¿Amores? El ligero
flirtation
del estudiante, la cinta recibida en una suave presión de mano para adornar su pecho en la regata, dos ojos azules palpitantes de júbilo el día de triunfo en el cricket, los paseos por la tarde o la lectura romántica del Tennyson. Pero ninguna impresión honda ni duradera.
A los veinte años, el primer rayo de la tormenta cayó sobre su alma serena. Un telegrama lo llamó a Buenos Aires, al lado de su madre gravemente enferma. Era su única familia, su mundo, su idolatría. Buena y dulce, no pudiendo habituarse a la separación, pero con esa fuerza de sacrificio en la que las madres concentran toda su energía, su cuerpo se fue debilitando hasta que el primer accidente la encontró sin vigor para la lucha.
Carlos llegó a tiempo para pasar dos días al pie de su lecho y recostar en su seno la cabeza querida en el último momento.
Una desesperación honda y callada se apoderó de él. En esos instantes, los amigos no bastan. El alma alivia al dolor con una voluntad persistente e invencible. La vida de la ciudad se le hizo insoportable y fue a pasar sus horas de amargura en uno de los establecimientos de campo que formaban su patrimonio.
Su vida de dos años, con raras apariciones en la ciudad, pasada en la atmósfera serena y monótona de los campos, borró la impresión aguda, dejando sólo la melancolía del recuerdo que jamás se olvida, pegado al corazón hasta la tumba. Ese aislamiento voluntario tiene el peligro del embrutecimiento, si no hay voluntad para resistir la inerte tendencia animal que empuja a la vegetación, al acuerdo inconsciente de todo lo que vive y muere alrededor. La música, la lectura, las visitas de sus amigos, la larga correspondencia subjetiva, salvaron a Carlos. Un incidente le determinó a venir a Buenos Aires. En una campaña electoral, uno de sus amigos fue candidato a la diputación nacional. El comité, conociendo las relaciones de éste con Carlos y deseando atraer un hombre que en tres partidos de campaña podría presentar quinientos electores perfectamente alineados, a caballo y con facón, sin más voluntad que la de
Don Carlitos,
nombró secretario a Narbal. Este, a pesar de no tener grande afición a la política, aceptó en el acto, en obsequio de su amigo. Además, la
plataforma
de la lucha del momento era la cuestión clerical. En este terreno, Carlos, hombre de ideas liberales y tolerantes hasta el extremo, opinaba, como toda la gente razonable, que lo mejor es
no meneallo.
Pero como cuando hay dos que pueden menear algo, no basta que uno solo no quiera hacerlo, resultó que los clericales menearon de tal manera que fue necesario salirles al encuentro. Como siempre, el público, el pueblo, quedó indiferente. Pero la emulación intelectual, los pinchazos por la prensa, la polémica que arrebata, acabaron por comunicar a los combatientes la falsa convicción de que se encontraban en presencia de uno de los más graves problemas que se hubiera presentado desde el «día de la organización». Un artículo cualquiera fue atribuido a Carlos por una hoja clerical. Como el artículo no era bueno, la réplica fue sabrosa, sin que faltara la alusión «a la gente que mide su competencia por el número de vacas que posee» o que cree «que basta saber inglés para entender de todo». En seguida, toda la guerrilla guaranga de los sueltistas que, a pesar de tener una idea muy vaga y difusa de lo que significa
patronato
y que a veces dicen
cañones
por
cánones,
se tratan unos a otros de
gran batata, monigote
y demás gentilezas de un gusto perfecto.
Carlos se irritó. En su vida había publicado nada, pero tenía los cajones de su escritorio repletos de todas esas cosas que se escriben, en la juventud: «Sueños», más o menos fantásticos, «Recuerdos», conatos de novela, biografías de próceres, versos, etc. La pluma no le era un instrumento desconocido ni la cuestión tampoco, a cuyo estudio había dedicado el último año de su vida de campo. Replicó; la polémica se hizo más extensa y levantada. Creyó tener por adversarios, bajo el anónimo de la prensa, a hombres del valor de Goyena y de Estrada, y, con el respeto de sí mismo que jamás le abandonaba, resolvió suspender la improvisación del momento, que a veces desvirtúa la idea, esparciendo los argumentos, y después de un mes de laborioso esfuerzo publicó un nutrido folleto, titulado «La Iglesia ante la sociedad política».
