Pero Corrales era un simple montonero, un Páez, un Güemes, un Artigas; no había leído a César, ni al gran Federico, ni las memorias de Vauban, ni los apuntes de Napoleón, ni los libros de Jomini.
Su arte era instintivo y Jacques tenía la ciencia y el genio de la estrategia.
De idéntica manera los persas valerosos no supieron defender sus empalizadas contra los atenienses en Platea.
El banco de la batalla había sido abandonado por los vecinos de Corrales; Jacques vio la ventaja de una mirada y amagando una carga violenta, mientras Corrales en el movimiento defensivo perdía un tanto el equilibrio, su adversario, de un golpe enérgico, dio en tierra con el banco y con Corrales.
Antes de que éste pudiera levantarse, Jacques le asió del cuello de la camisa, no saltando el botón correspondiente por la costumbre inveterada en Corrales de no usarlo nunca.
No brilló en manos del vencedor la daga de misericordia, pero sí sonó, uno solo, soberbio bofetón.
Así concluyó aquel memorable combate, que habíamos presenciado silenciosos y absortos, a la manera de los indios de Manco Capac las batallas de Almagro y Pizarro, como luchas de seres superiores al hombre...
Jacques llegaba indefectiblemente al Colegio a las nueve de la mañana; averiguaba si había faltado algún profesor, y en caso afirmativo, iba a la clase, preguntaba en qué punto del programa nos encontrábamos, pasaba la mano por su vasta frente como para refrescar la memoria y en seguida, sin vacilación, con un método admirable, nos daba una explicación de química, de física, de matemáticas en todas sus divisiones, aritmética, álgebra, geometría descriptiva o analítica, retórica, historia, literatura, ¡hasta latín! El único curso, de todo aquel extenso programa, que no le he visto dictar por accidente, era de inglés, dado por mi buen amigo David Lewis, que nos hacía leer a Milton y a Pope, a Addison, y a todos los buenos prosistas del
Spectator.
Debe estar fija en la memoria de mis compañeros aquella admirable conferencia de M. Jacques sobre la composición del aire atmosférico.
Hablaba hacía una hora, y ¡fenómeno inaudito en los fastos del Colegio!, al sonar la campana de salida, uno de los alumnos se dirigió arrastrándose hasta la puerta la cerró para que no entrara el sonido y por medio de esta estratagema, ayudada por la preocupación de Jacques, tuvimos media hora más de clase. Había venido de buen humor aquel día y su palabra salía fácil, elegante y luminosa.
En ciertos momentos se olvidaba y nos hablaba en francés, que todos entendíamos entonces. ¡Qué pintura inimitable de ese maravilloso fenómeno de la vegetación, de aquellas plantas con corazón de madres, absorbiendo el letal carbono de la atmósfera y esparciendo a raudales el oxígeno, la esencia de la vida! ¡Cómo nos hablaba de la bajeza miserable del hombre que pisotea una planta o abate un árbol para coger su fruto! ¡Aun suena en mis oídos su palabra, y, al recordarla, aún se apodera de mi alma aquella emoción nueva e inexplicable entonces para mí!
Cuando empezó a dictar el curso de filosofía, que debía concluir tan brillantemente Pedro Goyena, dio como texto el manual en colaboración con Simón y Saisset. En la primera conferencia dijo bien claro que aquélla era la filosofía ecléctica; más tarde añadió a algunos compañeros: «el día que yo escriba mi filosofía, comenzaré por quemar ese manual».
No ha dejado nada al respecto; pero si es posible rehacer sus ideas personales con el estudio de su naturaleza intelectual y sus opiniones científicas, no es arriesgado afirmar que, discípulo directo de Bacon, pertenecía a la escuela positivista, que hasta entonces no había tenido divulgadores como Littré, pero que antes de haberla formulado Augusto Comte, ha sido la filosofía de los hombres de ciencia, realmente superiores, en todos los tiempos.
Adorábamos a Jacques, a pesar de su carácter, jamás faltábamos a sus clases, y nuestro orgullo mayor, que ha persistido hasta hoy, es llamarnos sus discípulos. A más, su historia, conocida por todos nosotros y pintorescamente exagerada, nos hacía ver en él, no sólo un mártir de la libertad, como lo fue en efecto, sino un hombre que había luchado cuerpo a cuerpo con Napoleón, nombre simbólico de la tiranía.
Una mañana vagábamos en un claustro, asombrados que hubiese pasado un cuarto de hora del momento infalible en que M. Jacques se presentaba. De pronto, un grito penetrante hirió nuestros oídos; conocí la voz de Eduardo Fidanza, uno de los discípulos más distinguidos del Colegio. Corrí a la portería y encontré a Fidanza pálido, desencajado, repitiendo como en un sueño: «¡Monsieur Jacques ha muerto!» La impresión fue indescriptible; se nos hizo un nudo en la garganta y nos miramos unos a otros con los rostros blancos, lívidos, como en el momento de una desventura terrible.
