Krabat y el molino del Diablo (16 page)

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Authors: Otfried Preussler

BOOK: Krabat y el molino del Diablo
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En medio de la modorra oyó venir a alguien por el camino silbando a todo volumen. Cuando abrió los ojos tenía delante a un mozo viajero.

El extraño, un hombre alto y delgado, ya algo mayor, de piel oscura y agitanada, llevaba un sombrero alto y curiosamente puntiagudo y un estrecho aro de oro en el lóbulo de la oreja izquierda. Por lo demás iba vestido como cualquier otro mozo del molino errante, con unos amplios pantalones de lino, una hachuela al cinto, el hatillo sujeto por la correa sobre el hombro izquierdo.

—¡Un saludo, hermano! —exclamó.

—Un saludo —dijo Krabat bostezando—. ¿Adónde vas y de dónde vienes?

—De allá para acá —dijo el extraño—. ¡Llévame hasta tu molinero!

—Está sentado en el cuarto del maestro —contestó indolente Krabat—. A la izquierda según entras en el zaguán, la primera puerta. No tiene pérdida.

El extraño miró a Krabat con una sonrisa burlona.

—¡Haz lo que te digo, hermano, y llévame hasta él!

Krabat sintió que una poderosa fuerza emanaba de aquel extraño. Esa fuerza le obligó a levantarse y a guiarle tal como le había exigido.

El molinero estaba sentado en el cuarto del maestro, en la cabecera de la mesa. Levantó la vista indignado cuando Krabat hizo pasar al mozo extraño; a éste, sin embargo, no pareció inquietarle.

—¡Con permiso! —exclamó levantándose ligeramente el sombrero—. Te transmito, maestro, mis saludos y te pido, según los usos del gremio, provisiones para el viaje y alojamiento para esta noche.

El maestro le señaló la puerta con sus expresiones habituales; el extraño no se inmutó.

—Lo de los perros —dijo— te lo puedes ahorrar, sé que no tienes ninguno. Me permites, ¿no?

Se sentó sin más miramientos en la silla que había al otro extremo de la mesa. Krabat ya no entendía nada de nada. ¡Cómo podía tolerar aquello el maestro! Hubiera debido saltar, hubiera debido echar a aquel extraño, le hubiera tenido que sacar del molino a golpes, si era preciso... Pero ¿por qué no hacía nada?

Los dos hombres estaban sentados el uno frente al otro sin decir nada, mirándose fijamente por encima de la mesa, llenos de odio, como si estuvieran a punto de saltarle al cuello del otro cuchillo en mano.

Fuera resonó el primer trueno: muy lejano aún, un rumor sordo, apenas perceptible.

Entonces entró Hanzo por la puerta, luego Michal, luego Merten. Los discípulos del molinero fueron entrando uno tras otro en el cuarto del maestro, hasta que estuvieron todos allí congregados. Habían sentido de repente la necesidad perentoria de ir a ver al maestro —dirían más tarde—, casualmente a todos les había entrado aquella necesidad y les había llevado hasta allí...

La tormenta se acercaba, una ráfaga de viento hizo tintinear los cristales de las ventanas, hubo un relámpago. El extraño frunció los labios, luego escupió sobre la mesa. En el sitio donde había escupido había ahora un ratón rojo.

—¡Ahora, molinero, escupe tú contra esto!

El maestro escupió un ratón negro sobre la mesa, tenía un solo ojo igual que él mismo. Los ratones, con sus ágiles patas, se rodearon el uno al otro: el rojo al negro, el negro al rojo. El negro ya estaba a punto de morder... y entonces el mozo extraño chasqueó los dedos.

Allí donde estaba el ratón rojo había ahora un gato rojo, preparado para saltar. En un instante el ratón negro se transformó también en un gato, negro y con un solo ojo. Bufando, con las zarpas amenazadoramente sacadas, se abalanzaron el uno sobre el otro.