El libro hizo efecto; escrito en un estilo simple y elevado, con una cultura no desmentida y un verdadero respeto a la religión, quitó en la réplica a sus adversarios el derecho a la invectiva, sin la cual un escritor clerical de la buena escuela no hace nunca nada que valga la pena. El nombre de Carlos, hasta entonces desconocido o poco menos, tomó cierta celebridad. En la memoria del pueblo se reavivó el recuerdo de su padre y de su abuelo, hombres dignos y que habían servido bien a su país, y pronto sintió Carlos que se abría ante él un porvenir que no había sospechado.
A los veintitrés años se encontró en una de las posiciones más envidiables que es posible alcanzar en nuestra tierra y en muchas otras: un nombre respetado, una fortuna sólida que crecía todos los días en el movimiento progresivo del país, con la estimación general y el cariño profundo de sus amigos, inteligente e ilustrado, y todo esto acompañado de una figura elegante.
Alto, delgado, grandes ojos pensativos y de mirar abierto y franco, culto y correcto, sin aquella afectación inglesa que es la caricatura del género, un tanto callado, haciendo poco o nada por divertir la rueda, pero apreciando como el que más los buenos rasgos de espíritu, con buenas costumbres por exceso de lujo, su entrada en nuestra sociedad porteña fue sembrada de flores.
Hay hombres que, apenas llegan a la plenitud de su fuerza moral, no tienen más pensamiento fijo que el de encontrar una compañera para la gran ruta de la vida. Carlos era uno de ellos; allá en el fondo, había resuelto casarse, sin comunicar su proyecto ni aun a sus más íntimos amigos, por temor, no sólo del combate diario contra las presuntas suegras, sino sobre todo de perder, en la caza implacable de que sería víctima, todas sus ilusiones y esperanzas.
Naturaleza seria y reposada, sentía una repugnancia instintiva por todas esas pueriles escaramuzas del amor, tan comunes en nuestra tierra.
—¿Pero qué tiene eso de particular, Carlos? —le decía una noche uno de sus amigos, joven elegante, sin más pensamiento que la mujer, de eterna buena fe en sus entusiasmos, creyéndose sinceramente enamorado de la última con quien hablaba, escéptico contra el matrimonio, predestinado por lo tanto a casarse con una contralto cualquiera—. ¿Qué tiene de particular que, en vez de hablar de nimiedades en un salón, se cante a una mujer joven y linda la canción soñada, cuya música adivina sin que la letra haya llegado a su oído? Hay una especie de convención social que sonríe ante esos amores primaverales y no les da importancia alguna. A más, la pureza sale sin mancha de esa esgrima del sentimiento que sirve para conocerse a sí mismo y no tomar por un afecto profundo la veleidad de un atractivo pasajero.
—Te equivocas —replicaba Carlos tristemente—. Esa convención social, en cuya protección buscas la impunidad, no existe ni puede existir. Por lo que la mujer toca, ¿no comprendes que en eso que has llamado la esgrima del sentimiento pierde toda la inmaculada inocencia que hacía su encanto? ¿No has oído mil veces a tus amigos, en esas largas charlas del club, fijar su ideal de esposa en una criatura que hubiera abierto para él solo y único la virginidad del alma? ¿Quieres un ejemplo? Hace un año, en un gran baile sumamente fastidioso, te dio a ti mismo que me hablas, por enamorar a esa hermosa y buena criatura que se llama Julia X... Como de costumbre, esa noche te enamoraste perdidamente, lo que no impidió que a la mañana siguiente te hubieras olvidado por completo de tu campaña. Tres meses después, Jorge tuvo la inspiración de proceder a la misma esgrima en circunstancias análogas. ¡Cuántas veces les he oído entregarse a la eterna broma de las reconvenciones recíprocas y tacharse, riendo, de deslealtad! ¿No crees que ese incidente bastaría para detener a un hombre caviloso que hubiera pensado seriamente en hacer de Julia la compañera de su vida? No es, por cierto, porque la pobre criatura haya desmerecido, ni que su pureza sea sospechada; pero la fuerza de las cosas es así. El escepticismo fundamental de ustedes en materia de mujeres sólo puede ser vencido por la fuerza de la inocencia absoluta, indiscutible. Una mujer que ha tenido amores con un hombre, por más ideales y castos que hayan sido, parece conservar sobre sus labios, a los ojos extraños, el rastro de un beso furtivo. Me dirás que un beso es nada; a veces es un abismo.