El portero había recibido orden de no dejarnos salir; le echamos violentamente a un lado y muchos, sin sombrero, desolados, corrimos a casa de M. Jacques.
Estaba tendido sobre su cama, rígido y con la soberbia cabeza impregnada de una majestad indecible.
La muerte le había sorprendido al llegar a su casa después de una noche agitada. El rayo de la apoplejía le derribó vestido, sin darle tiempo para pedir ayuda.
Pendía su mano derecha fuera de la cama; uno por uno, por un movimiento espontáneo, nos fuimos arrodillando y posando en ella los labios, como un adiós supremo a aquel a quien nunca debíamos olvidar. Su espíritu liberal, abierto a todas las verdades de la ciencia, libre de preocupaciones raquíticas, ha ejercido su influencia poderosa sobre el de todos sus discípulos.
Le llevamos a pulso hasta su tumba y levantamos en ella un modesto monumento con nuestros pobres recursos de estudiantes. Duerme el sueño eterno al abrigo de los árboles sombríos, no lejos del sitio donde reposan mis muertos queridos. Jamás voy a la tumba de los míos sin pasar por el sepulcro del maestro y saludarle con el respeto profundo de los grandes cariños.
El retiro del doctor Agüero no mejoró la disciplina interna del Colegio.
Estaba reservada esa difícil tarea a D. José M. Torres, que, con mano de hierro y cargando con la más franca y abierta odiosidad que es posible dedicar a un hombre, nos metió en vereda, nos domó a fuerza de castigos, transformando el encierro en la morada habitual de algunos de nosotros, privándonos de salida, levantando en alto, en fin, el principio de autoridad. De un carácter desgraciado pues a la primera contradicción se ponía fuera de sí, dudo que haya tenido apetito un sólo día durante su permanencia en el Colegio; oíamos a cada instante su voz de trueno rebotar en el eco de los claustros, vibrante e inflamada. En cuanto a mí, creo haber contribuido no poco a hacerle la vida amarga y le pido humildemente perdón, porque sin su energía perseverante, no habría concluido mis estudios, y sabe Dios si el ser inútil que bajo mi nombre se agita en el mundo no hubiera sido algo peor.
Poco antes de su ingreso, el Colegio fue regido algún tiempo por un sacerdote de quien tengo forzosamente que hablar tan mal, que me limito a designarlo sólo por iniciales. D. F. M. era extranjero e ignoro por qué circunstancia un hombre como él, sin moralidad, sin inteligencia y desprovisto de ilustración, había conseguido hacerse nombrar vicerrector del Colegio Nacional.
Antes de su entrada, las pasiones políticas que habían agitado a la República desde 1852 se reflejaban en las divisiones y odios entre los estudiantes. Provincianos y porteños formaban dos bandos cuyas diferencias se zanjaban a menudo en duelos parciales.
Los provincianos eran dos terceras partes de la totalidad en el internado, y nosotros, los porteños, ocupábamos modestamente el último tercio; eran más fuertes, pero nos vengábamos ridiculizándoles y remedándoles a cada instante.
Habíamos pillado un trozo de diálogo entre dos de ellos, uno que decía, con una palangana en la mano: «Agora no más lo vo a derramar», y el otro que contestaba con voz de tiple: «¡No la derramís!»
Lo convertimos en un estribillo que les ponía fuera de sí, como los rebuznos del uno y del otro alcalde de la aldea de Don Quijote.
Eran mucho más graves, serios y estudiosos que nosotros.
Con igualdad de inteligencia y con menos esfuerzo de nuestra parte obteníamos mejores clasificaciones en los exámenes. El fenómeno consistía simplemente en nuestra mayor viveza de imaginación, desparpajo natural y facilidad de elocución.
Recuerdo que Pedro Goyena, hablando de un joven correntino, Carlos Harvey, dotado de una inteligencia sólida y profunda, de una laboriosidad incomparable, repetía las palabras de Sainte-Beuve, aplicándoselas: «Le falta la arenilla dorada». Esa arenilla dorada constituía nuestra superioridad.
Dábamos una conferencia de historia, filosofía o retórica con sin igual botaratería, mientras ellos, en general, poseyendo la materia tal vez mejor que nosotros, se limitaban a una exposición sucinta, pálida y difícil. Había, por ejemplo, otro bohemio en el Colegio, enorme, pesado, indolente, pero de una inteligencia clara y meditativa. Era un joven Aberastain, de San Juan, hijo del mártir del Pocito; yo me había ligado a él porque nuestros padres fueron amigos y le había aplicado el mismo apodo de
Buey
que el suyo había recibido en la Universidad. Goyena, que era nuestro profesor de filosofía, se había empeñado en hacerle hablar, porque en dos o tres contestaciones en clase le llamó la atención la claridad con que comprendía ciertos puntos oscuros. Al fin hubo de renunciar, vencido por la apatía invariable de aquel carácter. El pobre Aberastain fue una de las primeras víctimas del cólera de 1867.