¡Zarpazo, mordisco y zarpazo!

El gato rojo había puesto sus miras en el único ojo del negro. Se abalanzó sobre él con un chillido. Estaba a punto de sacarle el ojo de un zarpazo.

En aquella ocasión fue el maestro quien chasqueó los dedos. En lugar del gato negro apareció de repente un gallo negro. Agitando las alas, dando picotazos y arañazos como loco a diestro y siniestro, atacó de tal forma que el gato rojo retrocedió aterrado..., pero no mucho, pues entonces el mozo de molino chasqueó los dedos.

Encima de la mesa, frente a frente, había dos gallos, la cresta tiesa, las plumas erizadas.

Fuera caía la tormenta, los mozos del molino no se preocuparon de ello. Entre los gallos estalló una furibunda pelea. Aleteando bruscamente, chocaron el uno contra el otro. Cayó una lluvia de picotazos y espolonazos por ambas partes, se defendían con las alas de tal forma que salían plumas volando, gritaban, chillaban.

Finalmente el gallo rojo consiguió subírsele al lomo al negro. Se aferró con las patas al plumaje del contrario, lo desplumó de forma inmisericorde, lo picoteó ciego de ira... hasta que el negro emprendió la huida.

El gallo rojo lo persiguió por medio molino, lo echó a Koselbruch.

Llameó un último y potente relámpago, luego un trueno más fuerte que mil tambores... y después el silencio, y ya nada más que la lluvia cayendo a cántaros al otro lado de las ventanas.

—Has perdido el duelo, molinero de Aguas Negras —habló entonces el mozo extraño—. Ahora rápido, estoy hambriento: ¡tráeme de comer y no te olvides tampoco del vino!

El maestro, con la cara blanca como la cera, se levantó de su sillón. Con sus propias manos le llevó al oficial errante pan y jamón, carne ahumada y queso, pepinillos y cebollas en vinagre. Luego subió de la bodega una jarra de vino tinto.

—Demasiado ácido —opinó el extraño después de probarlo—. ¡Tráeme un poco del barril ese pequeño que está en aquel rincón de la derecha! Tú te lo guardas para las grandes ocasiones... y ésta es una gran ocasión.

El maestro obedeció rechinando los dientes. Había perdido el duelo, tenía que someterse al otro.

El extraño degustó la comida con toda tranquilidad, el maestro y los oficiales le estuvieron mirando mientras lo hacía. Estaban de pie en su sitio como si se hubieran quedado petrificados y no eran capaces de apartar su vista de él. Finalmente retiró el plato, se limpió con la manga y dijo:

—¡Ah, qué bueno estaba! ¡Y también era una buena cantidad!... ¡A vuestra salud, hermanos! —dijo cogiendo el vaso y brindando por los oficiales—. Tú, por el contrario —le aconsejó al maestro—, deberías mirar mejor en el futuro antes de señalarle la puerta a un extraño. ¡Te lo dice Pumphutt!

Dicho aquello se levantó, cogió hachuela y hatillo y se marchó del molino. Krabat y sus camaradas le siguieron, dejando solo al maestro.

Fuera, la tormenta ya se había despejado, el sol brillaba sobre el humeante Koselbruch, el aire era fresco como el agua de la fuente.

Pumphutt siguió su camino sin volver la vista atrás. Atravesando los mojados prados se encaminó silbando hacia el bosque. Un par de veces su pendiente de oro destelló al sol.

—¿No os lo había dicho yo? —dijo Andrusch—. El que tiene que vérselas con Pumphutt siempre se da cuenta demasiado tarde de que le hubiera ido mejor si se hubiera dado cuenta a tiempo...

Tres días y tres noches estuvo encerrado el molinero en la cámara negra. Los mozos del molino andaban de puntillas por la casa. Habían estado presentes cuando Pumphutt había vencido al maestro en la pelea de magia; ya se imaginaban que les esperaban malos tiempos.