—Pero no se llega siempre al beso, Carlos.
—¿Quién lo sabe? ¿Quién va a preguntarlo? ¿Quién creerá si niegas, como es tu deber? La duda basta. Además, por ustedes mismos, ¿qué necesidad tienen de ir a buscar en el mundo donde se reclutan nuestras madres, que será el de nuestras hijas, esas vanas satisfacciones del amor propio que con un poco de dinero y audacia, se obtienen tan fácilmente en otra parte?
—¿Quieres hacer, entonces, de nuestra sociedad un convento?
—No; quiero sólo una concepción vasta y completa del honor, he ahí todo. Para ustedes, la altura desinteresada en materia de dinero y la susceptibilidad exquisita que pone la espada en la mano por una nimiedad constituyen el código completo. El engaño de una mujer joven y candorosa, que cree cuanto le dices, porque no tiene razones para dudar, el desgarramiento moral que sucede a la desilusión, el compromiso de la felicidad de su vida entera, ¿no te parece un acto tan reprochable como el de dejar de pagar tres o cuatro mil pesos a uno de esos barbones del Club, que apoyándose en su experiencia y sangre fría, te ganan todas las noches al
bésigue
?
—¿Es decir que no debemos ni aun ser sociables?
—¡Es curioso! ¡Parece que pretendieran ustedes serlo! ¡Sociables! ¡Pero si ni idea tienen de lo que es la sociedad! Pasan ustedes la vida en el Club; jamás una visita, jamás esas atenciones cordiales que son el encanto de la vida. En el teatro, o metidos en el fondo de la
avant-scène,
fumando como en un café, o paseándose en el vestíbulo en los entreactos. Viene un baile; a amar con la primera que cae —cuestión de tener a quien clavar los anteojos en el Colón—. Por el contrario, les pediría más sociabilidad, más solidaridad en el restringido mundo a que pertenecen, más respeto a las mujeres que son su ornamento, más reserva al hablar de ellas, para evitar que el primer guarango democrático, enriquecido en el comercio de suelas, se crea a su vez con derecho a echar su manito de Tenorio en un salón al que entra tropezando con los muebles. No tienes idea de la irritación sorda que me invade cuando veo a una criatura delicada, fina, de casta, cuya madre fue amiga de la mía, atacada por un grosero ingénito, cepillado por un sastre, cuando observo sus ojos clavarse bestialmente en el cuerpo virginal que se entrega en su inocencia... Mira, nuestro deber sagrado, primero, arriba de todos, es defender nuestras mujeres contra la invasión tosca del mundo heterogéneo, cosmopolita, híbrido, que es hoy la base de nuestro país. ¿Quieren placeres fáciles, cómodos o peligrosos? Nuestra sociedad múltiple, confusa, ofrece campo vasto e inagotable. Pero honor y respeto a los restos puros de nuestro grupo patrio; cada día, los argentinos disminuimos. Salvemos nuestro predominio legítimo, no sólo desenvolviendo y nutriendo nuestro espíritu cuanto es posible, sino colocando a nuestras mujeres, por la veneración, a una altura a que no llegan las bajas aspiraciones de la turba. Entre ellas encontraremos nuestras compañeras, entre ellas las encontrarán nuestros hijos. Cerremos el círculo y velemos sobre él.
