Read Krabat y el molino del Diablo Online
Authors: Otfried Preussler
Pasaron cuatro días en la turbera, Krabat fue cuatro veces a buscar setas. Pero no encontró nada, salvo algunas setas de abedul muy pasadas que estaban marrones y correosas.
—No te preocupes —le dijo Staschko—. En esta época tan avanzada del año no puedes pretender encontrar nada, a no ser que pongas un poquito de tu parte...
Pronunció una fórmula mágica, giró siete veces sobre sí mismo, con los brazos muy separados del cuerpo... y entonces brotaron alrededor de la turbera unas setenta setas por lo menos. Salían del suelo como si fueran topos, sombrerete a sombrerete, dispuestas en círculo formando una especie de anillo mágico: robellones, sombreretes rojos, sombreretes marrones, setas de abedul, setas azules, todas igual de robustas y sanas.
—¡Oh! —se asombró Krabat—. ¡Tienes que enseñarme el truco, Staschko!
Abrió la navaja y fue a abalanzarse sobre las setas para recogerlas. Pero antes de que pudiera tocarlas se contrajeron y volvieron a introducirse en la tierra, con gran ligereza, como si alguien tirara de ellas.
—¡Alto! —exclamó el muchacho—. ¡Para, hombre!
Pero las setas ya no estaban, y no aparecieron más.
—No te preocupes —le volvió a decir Staschko—. Estas setas sacadas por arte de magia son amargas como la hiél. ¡Lo único que consigues con ellas es arruinarte el estómago! A mí el año pasado no me faltó mucho para que estirara la pata por su culpa.
La tarde del cuarto día, Staschko se volvió con Juro, llevando la última carretada de turba, mientras Tonda y Krabat regresaban al molino a pie. Sobre los hoyos de las turberas y sobre las charcas se formaban las primeras nieblas. El muchacho se alegró cuando llegaron por fin a tierra firme, cerca de la Planicie Yerma.
A partir de allí pudieron caminar el uno junto al otro. Era una zona que los ayudantes del molinero evitaban; Krabat no sabía por qué. Recordó el sueño de su fuga. ¿No aparecía en él algo relacionado con Tonda..., en un lugar de por allí en el que habían enterrado al oficial mayor?
Pero Tonda, gracias a Dios, caminaba a su lado, y estaba vivo.
—Me gustaría regalarte algo, Krabat —dijo el oficial mayor sacándose la navaja del bolsillo—. Como recuerdo mío.
—¿Es que nos vas a dejar! —preguntó el muchacho.
—Quizá.
—¡Pero, y el maestro! No puedo creerme que te vaya a dejar marchar.
—Hay cosas que ocurren que no se las puede uno creer —dijo Tonda.
—¡No hables así! —exclamó Krabat—. ¡Quédate por mí! No puedo imaginarme viviendo en el molino sin ti.
—Hay cosas en la vida —dijo el oficial mayor— que algunos no se las pueden imaginar, Krabat. Hay que resignarse a ellas.
La Planicie Yerma era un cuadrado sin vegetación, apenas mayor que una era, en cuyos bordes crecían deformes pinos silvestres. El muchacho reconoció en la penumbra una fila de montículos planos y alargados: como las tumbas de un cementerio abandonado, cubiertas de malas hierbas, descuidadas, sin cruz ni lápida... ¿De quién serían aquellas tumbas?
Tonda se había detenido.
—Cógela —dijo Tonda tendiéndole la navaja, y Krabat comprendió que no podía negarse.
—Tiene —dijo Tonda— una característica peculiar que debes conocer. Si alguna vez te amenaza, un peligro serio, la hoja cambiará de color en cuanto la abras.
—¿Se pondrá... negra? —preguntó Krabat.
—Sí —dijo Tonda—. Como si la hubieras tenido sobre la mecha de una vela encendida.