La noche del cuarto día ocurrió lo que tenía que ocurrir. El maestro apareció durante la cena en el cuarto de los criados y les hizo dejar los platos.

—¡A trabajar!

Debía haber bebido, se lo notaron por el aliento. Estaba allí ante ellos con aspecto demacrado, pálido como un muerto, con barba de varios días.

—¿Cómo, aún no estáis en el cuarto de la molienda; ¿Queréis que os ponga yo en marcha? ¡Vamos, poned el molino a funcionar, echad el grano! ¡Vamos a moler a toda muela!... ¡Y ay de vosotros como alguno me remolonee!

Los mozos tuvieron que matarse a trabajar toda la noche en el molino. El maestro les metía prisas sin ninguna compasión. Les iba persiguiendo por todas partes gritando y maldiciendo, profería insultos, les amenazaba con castigos, apenas les dejaba respirar. No hubo ni un descanso en toda la noche, no tuvieron ni un momento de respiro.

Cuando por fin empezó a clarear, los muchachos estaban muertos de cansancio. Se sentían como si les hubieran partido a estacazos todos los huesos de cuerpo, y no había ninguno de ellos que no respirara con dificultad. El maestro les mandó a sus catres a descansar.

A lo largo del día les dejó completamente en paz, pero por la noche todo volvió a empezar de nuevo. Y así ocurrió noche tras noche. Cuando oscurecía el maestro los mandaba al cuarto de la molienda, y entonces tenían que trabajar duramente, insultados y escarnecidos y atosigados, hasta que empezaba a clarear el nuevo día.

Únicamente no tenían que trabajar las noches del viernes al sábado, porque las clases de los viernes se seguían celebrando. Sólo que los muchachos estaban tan cansados que cuando, transformados en cuervos estaban posados en la barra apenas eran capaces de mantenerse despiertos, y algunos incluso se dormían de agotamiento.

Al maestro aquello le traía sin cuidado. Lo que aprendieran y cuánto era cosa de ellos. Sólo una vez que Witko se quedó dormido y se cayó de la barra no pudo evitar reprenderle.

De todos los muchachos era Witko el que peor lo llevaba, porque todavía estaba en fase de crecimiento. A él era a quien más le debilitaba el trabajo nocturno. Bien era cierto que Michal y Merten intentaban interceder por el muchacho; también Hanzo, Krabat y Staschko le echaban una mano en el trabajo siempre que era posible, pero el maestro estaba en todas partes, y poco se escapaba a la mirada de su único ojo.

De Pumphutt nunca se hablaba. A pesar de ello los mozos sabían que el maestro les estaba castigando por haber presenciado su derrota.

Así transcurrieron las semanas hasta la primera noche de luna nueva en el mes de septiembre. El de la pluma de gallo llegó en su carruaje como siempre, los mozos se pusieron a la faena, el maestro se subió al pescante. Había agarrado el látigo, lo hacía restallar. En silencio los mozos corrían con sus costales del coche al cuarto de la molienda, echaban el material al sacudidor del «juego muerto» y regresaban apresuradamente al coche. Todo discurría como solía discurrir todas las noches de luna nueva, aunque, claro está, con mucho más esfuerzo... y más tarde, a eso de las dos de la madrugada, Witko ya no pudo más. Cargado con uno de los últimos costales, empezó a tambalearse y se desplomó, a medio camino entre el carruaje y el cuarto de la molienda. Tirado en la hierba respiraba con dificultad, boca abajo. Michal le dio la vuelta y le puso boca arriba, le rasgó la camisa.

—¡Eh, oye! —gritó el maestro poniéndose en pie de un salto—. ¿Qué estás haciendo?

—¿Y todavía lo preguntas?

Michal, incorporándose, había roto el silencio que habitualmente se mantenía las noches de luna nueva.

