Castellar había oído mordiéndose los labios.
—¡No puedo suponer que usted nos aconseje la aceptación de los hechos consumados! —dijo.
—Lo que propongo a ustedes es el único temperamento que la historia de todos los pueblos, que han cruzado épocas análogas, señala como eficaz: la expectativa, la perseverancia. Los lobos acaban siempre por devorarse entre ellos; nuestros dictadores crían siempre serpientes en su seno, y en ese mundo moral la traición es elemento normal. Esperemos: dentro de seis meses, esos hombres se separarán en dos bandos. Entonces llevaremos nuestra fuerza intelectual, nuestra autoridad, ¡qué digo!, toda la autoridad de la sociedad culta, a aquel de ambos que ofrezca probabilidades de reacción contra la barbarie. Y así, lentamente, favoreciendo a unos contra otros, inoculando con paciencia nuestras ideas, hemos de ver, verán ustedes seguramente, el orden definitivo imperando, porque se basará sobre el cimiento de granito de una evolución pacífica y no sobre la sangre, que en nuestra tierra marea y enloquece...
—¡No! —exclamó con voz vibrante el hombre de ojos claros y largos cabellos plateados, a quien Castellar había mirado con intención al hablar de la independencia oriental—. ¡No!; también soy viejo, también mi vida ha transcurrido en la lucha, también he conocido la proscripción, puesto que vivo en ella hace veinte años. Respeto el móvil de mi digno amigo; pero no puedo consentir en silencio el que nuestras canas nos dan derecho para venir a ahogar esa explosión de viril indignación que inflama hoy el alma de los jóvenes orientales. ¿Por qué ese horror de la sangre? Es el rocío sagrado sin cuyo riesgo jamás un pueblo llegó a nada grande. Luchamos contra bárbaros, luchamos contra fieras, y la palabra es inútil. Un pueblo que acepta silenciosamente la opresión y que busca la redención en combinaciones bizantinas es un pueblo que abdica. Ustedes, jóvenes, son hoy el pueblo oriental, llevan en su corazón el depósito de su dignidad y en sus brazos el estandarte de su gloria. El movimiento que les impulsa a la lucha es la obediencia a la voz de la patria que llama e implora. ¿Seréis vencidos? Y bien, queda el ejemplo. No se pierden jamás los rastros de la sangre derramada por una causa santa, y como el polvo de los Gracos engendró a Mario, así la sangre vertida en las hecatombes del año 40 clamó al cielo y Caseros fue...
De pie, con su elegante figura, con los ojos chispeantes, todos le contemplaban bajo una atracción misteriosa. Habló largo rato, con palabra de fuego, colorida, poco lógica, pero irresistible. El argumento flameaba como una bandera de guerra, y él mismo creía sentir el olor del combate.
¿Cómo rebatir esas cosas? ¿Cómo hacer oír la razón cuando el corazón late a reventar? Las manos se estrecharon en un movimiento impetuoso que hizo acallar todas las dudas y la resolución suprema se adoptó. El porvenir podía ser oscuro, los negros vaticinios del anciano realizarse, el esfuerzo ser inútil, pero, en el fondo, jamás un grupo de hombres tuvo la conciencia más pura en el momento de aceptar el sacrificio. Allá, a lo lejos, en el seno de las sociedades secularmente organizadas, hay una eterna sonrisa para nuestras asonadas americanas, y, sin embargo, ¡cuánta virilidad, cuánta altura de pensamiento importan muchas veces! Esta fatalidad histórica es nuestra cruz; llevémosla sin desesperar, porque, en el fondo del caos aparente, se mueven ya los elementos de la reorganización definitiva.
1884.