A aquel hermoso otoño le siguió un temprano invierno. Dos semanas después del día de Todos los Santos empezó a nevar, y ya de forma continuada. Krabat tuvo que volver a quitar nieve y dejar despejada la entrada del molino. A pesar de ello la siguiente noche de luna nueva llegó a toda velocidad el compadre con su carruaje atravesando los prados nevados. Sin quedarse atascado y sin que el vehículo dejara ninguna huella.
Al muchacho no le importaba el invierno, pues con tanta nieve no hacía demasiado frío; sin embargo, al resto de los ayudantes del molinero parecía afectarles el ánimo: con cada semana que pasaba se iban poniendo de peor humor, y cuanto más se acercaba el final del año, más difícil resultaba llevarse bien con ellos. Estaban muy susceptibles y más irascibles que un pavo. Por cualquier insignificancia llegaban a las manos; ni siquiera Andrusch era una excepción.
Krabat lo comprobó cuando le quitó la gorra de la cabeza tirándole una bola de nieve, por simple broma, porque le quemaban los dedos. Andrusch entonces se fue inmediatamente a por él y le hubiera pegado una paliza al muchacho si no se hubiera interpuesto Tonda y no los hubiera separado.
—¡Pero si es verdad! —gruñó Andrusch—. ¡Apenas tiene pelusilla en la barbilla, el imberbe éste, y ya tiene que ser un fresco! ¡Pero espera y verás, la próxima vez que lo intentes te voy a dar una paliza que te vas a enterar!
Al contrario que el resto de los muchachos Tonda seguía tan juicioso y tan amable como siempre, sólo que al muchacho le parecía que estaba un poquito más triste que de costumbre, aun cuando se esforzaba por que nadie lo notara.
«Quizá sienta nostalgia de su muchacha», supuso Krabat... y de nuevo, sin quererlo él, le vino a la memoria la cantora. Llevaba mucho tiempo sin pensar en ella. Le parecía que lo mejor era olvidarse completamente de ella. Pero, ¿cómo se conseguía eso?
Llegaron las Navidades, para los mozos del molinero fueron días como otros cualquiera. Afrontaban el trabajo débiles y de mala gana. Krabat quiso animarles, cogió en el bosque un par de ramas de abeto y adornó con ellas la mesa. Cuando los muchachos llegaron a comer se pusieron furiosos.
—¿Qué es esto? —exclamó Staschko—. ¡Quitad estos trastos, fuera con ellos!
—¡Fuera con ellos! —exclamaron por todas partes, hasta Michal y Merten empezaron a despotricar.
—¡El que haya traído esta cosa al cuarto —exigió Kito— que se la vuelva a llevar!
—¡Y además ahora mismo —amenazó Hanzo— o le romperé todos los dientes!
Krabat intentó tranquilizarles, quiso dar una explicación, pero Petar no le dejó disculparse.
—¡Llévatelo! —le tapó la boca—. O te echaremos a golpes de palo.
Entonces Krabat accedió a la voluntad de los muchachos, pero se reconcomía por dentro. Pero, maldita sea, ¿qué era lo que había hecho mal? ¿O es que le daba al incidente mayor importancia de la que merecía? Al fin y al cabo últimamente siempre había broncas y peleas en el molino por nada, por nada en absoluto. Además él, no debía olvidarlo, era allí aprendiz... y siendo aprendiz tenía uno que soportar de cuando en cuando algunas cosas. Lo único extraño era que nunca se lo hubieran hecho sentir antes. Sólo ahora, desde que había empezado el invierno, andaban todos metiéndose con él. ¿Seguiría siendo así durante los dos años que aún le quedaban de aprendizaje?
Cuando se presentó la ocasión, Krabat le preguntó al oficial mayor qué les pasaba a los muchachos.
—¿Qué tienen?
—Miedo —dijo Tonda rehuyéndole la mirada.
—¿Miedo de qué? —quiso saber Krabat.
—No puedo hablar de ello —dijo el oficial mayor—. Demasiado pronto te vas a enterar.