—Semanas enteras nos has estado haciendo trabajar como mulas noche tras noche... ¿Cómo va a poder soportar eso el muchacho?

—¡Chitón! —exclamó el maestro. Golpeó con el látigo hacia donde estaba Michal y se lo enrolló en el cuello.

—¡Déjalo estar!

Krabat oía por primera vez la voz del extraño. Era una voz como carbones al rojo y un frío crepitante, todo al mismo tiempo. Sintió escalofríos en la espalda, mientras al mismo tiempo, le parecía estar en medio de un ardiente y arrebatador fuego.

El de la pluma de gallo le indicó con un ademán a Michal que se llevara a Witko de allí; luego le quitó el látigo al maestro y le echó del coche de un empujón.

En lugar del muchacho, al que Michal llevó a la cama, el maestro tuvo que trabajar el resto de la noche con los mozos, como se veía obligado a hacerlo únicamente desde año nuevo hasta Semana Santa... y los mozos del molino bien que se alegraron de ello.

Al final de la fila

A partir del día siguiente los muchachos tuvieron tranquilidad. Sólo los cardenales que Michal tenía en el cuello recordaban que el maestro durante semanas les había estado maltratando noche tras noche. Últimamente podían hacer otra vez su trabajo a la luz del día, lo cual les costaba poco esfuerzo, y después de la jornada habían terminado. Entonces podían hacer lo que querían: tocar la armónica, contar historias y tallar cucharas de madera. Todo era como había sido siempre. Las ampollas de las manos se les estaban secando, las heridas que tenían en el pecho y en la espalda se les curaron pronto. Ahora volvían a aprender con dedicación y con provecho cuando el molinero, los viernes por la noche, les leía el
Grimorio;
y cuando les preguntaba, la mayoría de las veces, era Juro el único que se quedaba atascado y no sabía seguir; pero, bueno, eso para él era la misma cantilena de siempre.

Unos días después de San Miguel sucedió que el maestro envió a Petar y a Krabat a Hoyerswerda a por un barril de sal y todo tipo de cacharros para la cocina. El molinero nunca dejaba que fuera uno de los mozos solo. Cuando había que salir a hacer algo, él mandaba al menos a dos juntos, y sus motivos tendría..., o sus órdenes.

Ambos partieron cuando empezaba a clarear el día, en la carreta, tirada por los caballos zainos. En Koselbruch había niebla. Cuando dejaron atrás el bosque salió el sol, la niebla se deshizo en el suelo.

Schwarzkollm estaba ante ellos.

Krabat tenía esperanzas de poder ver a la cantora. Mientras pasaban por el pueblo fue mirando a ver si la veía, en vano. Entre las muchachas que con sus cubos de agua estaban charlando en la fuente de abajo no se encontraba ella, y en la fuente de arriba tampoco. Aquella mañana tampoco se la veía por ningún otro sitio.

Krabat estaba triste, le hubiera gustado volver a verla, ya había pasado mucho tiempo desde la víspera de Pascua.

«¿Tendré más suerte esta tarde cuando volvamos para casa?», pensó. Quizá fuera mejor no hacerse ninguna ilusión: así no me decepcionaría.

Por la tarde, cuando regresaron de Hoyerswerda con su barril de sal y los demás cachivaches, resultó, sin embargo, que sus deseos se vieron cumplidos. Allí estaba ella, rodeada de un tropel de gallinas, no muy lejos de la fuente de abajo del pueblo, con una bandeja de paja en la mano, echándoles de comer a las gallinas.

—¡Pitas, pitas, pitas! ¡Pitas, pitas, pitas!

Krabat la reconoció a primera vista. La hizo un gesto con la
cabeza,
al pasar, muy leve, pues Petar no debía darse cuenta de nada. La cantora le devolvió el gesto, también muy leve, aunque amable, como se suele saludar a los desconocidos, pero para ella las gallinas a las que tenían que dar de comer eran diez veces más importantes que él.

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