He nombrado a uno; nombraré otro, el primero de todos, Patricio Sorondo, arrebatado por la fiebre amarilla, cuando era ya conocido por su inteligencia extraordinaria, unida, lo que no es común, a una laboriosidad perseverante y tenaz. Era el primer discípulo de su clase; hablaba con maravillosa facilidad, era espiritual, chispeante, y como estudiaba enormemente, sus exámenes fueron siempre aclamados.
Jacques le tenía gran cariño, sentimiento que habíamos descubierto, no por manifestaciones externas, sino por un fenómeno negativo: jamás le reprendió.
Patricio se entretenía en decir negligentemente, delante de mi amigo Valentín Balbín, hoy ingeniero distinguido, que la noche anterior había estudiado hasta tal punto —y le enseñaba medio tomo de un enorme tratado de física o matemáticas—. Valentín, animado de una emulación digna y de un gran orgullo, volvía al día siguiente pálido y con los ojos marchitos, habiendo estudiado hasta el punto indicado, tragándose un centenar de páginas que Patricio no había aún recorrido.
La muerte de Sorondo fue una pérdida real para el país; habríamos tenido en él un hombre de estado, liberal, lleno de ilustración y con un carácter firme y recto.
Estudiábamos seriamente en el Colegio, sobre todo los tres meses que precedían los exámenes, en los que el gimnasio y los claustros perdían su aspecto bullicioso para no dejar ver sino pálidas caras hundidas en el libro, pizarras llenas de fórmulas algebraicas y en los rincones pequeños Sócrates ocupados en discutir con los ateos venidos, no ya de Jonia, sino de los Andes o del Aconquija. Los exámenes eran duros, y sabíamos que serían tomados por profesores de la Universidad.
Ahora bien; entre el Colegio y la Universidad existía el mismo antagonismo, la misma lucha que entre los discípulos de Guillermo de Champeaux y los de Abelardo, la misma emulación que entre Oxford y Cambridge. Despreciábamos esos petimetres que iban paquetes al aula una vez por mes, a hacer barullo en las clases de Larsen o Gigena y que no leían sino el Balmes o el Gérusez, mientras nosotros nos alimentábamos de la médula de león del eclecticismo. (!)
A más, ¿por dónde la Universidad era capaz de presentar un cuadro de aventuras, de diabluras, como las que ilustraban los anales del Colegio?
De tiempo en tiempo nos llegaba la noticia de un aparato que, regido por un hilo, ponía de punta una aguja en las sillas de Larsen, Gigena o Ramsay, en el momento de sentarse; la transformación de una galera profesional en acordeón silencioso, etc. Pero acogíamos esa materia parva con la benévola sonrisa de los magos de Faraón ante los primeros milagros de Moisés.
Una cosa nos disgustaba: que Jacques no nos perteneciera de una manera completa y exclusiva. Habríamos dado algo por verle renunciar su cátedra de física en la Universidad.
En los primeros tiempos quise reaccionar un tanto contra ese espíritu, y recordando que antes de entrar en el Colegio había pasado un año en la Universidad, intenté iniciar, sin éxito, la política de conciliación. Y sin embargo, no eran de los más gratos mis recuerdos universitarios. Para ingresar a la clase de primer año de latín, debí rendir un impalpable examen de gramática castellana, en el que fui ignominiosamente reprobado por la mesa, compuesta de Minos, Eaco y Radamanto, bajo la forma de Larsen, Gigena y el doctor Tobal. Me dieron un trozo de la
Eneida,
traducción de Larsen, para analizar gramaticalmente; era una invocación que empezaba por: «¡Diosa!» «¡Pronombre posesivo!» dije, y bastó; porque con voz de trueno Larsen me gritó: «¡Retírate, animal!».
Esto era en diciembre; en marzo arremetí de nuevo; pasé regular, con recomendación de mayor estudio para el año venidero, e ingresé en la famosa clase de latín, donde Pirovano hacía sus raras y memorables apariciones. Nada más soberbio que los diálogos que se entablaban entre él y Larsen.
Era en vano que Larsen interrogara a Pirovano sobre el I, II, IV o VI libro de la
Eneida,
sobre el
De Viris
o el
Epitome;
Pirovano sabía un solo verso de memoria, ordenado y traducido, que amaba con pasión y que lanzaba con una voz eufónica cada vez que Larsen pulsaba su erudición:
«¡Amor insano Pasiphaë!»
De ahí no salía, sino a la calle.
Es al doctor Larsen a quien el pueblo de Buenos Aires debe el tener ese médico que le honra. Harto de Pirovano y para verse libre de él, le hizo pasar contra viento y marea en el examen de primer año, en el que hubiera quedado eternamente; tal era su afición al Nebrija.
Conocíamos también en el Colegio la existencia de un café clandestino, donde se reunían a jugar al billar Pellegrini, Juan Carlos Lagos, Lastra, Quirno y Terry, a quien Pellegrini corría todas las noches hasta su casa, sin faltar una sola a esta higiénica costumbre.