—¿Y tú? —preguntó Krabat—. Tú, Tonda, ¿no tienes miedo?
—Más de lo que te imaginas —dijo Tonda encogiéndose de hombros.
En noche vieja se fueron a la cama más temprano de lo habitual. El maestro no se había dejado ver en todo el día. Quizá estuviera sentado en la cámara negra y se hubiera encerrado en ella como hacía algunas veces..., o se había ido al campo con el trineo de caballos. Nadie le había echado de menos, nadie había hablado de él.
Sin decir ni una palabra, los muchachos se metieron en sus jergones de paja después de cenar.
—Buenas noches —dijo Krabat como todas las noches, pues eso era lo que debía hacer un aprendiz.
Aquel día los oficiales parecieron tomárselo a mal.
—¡Cierra el pico! —bufó Petar, y Lyschko le tiró un zapato.
—¡Oye, oye! —exclamó Krabat levantándose rápidamente de su jergón—. ¡Vamos por partes! Creo yo que podrá uno decir buenas noches, ¿no?
Llegó volando un segundo zapato, le pasó rozando el hombro; el tercero lo interceptó al vuelo Tonda.
—¡Dejad al muchacho en paz! —ordenó—. También esta noche quedará atrás.
Luego se dirigió a Krabat.
—Deberías acostarte, muchacho, y estar callado.
Krabat obedeció. Dejó que Tonda le tapara y le pusiera la mano en la frente.
—Ahora duérmete, Krabat... ¡y entra con buen pie en el nuevo año!
Habitualmente Krabat dormía toda la noche de un tirón hasta la mañana siguiente a no ser que alguien le despertara. Aquel día se despertó él solo alrededor de la medianoche. Le sorprendió que la luz de la lámpara estuviera encendida y que los demás muchachos también estuvieran despiertos..., todos ellos, al menos donde le alcanzaba la vista.
Estaban acostados en sus catres y parecían estar esperando algo. Apenas respiraban, apenas se atrevía a moverse ninguno de ellos.
En la casa reinaba un silencio de muerte..., reinaba tal silencio que el muchacho creyó haberse vuelto sordo.
Pero no estaba sordo, pues de pronto oyó un grito —y el golpetazo en el zaguán— y cómo los oficiales lanzaban un suspiro: mitad de horror, mitad de alivio.
¿Había ocurrido alguna desgracia?
¿Quién había sido el que había gritado en trance de muerte inminente?
Krabat no se lo pensó demasiado. Se puso en pie de un salto. Corrió hasta la puerta del desván, quiso abrirla, quiso bajar corriendo las escaleras para ver qué había ocurrido.
La puerta tenía el cerrojo echado por fuera. No fue posible abrirla por mucho que la sacudió.
Alguien le puso entonces la mano en el hombro y le habló. Era Juro, el tonto de Juro Krabat le reconoció por la voz.
—Ven —dijo Juro—. Acuéstate otra vez en tu jergón.
—¡Pero el grito!... —jadeó Krabat—. ¡El grito de antes!
—¿Crees acaso —repuso Juro— que nosotros no lo hemos oído?
Dicho aquello llevó otra vez a Krabat a su sitio.
Los mozos del molino estaban acurrucados en sus catres. En silencio, con los ojos muy abiertos, miraban fijamente a Krabat. No... ¡a Krabat no! Miraban fijamente más allá de donde él estaba, hacia la cama del oficial mayor.
—¿No... no está Tonda? —preguntó Krabat.
—No —dijo Juro—. Échate otra vez e intenta dormir. ¡Y no llores!, ¿me oyes? Con llorar no se resuelve nada.
La mañana de año nuevo encontraron a Tonda. Yacía boca abajo al pie de la escalera del desván. Los mozos del molino no parecían sorprendidos; sólo a Krabat no le cabía en la cabeza que Tonda estuviese muerto. Sollozando, se arrojó sobre él, le llamó por su nombre suplicándole:
—¡Di algo, Tonda, di algo!
