Juvenilia (12 page)

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Authors: Miguel Cané

Tags: #Novela

BOOK: Juvenilia
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—Hola, amigo, ¿qué hace por aquí? —dijo Pepe.

—Nada, doctor; la niña Clara me ha dicho que don Benito va a tocar el
paine
y he venido a ver cómo es.

Todo estaba ya organizado en la sala cuando los dos amigos entraron. Clara al piano, a su lado su María, llegada esa mañana con los huéspedes; Barclay en posesión de su sillón; Segovia, la señora y el cura al lado de la mesa de bésigue, pero sin jugar, y en la pieza contigua, sin duda don Benito, porque se oía a cada instante una voz que decía: «¿Ya?», como si se tratara de hacer partir a un tiempo diez caballos o de disparar las armas en un duelo. En las ventanas que daban al patio, una multitud de cabezas, cubiertas de pañuelos de colores, dejando escapar trenzas de cabello negro como el ébano y cubriendo fisonomías sonrientes e iluminadas por ojos llenos de vida. Eran las
chinitas
que se habían aglomerado para oír también a don Benito
tocar el paine
, invención de Clara, a falta de otro instrumento; todo aquel pequeño mundo estaba alborotado por esa prodigiosa aplicación de tan humilde utensilio.

—Es la primera vez que el público hace esperar a los artistas —dijo Clara—. Vamos, colóquense ustedes bien y prepárense a gozar. ¡Atención, don Benito!

—¡Ya! —gritó el aludido desde la región ignota donde procuraba convertirse en eco lastimero.

—¡No, hombre! Oiga bien el piano y entre en el acorde que le hemos indicado.

—Perdón —dijo don Benito asomando la cabeza por la puerta del cuarto y teniendo en las manos el famoso peine envuelto en papel de seda—. Perdón; ¿pero no sería posible hacerme saber, por algún medio visible, cuál es el acorde indicado? Hay muchos que se parecen y me puedo confundir. Además, de donde me han puesto no alcanzo a verlas, y...

—¿Pero no le queda el oído? Todos los eslavos son músicos de nacimiento, señor Morreon, y usted, por simpatía, debe tener oído.

El argumento pareció convencer a don Benito,— que desapareció asegurando que pescaría el acorde.

Clara dibujó la melodía en el piano y María empezó el triste recitativo de la serenata de Braga con su vocecita débil pero afinada y simpática. Todo el mundo había hecho silencio, y el público menudo de la ventana retenía el aliento para no perder una nota. En el momento oportuno, justo después del acorde indicado, don Benito, puntual bajo la excitación hecha a su honor panslavista, rompió denodadamente el fuego con bastante precisión. La cosa no era muy fácil, porque la voz llevaba una melodía y el piano acompañaba, mientras don Benito debía esgrimirse por su cuenta, concurriendo con el elemento principal al conjunto. Había empezado bien; pero en el cambio de tono, le era necesario llegar a un
si
bemol que había sido uno de los primeros obstáculos en el ensayo, hasta que María consiguió hacer apretar los dientes al pedagogo sobre la parte unida del peine y llegar así, por un esfuerzo que las venas del cuello revelaban, al
si
bemol deseado. Don Benito, todo a su tarea, apretó con tal frenesí, que la nota salió vibrante, no muy justa, pero potente de sonoridad.

—¡Mirá
el
paine!
—exclamó Toribio, sin poderse contener, con medio cuerpo dentro de la ventana.

Todos soltaron la carcajada, María la primera, que interrumpió el canto. Toribio se puso como una flor de amapola, y no sabiendo qué hacer, sonrió humildemente, mientras don Benito asomaba la cabeza con aire agitado, preguntando:

—¿Me he equivocado?

—Al contrario, señor Morreon, merece usted un bravo —dijo la señora—. Ha sido un acceso de entusiasmo en el público.

—Da capo, da capo!
—gritó Pepe.

La serenata por fin se ejecutó a la satisfacción general, sobre todo del maestro de escuela que, agobiado por las felicitaciones y vislumbrando un porvenir de gloria, preguntó a María muy serenamente si no había música escrita para el peine. La alegre criatura le aseguró que sí, prometiéndole hacer venir la partitura de una ópera de Rubinstein, transcripta para ese amable instrumento.

Luego vino el esperado dúo de Don Juan, por María y Barclay. Barclay conocía la música y allá en sus tiempos debía sin duda haber cantado. La verdad es que, con su voz sin timbre, pero sumamente afinada, supo dar al
«la ci darem la mano»
una expresión tan característica y personal, que Clara lo miró asombrada. Algo le revelaba que en aquel corazón silencioso y solitario pasaban cosas que la calma aparente de la vida no dejaba ver. La música es el lenguaje universal de todo lo que siente y sufre; ella sola puede traducir con la vaguedad necesaria para no profanarlos, los sentimientos más ocultos y profundos que se mueven en el fondo del alma humana. Además, Mozart tiene este rasgo característico, que la excelencia de su interpretación no depende exclusivamente del arte, sino de la inteligencia. A un artista sin talento se le puede enseñar bien una ópera cualquiera, siempre que tenga voz y sepa usarla. Eso no basta para Mozart, o mejor dicho, Mozart, el único, puede pasarse de esos elementos. Fuera de Faure, a nadie he oído la serenata de Don Juan como a un hombre de mundo, casi sin voz, que la murmuraba de una manera exquisita para las ocho o diez personas que rodeaban el piano...

