Read Krabat y el molino del Diablo Online
Authors: Otfried Preussler
—Por todos los diablos, ¿cómo va a ir a parar este buey tan gordo a unos campesinos tan flacos? Me lo llevo por veinticinco.
Tonda se rascó detrás de la oreja.
—Demasiado poco, señor...
—¿Demasiado poco? ¡Oye, escúchame!...
Blaschke sacó una gran caja redonda de plata de rapé, le quitó la tapa, se la tendió a Tonda.
—¿Te apetece una toma?
Primero tomó él mismo el rapé, luego dejó que lo hiciera el viejo lusaciano.
—¡Atchís!...
—¡Salud, señor!
Blaschke el boyero se sonó en un gran pañuelo de cuadros.
—¡Que sean veintisiete, diablos! ¡Y tráelo para acá!
—Demasiado poco, señor!
Blaschke se puso rojo.
—¡Eh! ¿Por quién me has tomado? ¡Veintisiete por tu buey, y ni un botón más, tan cierto que soy Blaschke el boyero de Kamenz!
—Treinta, señor —dijo Tonda—. Por treinta se lo puede quedar.
—¡Eso es una usura! —exclamó Blaschke—. ¿Quieres que me arruine?
Puso los ojos en blanco, se retorció las manos.
—¿Es que no tienes corazón? ¿Eres ciego y sordo a las penas de un pobre comerciante? ¡Compadéceme, viejo, y dame el buey por veintiocho!
Tonda permaneció impasible.
—Treinta... ¡y no hay más que hablar! Éste es un ejemplar excelente, no lo doy por debajo de ese precio. No se puede usted imaginar lo que me cuesta desprenderme de él. Si tuviera que vender a mi propio hijo no me sabría tan mal.
Blaschke el boyero comprendió que no había nada que hacer. Pero el buey era un animal magnífico. Así pues, ¿para qué perder el tiempo con aquel testarudo lusaciano?
—¡Tráelo acá, por todos los diablos! —exclamó—. Hoy tengo mi día débil y me dejo llevar fácilmente al huerto, eso es lo que me pierde. Y todo eso sólo es porque siento compasión por la gente pobre... ¡Venga esa mano... y trato hecho!
—¡Trato hecho! —dijo Tonda.
Entonces se quitó la gorra y Blaschke le fue echando en ella los treinta gulden, uno por uno.
—¿Los has ido contando?
—Así es.
—¡Pues entonces vente conmigo, lusaciano!
Blaschke el boyero cogió a Andrusch por la cuerda y quiso llevárselo tirando de él; Tonda sin embargo retuvo al gordo cogiéndole del brazo.
—¿Qué pasa? —preguntó Blaschke.
—Bueno, pues... —dijo Tonda haciéndose el tímido—. Una pequeñez de nada.
—¿El qué?
—Si el señor Blaschke fuera tan amable y quisiera dejarme la cuerda que lleva en la cabeza, yo se lo agradecería...
—¿La cuerda que lleva en la cabeza?
—Sí, como recuerdo. Es que el señor Blaschke debería saber lo mucho que me cuesta desprenderme del buey. Le daré al señor Blaschke algo a cambio, para que se pueda llevar a mi pobre buey, que ahora le pertenece a él...
Tonda desató la cuerda que llevaba a la cintura. Blaschke, encogiéndose de hombros, le permitió que se la cambiara por la cuerda que el buey llevaba en la cabeza. Luego el tratante se alejó con Andrusch; y apenas había doblado la primera esquina empezó a sonreír satisfecho, pues había pagado treinta gulden por Andrusch, que era un precio bastante alto, pero en Dresde no le resultaría difícil venderle a alguien aquel hermoso buey por el doble, o quizá más.
En la linde del bosque, detrás de las casas del pequeño lago, Tonda y Krabat se sentaron en la hierba a esperar a Andrusch. Habían comprado en Wittichenau un trozo de tocino y un pan y se pusieron a comer.