Le cogió la mano. La noche anterior misma la había sentido sobre su frente, antes de dormirse. Ahora estaba rígida y fría y le resultaba muy extraña, muy extraña.
—Levántate —dijo Michal—. No podemos dejarle aquí tirado.
Su primo Merten y él llevaron al muerto al cuarto de los criados y le colocaron sobre la tabla.
—¿Cómo ha podido ocurrir? —preguntó el muchacho.
Michal vaciló antes de responder.
—Se... se ha —dijo tartamudeando— ro... roto el cuello.
—O sea que... debe haber tropezado en la escalera... en la oscuridad...
—Puede ser —dijo Michal.
Le cerró los ojos al muerto, le colocó bajo la nuca un manojo de paja que Juro había ido a buscar.
Tonda tenía el rostro macilento. «Como si fuera de cera», pensó Krabat. No podía mirarle sin que se le saltaran las lágrimas. Andrusch y Staschko le llevaron al dormitorio.
—Quedémonos aquí —opinaron—. Abajo lo único que haríamos sería estorbar.
Krabat se acurrucó en el borde del catre. Preguntó qué era lo que se iba a hacer con Tonda.
—Pues lo que se hace en estos casos —dijo Andrusch—. Juro se encargará de él, no es la primera vez que hace una cosa así, y luego le enterraremos.
—¿Cuándo?
—Esta tarde, supongo.
—¿Y el maestro?
—No le necesitamos —dijo desabrido Staschko.
Por la tarde sacaron del molino a Tonda en un ataúd de pino a Koselbruch, a la Planicie Yerma. La fosa ya estaba preparada, las paredes del hoyo estaban cubiertas de escarcha, el montón de tierra tapado por la nieve.
Enterraron al muerto apresuradamente y sin ceremonias. Sin pastor ni cruz, sin velas ni cantos fúnebres. Los muchachos no se quedaron junto a la tumba ni un instante más de lo estrictamente imprescindible.
Krabat se quedó allí solo.
Quiso rezar un Padrenuestro por Tonda, pero se le había olvidado: por muchas veces que empezó no fue capaz de conseguirlo.
No pudo en lusaciano, y mucho menos aún en alemán.
El maestro siguió sin aparecer durante los siguientes días, y mientras el molino estuvo parado. Los mozos del molinero haraganeaban en sus catres, se acurrucaban al calor de la lumbre. Comían poco y no hablaban mucho, menos aún sobre la muerte de Tonda. Como si nunca hubiera existido en el molino de Koselbruch un oficial mayor que se llamara Tonda.
A los pies del catre que le había pertenecido estaba la ropa de Tonda, cuidadosamente doblada y colocada una prenda sobre la otra: los pantalones, la camisa y el blusón, el cinturón, el mandil y encima de todo la gorra. Juro había subido allí la ropa la tarde de año nuevo, y los muchachos se esforzaban por aparentar que eran capaces de no verla. Krabat estaba triste, se sentía abandonado y muy desgraciado. No podía ser casualidad que Tonda hubiera perdido la vida: cuanto más lo pensaba, más seguro estaba de ello. Tenía que haber algo que él no supiera, algo que los oficiales le estaban ocultando. ¿En qué consistía el misterio? ¿Por qué no se lo había confiado Tonda?
Preguntas y más preguntas que no podía evitar hacerse el muchacho. ¡Si al menos hubiera tenido algo que hacer! Lo de estar holgazaneando le ponía enfermo.
Juro fue el único que aquellos días estuvo igual de atareado que siempre. Alimentaba el fuego, cocinaba, cuidaba de que la comida estuviera en la mesa a su debido tiempo, aunque los oficiales se dejaran la mayoría en las bandejas. Debió de ser probablemente en la mañana del cuarto día cuando le habló al muchacho en el zaguán.
—¿Querrías hacerme un favor, Krabat? ¿Podrías cortarme unas cuantas astillas?