Así corrían las noches, en la alegría, como los días en la serenidad.

1884.

EN EL FONDO DEL RÍO

El último día de cuarentena tocaba a su término. Había a bordo un bullicio insólito. El piano, golpeado con más rigor que en las melancólicas noches de la última semana, exhalaba sus quejidos ásperos con tan buena voluntad, que se creía adivinara próximo el momento del reposo. Se había instalado un
nueve
animadísimo en una de las mesas del comedor, y los maltratados en la travesía trataban de rehacerse, tentando la suerte del último día, postrera esperanza, engañosa como todas. Un coro de señoras, un tanto enrojecidas por la labor interna de la digestión, rodeaban el piano, donde una escuálida criatura de veinte años batía las teclas sin piedad, mientras su hermana o algo así, soñaba en voz alta, más o menos afinada, con bosques sombríos claros de luna, citas de amor y mal de ausencia. Los corchos de cerveza y limonada gaseosa, con su falso ruido de champagne, saltaban a cada instante. Los sirvientes, al pasar, solían poner la mano en el hombro a algunos pasajeros y les deseaban, con un aire de superioridad incontestable, buena suerte en el piquet .

Arriba, sobre el puente, la luna, el espacio tranquilo, el Plata dormido, meciendo sus olas pequeñas y numerosas, que se extinguían sin rumor contra los flancos del navío. A lo lejos, al frente, en el confín del horizonte, una faja rojiza tenue, como el resplandor lejano de un incendio, visto a través de una atmósfera cargada de vapores leves. A la derecha, también distantes, los faros de las costas y la imperceptible raya negra que el espíritu adivinaba, más de lo que los ojos veían. En medio del río, vasto como un mar, multitud de luces que oscilaban lentamente en lo alto de los mástiles. De tiempo en tiempo, el eco triste de una campana que daba las horas, como si recordaran al que soñaba sobre el puente que aun en el seno de esa paz silenciosa, la vida corría y las tristezas con ella.

Estaba solo en cubierta, tendido sobre un banco, el brazo apoyado sobre la baranda y la cabeza sostenida en la mano. La luna bañaba de lleno su rostro de facciones regulares, joven aún, pero fatigado. Miraba al astro velado por la niebla ligera con la persistencia de los soñadores y la vaga expresión de sus ojos anunciaba que su alma recorría el pasado.

Las horas corrían así, lentas e iguales. En el comedor se había hecho el silencio; a popa, un grupo que hablaba en voz baja, sólo revelaba su presencia por el intermitente resplandor de los cigarros.

Varias veces ya, un hombre había aparecido en lo alto de la escalera que daba al puente, y luego de mirar con interés cariñoso al joven inmóvil, había descendido. Al fin, en una de sus últimas subidas, se acercó suavemente con un «plaid» en el brazo y lo tendió al joven, diciéndole en francés, con respetuoso acento:

—La humedad de la noche puede hacerle mal, señor. He traído este abrigo, por si el señor piensa no recogerse todavía.

—Gracias. No descenderé aún; no podría dormir. Tráigame un poco de coñac con agua, y cigarros.

El criado reapareció un momento después; el joven encendió un tabaco, se envolvió en la manta y quedó mirando con una expresión de cariñosa tristeza a su servidor.

—Mañana concluye la cuarentena, Pedro.

Pedro se inclinó.

—Y empiezan los días amargos de que le he hablado —añadió el joven sonriendo.

—Yo estoy bien en todas partes donde el señor quiera tenerme consigo.

—Sí, pero usted no conoce la vida de nuestros campos, sobre todo adonde vamos. Es el desierto, la soledad y el silencio constantes. Tendrá usted poco o nada que hacer allí y el fastidio puede engendrar la nostalgia. Le repito, pues, mis palabras de París; no hay compromiso ninguno entre nosotros. En el momento en que lo desee, regresará usted a Europa o se instalará en Buenos Aires, a su elección.

—El señor es siempre bondadoso conmigo; sólo le pido que me lleve consigo donde vaya y que me acepte a su lado mientras mis servicios le sean útiles.

—Bien, bien; tenemos tiempo de hablar. Prepare todo para descender mañana temprano. ¿No ha habido nuevos curiosos?

—No, señor; desde Río me dejan tranquilo.