—¡Has estado muy bien! —le dijo Krabat a Tonda—. Tenías que haberte visto sacándole al gordo ése de sus propias narices las monedas de oro: demasiado poco, señor, demasiado poco... Y fue una suerte que te acordaras a tiempo de la cuerda; a mí se me había olvidado por completo.
—Es cuestión de costumbre —aseguró Tonda sin darle importancia.
Guardaron parte del pan y del tocino para Andrusch, lo envolvieron en la blusa de Krabat y decidieron echarse un rato. Hartos como estaban, y cansados por el largo camino por la carretera, se quedaron profundamente dormidos, hasta que un «¡muuuu!» les despertó y se encontraron ante ellos a Andrusch: de nuevo con figura humana y, por lo que se veía, sano y salvo de la cabeza a los pies.
—¡Eh, vosotros! ¡Habráse visto, pues no se han quedado dormidos los muy bobos! ¿No tendréis al menos un pedazo de pan para mí?
—Pan y tocino —dijo Tonda—. ¡Siéntate a nuestro lado, hermano, y que te aproveche! ¿Cómo te ha ido con Blaschke el boyero?
—¡Cómo me iba a ir! —gruñó Andrusch—. Es evidente que para un buen buey, con este calor, no es ningún placer tener que trotar millas y millas por el campo tragando polvo, y menos cuando no está uno acostumbrado a ello. Sea como sea, no me disgustó nada que Blaschke entrara en casa de Kretscham el de Ossling. «¡Anda, mira!», exclama Kretscham cuando nos ve llegar. «Si es mi paisano el de Kamenz! ¿Qué tal? ¿Cómo va eso?»... «Ir lo que se dice ir», dice Blaschke, «voy tirando. ¡Si no fuera por la sed que le entra a uno con tanto calor!»... «¡Eso podemos arreglarlo!», dice Kretscham. «¡Entra en la taberna y siéntate en la mesa de los señores! Hay suficiente cerveza en la bodega, no te la terminarías ni en siete semanas... ¡ni siquiera tú te la podrías terminar!»... «¿Y el buey?», pregunta el gordo. «¿Mi buey de treinta gulden?»... «¡Lo llevaremos al establo, tendrá toda el agua y toda la comida que quiera!»... Comida para bueyes, se entiende...
Andrusch pinchó con su navaja un buen trozo de tocino y lo olisqueó antes de metérselo en la boca y continuar su relato:
—Me llevaron al establo, Kretscham el de Ossling llamó a la moza de cuadra. «¡Eh, Kathel!... ¡Trátame bien al buey de mi compadre de Kamenz, que no se nos muera de hambre!»... «Está bien», dice Kathel y me mete inmediatamente una brazada de heno en el pesebre. Entonces ya me harté de la vida de buey, y sin pensármelo dos veces dije, con voz humana: «¡El heno y la paja coméoslos vosotros! ¡Yo quiero cerdo asado con albondiguillas y verduras y también una buena cerveza!».
—¡Santo cielo! —exclamó Krabat—. ¿Y qué pasó entonces?
—Pues, nada —dijo Andrusch—, que los tres se cayeron de culo del susto y gritaron como condenados pidiendo ayuda. Y entonces como despedida les volví a mugir... y luego, convertido en golondrina, chip, chip, chip, salí volando por la puerta del establo, y eso fue todo.
—¿Y Blaschke?
—¡Que se vaya al diablo él y su comercio de ganado!
Andrusch echó mano del nervio de buey, y como para reforzar sus palabras lo hizo restallar salvajemente.
—Me alegro de estar otra vez aquí, con mi nariz picada de viruelas.
—Yo también —dijo Tonda—. Has hecho bien tu trabajo... y Krabat, creo yo, habrá aprendido muchísimo.
—¡Sí! —exclamó el muchacho—. ¡Ahora sé lo gracioso que es saber hacer magia!
—¿Gracioso? —preguntó el oficial mayor poniéndose serio—. Puede que tengas razón: a veces también es gracioso.