—¡El cuadro de la aristocracia austríaca!
—No la critiques, que tiene su razón de ser. Es la defensa de la naturaleza. Tú conoces mis ideas y sabes que sólo acepto las aristocracias sociales. En las instituciones, en los atrios, en la prensa, ante la ley, la igualdad más absoluta es de derecho. Pero es de derecho natural también el perfeccionamiento de la especie, el culto de las leyes morales que levantan la dignidad humana, el amor a las cosas bellas, la protección inteligente del arte y de toda manifestación intelectual. Eso se obtiene por una larga herencia de educación, por la conciencia de una misión, casi diría providencial, en ese sentido. Tal es la razón de ser de la aristocracia en todos los países de la tierra, tenga o no títulos y preocupaciones más o menos estrechas. Entre nosotros existe, y es bueno que exista. No lo constituye, por cierto, la herencia, sino la concepción de la vida...
Con semejantes ideas, no era extraña, por cierto, la reputación de aristócrata que Carlos adquirió. Sonreía y dejaba decir, observándose con una rigidez implacable para poner de acuerdo sus actos con sus principios.
1884.
A Eugenio
La idea de volver a la patria se había presentado al espíritu de Narbal inseparable de la de no vivir en Buenos Aires. ¿Por qué? No lo discutía, no lo analizaba. Era una aprensión nerviosa y tenaz, que le hacía considerar el retorno a la existencia de otro tiempo, como una fuente de amarguras insoportables. Además, el grupo simpático se había disuelto por los azares de la vida y era muy tarde ya para pensar en crearse nuevos cariños. Lorenzo se había casado hacía cinco años, y los tres hijos deliciosos que encantaban su hogar le habían convertido en el burgués pacífico, trabajador y tranquilo, que era a sus ojos, en épocas pasadas, el tipo perfecto del embrutecimiento humano. Muchos, la mayor parte de sus antiguos camaradas, habían seguido el mismo camino, aunque algunos sin transformarse, continuando bajo la cadena conyugal, bien ligera para ellos, sus viejos hábitos de club, de sport, de juego y todo lo que acompaña la vida fácil. A veces, Carlos, solo, por las mañanas, mecido por el paso lento e igual de su caballo, evocaba el recuerdo de los compañeros de juventud y comparaba su vida actual a la que se presentaba ante él. Uno había abrazado con pasión la carrera militar, y acallando sus gustos sociales, su amor a los placeres, vivía perdido, pero no olvidado, allá en la remota frontera, batallando oscuramente con los indios, conquistando palmo a palmo comarcas enteras para entregar a la civilización, soldado y explorador, desenvolviéndose en la vida militar moderna, concebida con inteligencia. ¡Feliz él, que veía la ruta recta y luminosa abrirse ante sus pasos! Otro, en un acto de energía, se había arrancado a la patria y la servía con toda la fuerza de su espíritu y el amor de su alma, allá en lejanas tierras americanas, donde el nombre argentino estaba olvidado y que él hacía sonar perseverante y respetuoso. Aquél, joven, brillante, por quien Narbal había sentido siempre una vivísima simpatía, dejaba correr la vida insensiblemente, como algo que le fuera extraño, después de haber bebido también su cáliz y buscado la muerte honrosa del combate... Perdía, recorriendo así el pasado, la noción del tiempo; las figuras se borraban en una penumbra indecisa y le parecía que esos hombres habían vivido largos, muy largos años atrás y que él mismo sobrevivía a un viejo mundo desvanecido. A veces, una figura delicada, esbelta, cruzaba su memoria e, involuntariamente, detenía su montura y entrecerraba los ojos buscando el nombre de la visión fugaz..., que ya había pasado, y otra la reemplazaba. La asociación de recuerdos, bajo la actividad del espíritu, le hacía por momentos recorrer su vida entera en un relámpago. Empezaba la evocación sonriendo y concluía en un quejido.