El joven hizo un gesto de fastidio mientras el criado se retiraba. El hecho es que desde Burdeos había vivido a bordo en una asechanza constante, en una insoportable persecución de la curiosidad ajena. Su retraimiento sistemático, sus respuestas monosilábicas, dadas con glacial corrección a los que intentaban abrir charla con él, su silencio en la mesa, el imperioso deseo de soledad que revelaba su aspecto, le habían señalado al mundo de a bordo como un personaje original, orgulloso primero, enigmático después; sospechoso más tarde. Entre los pasajeros había pocos argentinos; la mayor parte eran familias de extranjeros radicados en el país y sin contacto con la alta sociedad porteña. Así, había duda hasta sobre el nombre del joven, que figuraba en sus maletas, en la lista de pasajeros, que no importaba misterio alguno, pero que el deseo de crear historias rodeaba de sombras en el ánimo de esa buena gente. No pudiendo sacar nada del amo, se dio el asalto contra el criado, llevando la voz los que hablaban francés, porque Pedro no entendía una palabra de castellano. Pero, o Pedro tenía un natural poco comunicativo o cumplía instrucciones terminantes, el hecho es que tres o cuatro respuestas secas, dadas con su aire de ceremonia, pusieron en derrota a los más audaces.

Sólo se supo a punto fijo que el joven se llamaba Carlos Narbal, que pertenecía a una distinguida familia de Buenos Aires, que tenía fortuna y que había estado muchos años ausente. Y esto gracias a tres o cuatro
cocottes
que venían a Río, contratadas para el Alcázar, según decían, que se daban suntuosos aires de artistas, pero que el comisario de a bordo, que debía conocerlas a fondo, amenazaba a enviarlas a perorar
sur le guaillard d'avant
cada noche que el alboroto promovido por las ninfas se hacía insoportable. Cuando se les pasó el mareo del Golfo, y entrando en las aguas más tranquilas del Océano, empezaron a recibir los galanteos de la gente de a bordo, que en general ofrecía poco porvenir, sus miradas no tardaron en dirigirse sobre Carlos, cuyo aspecto auguraba un hombre de mundo. Si en alguna parte las mujeres tienen conciencia de su fuerza, es indudablemente sobre la cubierta de un buque. Caras que no se han apercibido en el momento del embarque, adquieren cierto atractivo a los ocho días de navegación, y a los quince, a menos de ser unos monstruos, pasan con facilidad por bellezas acabadas. El fenómeno se produce a favor de un sinnúmero de circunstancias, de las que cuentan en primera línea el aire vivificante del mar, la fuerte alimentación, la inacción forzosa y la ausencia absoluta de puntos de comparación. Pero todo esto parecía hacer poco efecto sobre el hombre, único tal vez, que no hacía avances. El repertorio estaba agotado, las miradas tiernas, la pantalla caída a propósito, el
«Mon Dieu, qu'il fait chaud!»
en los trópicos, el insinuante y audaz
«est-ce que vous connaissez Rio, monsieur?»
todo el arsenal de escaramuzas femeninas. Una de ellas, más
crâne
que las demás había hecho jugar la gruesa artillería, y una noche, antes de llegar a Bahía, cuando ya hacía rato que habían sonado las doce y que los corredores estaban desiertos, se entró sencillamente al camarote que ocupaba Carlos, que, a causa del calor, había dejado sólo la cortina corrida. Carlos, que no dormía, se sentó en la cama. Entonces, una voz queda, pero muy queda, cuya entonación procuraba infiltrar la persuasión de que los vecinos no se despertarían, murmuró:
«Pardon, monsieur, je me suis trompée de cabine».
Carlos refunfuñó algo, se dejó caer sobre el lecho, y la poco orientada artista declaró al día siguiente que aquello, con el aspecto de un hombre, y
même pas mal,
no era tal.

Luego, el aislamiento, las largas horas pasadas con los libros amigos, con el Dumas que no cansa y que se relee con el placer que da la evocación de las impresiones de la primera lectura, los buenos y sanos libros de historia, las revistas científicas, las narraciones de viaje que llevan el espíritu a regiones remotas. Y por la noche, el panorama de los cielos llenos de estrellas, del mar que las refleja con cariño, de la estela que se desvanece lentamente como un sueño, la blanca espuma que se apaga murmurando, la caprichosa fosforescencia de las aguas que se abrillantan por instantes como el espíritu del que sufre, con un reflejo de esperanza, para caer en seguida en la sombra...

La última noche, pero frente a la patria, cuyo amor se levanta espléndido sobre todas las ruinas morales. Ahí estaba; bajo el crepúsculo incierto del horizonte, dormía la ciudad madre, cuna de su cuerpo, nodriza de su alma, fuente también sin duda de todas las amarguras de su vida. Miraba, miraba intensamente el reflejo lejano, y a medida que su espíritu leía el pasado en la memoria, sus ojos se impregnaban de lágrimas o adquirían una dureza de acero. Luego pasaba la mano por la frente y se quedaba inmóvil.

Un dolor profundo o un error inmenso pesaba sobre el alma de este hombre; o se había estrellado contra una desventura sin remedio, de las que rompen la armonía interna y velan el porvenir, o bajo un fastidio colosal, el origen de su mal se había desenvuelto e invadido todo el ser moral.

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