El Príncipe Elector de Sajonia llevaba años de guerra con el Rey de Suecia por la Corona polaca; y como para hacer la guerra además de dinero y de cañones se necesitan sobre todo soldados, hacía sonar muy a menudo los tambores por el país para reclutar tropas. Había mozos suficientes que se alistaban voluntariamente, sobre todo al principio de la guerra; en otros casos los reclutadores tenían que ayudarles un poco, fuera a base de aguardiente o a base de bastonazos. Pero, ¿qué no haría uno por servir en un glorioso regimiento, recibiendo como recibía cada recluta que se alistaba una buena suma de dinero?
Un destacamento de reclutadores, formado por un teniente del Regimiento de Infantería de Dresde, un grosero sargento, dos cabos y un tambor que llevaba su instrumento a la espalda como si fuera un cesto, un destacamento de reclutadores, en suma, se perdió también por Koselbruch una tarde de principios de otoño. Ya estaba oscureciendo, el maestro se había ido de viaje a caballo por el país, por tres, cuatro días, los mozos del molino estaban holgazaneando en el cuarto de los criados y tenían pensado pasarse el resto del día haciendo el vago: entonces llamaron a la puerta, y cuando Tonda fue a abrir se encontró afuera al teniente con los soldados que le informó que era oficial de Su Alteza Serenísima el Clementísimo Príncipe Elector, y que se había extraviado, por lo cual había resuelto acuartelarse por aquella noche en el maldito molino... y que si había quedado claro.
—Naturalmente, Vuestra Excelencia. Sin duda encontraremos un sitio para Vos en el pajar.
—¿En el pajar? —dijo el sargento en tono grosero—. ¡El tipo debe de estar mal de la cabeza! La mejor cama del molino para Su Excelencia, ¡que me ahorquen si no!... ¡E irá a parar al verdugo como la mía sea algo peor! Además tenemos hambre. Así que a servir lo que haya en la cocina, y también cerveza o vino, eso es igual, lo importante es que haya suficiente... ¡Y ha de haber suficiente, o le partiré en dos con mis propias manos todos los huesos del cuerpo! ¡Adelante, y apresúrese, o la pestilencia le va a correr por las patas a bajo!
Tonda silbó entre dientes, muy leve y muy brevemente, pero los mozos del molino, que estaban en el cuarto, le oyeron. Cuando el oficial mayor entró en el cuarto con los reclutadores éste se hallaba vacío.
—¡Tengan a bien tomar asiento los señores soldados, la cena vendrá enseguida!
Mientras los intrusos invitados se ponían cómodos en el cuarto de los criados, se aflojaban los corbatines y se desabotonaban las polainas, los mozos del molino deliberaban en la cocina cuchicheando.
—¡Esos pedantes petimetres! —exclamó Andrusch—. ¡Quiénes se han creído que son!
Ya tenía preparado un plan. Todos los muchachos, incluso Tonda, se mostraron de acuerdo con gran entusiasmo. A toda prisa Andrusch y Staschko prepararon las viandas con ayuda de Michal y Merten: una mesa hecha con tres fuentes llenas de salvado y de serrín mezcladas con aceite de linaza rancio y condimentadas con picadura de tabaco. Juro fue corriendo a la pocilga y regresó con dos panes enmohecidos bajo el brazo. Krabat y Hanzo llenaron cinco jarras de cerveza con agua salobre de la cuba donde recogían al agua de lluvia.
Cuando todo estuvo preparado, Tonda entró al cuarto donde estaban los soldados y les anunció que la cena estaba lista. Que si Sus Excelencias se lo permitían, se la haría servir. Luego hizo castañetear los dedos; y aquel fue un castañeteo de dedos especial, según se demostraría más adelante.
En primer lugar el oficial mayor hizo traer las tres fuentes.
—Aquí tienen, si me lo permiten, una sopa de fideos con carne de vaca y de pollo..., ahí una fuente de coles con callos..., allí un plato de productos de la huerta, con judías blancas, cebollas fritas y chicharrones.
