes.

Krabat se sopló el pelo que le caía sobre la frente.

—¿Crees tú que de esta manera se me iba a curar antes el pellejo?

—Pero, y el maestro qué.

—No me lo ha ordenado —repuso Krabat—. No ha sido más que un consejo suyo. ¡Ven aquí, Juro, siéntate aquí en la hierba a mi lado!

—Como tú digas —dijo Juro.

Se sacó del bolsillo un trozo de madera, o algo por el estilo, y con él pintó un círculo alrededor del sitio en donde estaban descansando; luego añadió al círculo tres cruces y una estrella de cinco puntas.

—¿Qué es lo que estás haciendo? —quiso saber Krabat.

—Bah..., nada —dijo Juro restándole importancia—. No es más que una protección contra los mosquitos y las moscas, ¿sabes? No me gusta que me piquen. ¡Déjame que te vea la espalda! —dijo levantándole la camisa a Krabat—. ¡Qué barbaridad! ¡El maestro te ha dejado hecho «un cristo»!

Silbó entre dientes y se rebuscó en los bolsillos.

—Tengo yo aquí una pomada, siempre la llevo conmigo, la receta es de mi abuela. ¿Quieres que te la unte?

—Si sirve de algo... —opinó Krabat.

Y Juro le aseguró:

—En todo caso, mal no te va a hacer.

Le untó la pomada a Krabat con cuidado. Era agradablemente fresca e hizo que los dolores remitieran rápidamente. Krabat tenía la misma sensación que si le estuviera saliendo una nueva piel.

—¡Hay que ver qué cosas! —exclamó sorprendido.

—Es que mi abuela —dijo Juro— era una mujer muy lista. Nosotros en general somos una familia lista, Krabat..., excepto yo. Cuando pienso que por mi estupidez podrías haber tenido que seguir siendo un caballo toda tu vida...

Se estremeció y puso los ojos en blanco.

—¡Déjalo! —le rogó Krabat—. ¡Ya ves que al final hemos tenido suerte!

Regresaron a casa en buena armonía. Cuando ya casi habían atravesado Koselbruch, poco antes de llegar al molino, Juro empezó a cojear.

—¡Tú debes cojear también, Krabat!

—¿Y eso por qué?

—Porque el maestro no debe enterarse de lo de la pomada. No debe enterarse nadie.

—¿Y tú? —preguntó Krabat—. ¿Por qué cojeas tú también?

—¡Porque me has pegado una paliza, no lo olvides!

Vino y agua

A finales de junio empezaron a construir la rueda hidráulica. Krabat ayudó a Staschko a tomar las medidas del viejo rodezno. La nueva rueda tenía que tener las mismas medidas en todas sus partes, porque cuando estuviera terminada la iban a montar sobre el eje que había. Detrás de la cuadra, entre el granero y el cobertizo, tenían su taller de carpintería. Allí pasaban ahora los días preparando todo lo necesario, los escalones y los radios, las piezas de la pestaña de la rueda, los puntales y los alabes, según se lo iba haciendo y facilitando Staschko.

—¡Todo tiene que encajar bien! —les advertía a sus ayudantes—. ¡Que nadie pueda burlarse de nosotros cuando montemos la rueda!

Ahora ya anochecía bastante tarde; los mozos del molino, cuando hacía buen tiempo, se solían sentar al aire libre delante del molino, y Andrusch tocaba la armónica.

A Krabat, a esas horas, le hubiera gustado irse a Schwarzkollm. Podría ser que la cantora, sentada a la puerta de su casa, le hiciera un gesto con la mano respondiendo a su saludo mientras pasaba por su lado. ¿O estaría ella acaso en compañía de las otras muchachas, cantando de nuevo? Más de una tarde, cuando el viento soplaba de Schwarzkollm, creyó poder oír el canto lejano; pero la verdad es que aquello no era muy probable, estando el bosque por medio.

¡Si hubiera podido encontrar alguna excusa para marcharse! ¡Un motivo razonable y poco comprometido que no despertara recelos ni siquiera a Lyschko! Era posible que algún día se presentara por sí sola esa excusa, sin despertar las sospechas de nadie... y sin poner en peligro a la cantora.

En el fondo no sabía demasiado de ella. Qué aspecto tenía sí. Cómo caminaba y cómo mantenía alta la cabeza, y cómo sonaba su voz..., todo eso lo sabía él con tanta seguridad como si lo hubiera sabido desde siempre; y también sabía que la cantora nunca se le quitaría de la mente en toda su vida igual que no se le iba de la mente Tonda.

Y sin embargo ni siquiera sabía cómo se llamaba ella.

Se lo preguntaba a sí mismo una y otra vez, y se complacía en buscarse un nombre: Milenka... Raduschka... Duschenka sería un nombre que le quedaría bien.

«Lo de no saber cómo se llama realmente está bien, —pensaba Krabat—. No sabiendo cuál es su nombre tampoco lo revelaré, ni despierto ni en sueños, tal como me advirtió encarecidamente Tonda aquella vez, hace mil años, sentados junto al fuego aquella víspera de Pascua... él y yo.»

Krabat seguía sin haber ido a visitar la tumba de Tonda. En aquellas semanas, un día que se despertó con las primeras luces del alba, salió del molino a hurtadillas y se fue corriendo a Koselbruch. En cada tallo de hierba, en cada rama había gotas de rocío. Krabat iba dejando allá por donde iba un rastro oscuro en la hierba.

Cuando salió el sol estaba en el extremo inferior de la Planicie Yerma, no lejos del lugar en el que habían alcanzado por primera vez suelo firme en aquella ocasión en que Tonda y él volvían de extraer turba.

Por el camino, Krabat había arrancado en la orilla de una charca unas cuantas flores silvestres para ponerlas sobre la tumba de Tonda.

Vio entonces ante sí a la luz del sol de la mañana la fila de montículos planos y alargados: eran todos iguales, sin ninguna señal característica, sin nada que los diferenciara. ¿Habían enterrado a Tonda al final de la fila empezando por la izquierda o por la derecha? Las separaciones que había entre los montículos eran desiguales. También era posible que la tumba de Tonda estuviera allí en medio.

Krabat estaba desorientado. En su memoria no había nada que le pudiera servir de referencia. Cuando enterraron a Tonda todo aquello estaba blanco, allanado por la nieve.

«Me parece que no la voy a poder encontrar», pensó Krabat.

Lentamente fue recorriendo la fila y dejando una flor silvestre encima de cada montículo. Al final le sobraba una. Hizo girar el tallo entre sus dedos, la observó y dijo:

—Para el próximo que enterremos aquí fuera...

Luego dejó caer la flor, y sólo entonces, durante el breve tiempo que tardó en llegar al suelo, se dio cuenta de lo que acababa de decir. Krabat se asustó, pero ya no podía retirar sus palabras, y la flor estaba allí donde estaba: al extremo superior de la fila, entre el montículo que estaba más a la derecha y la linde del bosque.

BOOK: Krabat y el molino del Diablo
4.39Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Deal by Helen Cooper
Walker (Bowen Boys) by Barton, Kathi S.
Overtime Play by Moone, Kasey
Drawing Dead by Pete Hautman
Awe-Struck, Book 2 by Twyla Turner
And She Was by Cindy Dyson
A Classic Crime Collection by Edgar Allan Poe
The Witch Is Back by H. P. Mallory