El teniente olisqueó las viandas, le resultaba difícil la elección.
—Excelente lo que aquí nos sirve. ¡Permítame probar la sopa para empezar!
—También hay jamón y carne ahumada —prosiguió Tonda señalando los panes enmohecidos que Juro llevaba en una bandeja.
—¡Pero aún falta lo más importante! —advirtió el sargento—. La carne ahumada da sed y la sed debe ser saciada al momento. ¡Que me salga la tiña y la sarna en el cuello si no es así!
A una señal de Tonda entraron marchando Hanzo y Krabat, Petar, Lyschko y Kubo, cada uno con una jarra de cerveza llena de agua de lluvia.
—Con todos mis respetos, Su Excelencia... ¡A su salud!
El sargento vació su jarra a la salud del teniente, luego se limpió su mostacho y eructó.
—No está mal esta bebida ¡Por mi alma que no está nada mal este brebaje! ¿Está hecha en casa?
—No —dijo Tonda—. Es de la fábrica de cerveza de Traufersdorf, con permiso sea dicho.
Fue una velada divertida. Los reclutadores comieron y bebieron por diez, los mozos del molino se rieron muchísimo al ver lo que los señores soldados se estaban comiendo en realidad sin tener ni la más mínima sospecha de ello.
La cuba del agua de lluvia era grande. El agua bastaba para llenar una y otra vez las jarras de cerveza. Poco a poco los rostros de los invitados empezaron a ponerse colorados. El tambor, un muchacho de la edad de Krabat, se cayó hacia delante como un costal de harina después de la quinta jarra; se golpeó con la cabeza en la mesa como tanta fuerza que sonó como si fuera un golpe de timbal, y empezó a roncar. Los otros siguieron bebiendo con mucha diligencia... y a mitad del gran banquete el teniente al ver a los ayudantes del molinero se acordó del dinero que le esperaba por cada recluta que llevara a filas.
—¿Qué os parecería —exclamó bamboleando la jarra de cerveza— colgar la molinería y sentar plaza de soldado? De criado de un molinero no se es nada, no se es nadie, un montón de basura. De soldado por el contrario...
—De soldado —le quitó la palabra el sargento dando un puñetazo tan fuerte en la mesa que el tambor pegó un hipido—, de soldado se lleva una buena vida con un sueldo fijo y entre alegres camaradas. ¡Y entre gente de la ciudad, sobre todo entre las muchachas y las viudas jóvenes, se es alguien si se lleva pañuelo bicolor y botones de níquel en la chaqueta y polainas hasta más arriba de la rodilla!
—¿Y la guerra? —quiso saber Tonda.
—¿La guerra? —exclamó el teniente—. La guerra para un soldado es lo mejor que puede desear. Si es honrado a carta cabal y le ayuda la fortuna no le faltará ni honor ni botín. Recibirá una condecoración por sus heroicidades le harán sargento o incluso brigada...
—¡Y alguno —intervino el sargento en tono triunfal—, alguno ha conseguido en la guerra pasar de ser un hombre común a ser oficial, o incluso hasta general! ¡Me dejaría devorar y volver a escupir después si no es la pura verdad!
—¡Así que no lo dudéis! —exclamó el teniente—. ¡Sed buenos chicos y seguidnos a nuestro regimiento! Yo os acepto como reclutas tal como sois. ¡Venga esa mano!
—¡Venga esa mano! —contestó el oficial mayor estrechándole al teniente la mano derecha que le ofrecía.
Michal, Merten y todos los demás hicieron lo mismo.
El teniente estaba radiante. El sargento, que ya no se sostenía del todo bien sobre sus piernas, fue dando traspiés hasta cada uno de ellos para palparles los incisivos.
—¡Vamos a ver si están bien sujetos, maldita sea! Un soldado, como es sabido, debe tener los dientes en buenas condiciones, si no, no podría morder cartuchos durante el combate y no podría disparar contra el enemigo del Serenísimo Príncipe Elector, como se le ha enseñado y como debe a su bandera.