Narbal había buscado la existencia vegetativa y la sentía a cada instante alejarse de él. Los trabajos del campo, a que se entregó con vehemencia, le fatigaron al cabo de un mes. Muerta la curiosidad intelectual, los libros no le decían nada, la pluma le inspiraba repulsión, un cansancio mortal le oprimía. Vencido a mediodía por el sueño, se preparaba largas noches de insomnio, de las que salía profundamente quebrantado. A la verdad, el corte definitivo estaba ya adquirido, hasta el punto que, si un milagro hubiera hecho desaparecer el pasado, el estado moral de ese hombre no se habría modificado. Más que insoportable, la vida se había hecho indiferente para Narbal: todo le era igual, nada le atraía. No hablaba, cesó de montar a caballo y los interminables días de la campaña corrían lentos sin que se moviera de su cama, en la que, tendido, fumando, dormitando, pasaba las horas muertas.
Quince días después de su llegada había recibido una larga y afectuosa carta de Lorenzo, en la que éste se quejaba con cariño de la conducta de Carlos a su respecto. Narbal contestó, sin disculparse. Una correspondencia seguida se estableció. Lorenzo, que al principio no había querido hablar de su mujer, de sus hijos, por un sentimiento de exquisita delicadeza, abordó el tema con franqueza un día. «Ven —le decía—, mi hogar será el tuyo; estoy seguro de que las caricias de mis hijos te calentarán el corazón. Hay entre ellos un personaje de tres años, rubio, alegre, preguntón, con unos ojos llenos de malicia que, si recuerdo bien tu amor a las criaturas, te va a conquistar. Figúrate que te apasiones por ese muchacho; la salud moral no está lejos». Era tarde ya.
Hacía tres meses que Narbal se encontraba en la Quebrada, cuando recibió una carta de Lorenzo, que produjo en él la primera impresión violenta desde largo tiempo atrás. ¿La había escrito el amigo en un momento de sincera indignación, o ensayaba, bajo esa forma, estremecer las fibras anestesiadas del corazón de Carlos? Tal vez, ambas cosas. La carta decía así:
«Mi querido Carlos: Te escribo en un momento de profunda agitación para todos nosotros. Los diarios adjuntos te impondrán de lo que acaba de pasar en Montevideo. Las instituciones han sido pisoteadas, los poderes constituidos derribados por un motín de cuartel, el degüello, el viejo degüello salvaje, reaparecido en las calles, y, como siempre en ese desgraciado pedazo de tierra, la barbarie ha triunfado de la civilización. Los hombres de pensamiento y de honor, viejos y jóvenes, que no han sido asesinados o metidos en un calabozo, han tomado el camino del destierro. La mayor parte han conseguido pasar a Buenos Aires y se encuentran aquí sin recursos de ningún género, y, por todo bagaje, con aquella enorme altivez que les conoces y que les impide aceptar el menor auxilio. Nuestra prensa, felizmente, ha condenado unánime el atentado. Nadie lo dice, porque sería absurdo, pero está en todos los corazones el deseo de que el gobierno, por los mil medios indirectos que tiene a su alcance, intervenga de una manera favorable a la causa de la justicia. No se trata aquí de blancos ni de colorados. La cuestión es entre los herederos de las hordas semibárbaras de un López o un Carrera y los hijos de aquellos que combatieron contra Rosas al lado de nuestros padres. ¡O el año veinte o la marcha adelante!...
»Anoche reuní algunos amigos en casa; no había sino un oriental, Castellar, con quien, como sabes, me liga una vieja amistad. Llegó antes de ayer, herido. Parece que ha salvado la vida milagrosamente y que el cónsul inglés le embarcó por la noche. No tiene más que un pensamiento: organizar una expedición. Es un carácter entusiasta y generoso, que vive en la obediencia de un espíritu soñador y visionario. Cree y afirma, con una convicción profunda que se comunica, que bastará la presencia de doscientos hombres bien armados, en un punto cualquiera del litoral oriental, para determinar un levantamiento del país entero. Todos ellos, es decir, unos cincuenta jóvenes, están resueltos a tentar la aventura, y Castellar hablaba en su nombre anteanoche. Ellos, que por nada aceptarían una invitación a comer, en la imposibilidad de devolverla, han jurado, si es necesario, ir de puerta en puerta, por las calles de Buenos Aires, para mendigar con el sombrero en la mano, pero la frente levantada, un fusil para sus manos inermes. No tienes idea del efecto que nos produjo la palabra inflamada de Castellar. Al principio, esa declamación, natural a los orientales en el estilo y en la oratoria, que nos parece una falta de gusto, trajo sonrisas sobre muchos labios. Pero cuando se empezó a sentir el calor real que los animaba, cuando Castellar habló de mujeres insultadas, de ancianos asesinados, del porvenir de toda una generación roto en esa bacanal de sangre y robo, cuando dijo, sencillamente esta vez, que todos ellos preferían morir a la vida con el cuadro constante de esa depresión profunda de la patria, cuando se puso de pie, pidiéndonos armas, a nosotros, los felices, que habíamos salido para siempre del lodo, te aseguro que las sonrisas habían cesado, y fue con viril emoción que todos lo estrechamos entre nuestros brazos, como si en ese instante representara su pobre tierra escarnecida.
»Por lo pronto, tenemos por base los cincuenta rémington que hace tres años reunimos para defendernos del famoso golpe de mano anunciado y que felizmente nunca tomó forma. Cada uno de nosotros va a ponerse en campaña, y no dudamos reunir en una semana doscientos o trescientos fusiles. El embarque puede ofrecer dificultades; pero Jaramillo, que acaba de ser gobernador de La Rioja, que ha llegado hace un mes de senador al Congreso y que asistió a la reunión, nos ha tranquilizado al respecto. Es amigo particular y político de los ministros de Relaciones Exteriores y de Guerra y Marina, y no cree difícil obtener de ellos, ayudado por otra parte por el sentimiento público, que no se fijen mucho si los subalternos hacen la vista gorda.
»Pero no es eso todo; hay gastos indispensables y no hay un peso. Se trata de equipar unos cien hombres, y lo más serio, de fletar un vapor por un precio que haga aceptar al armador todos los riesgos de una empresa semejante. Hemos iniciado una lista de subscripción y tenemos ya cerca de dos mil duros reunidos. No dudando que tú me enviarás algo, pero deseando ponerte en guardia contra ti mismo, te he apuntado por doscientos duros, que te ruego des orden a tu apoderado para que me los remita.
»No puedo ser más largo, porque tengo la casa llena. Mi mujer está asustada, y anoche me ha hecho jurar, sobre la cabeza de mis hijos, que no pienso tomar parte en la expedición. Me eché a reír, pero la verdad es que respiramos una atmósfera que predispone a todas las locuras imaginables. Por lo pronto, dos o tres de los muchachos (¡los muchachos!, ¡si vieras qué mal empieza a sentarnos el nombre!) irán en la expedición, unos por curiosidad, otros por hastío. Hubo un momento en que Jaramillo, ¡un venerable padre de la patria!, casi se compromete a acompañarlos. Me costó un triunfo disuadirlo; quería a toda costa poner un reemplazante; pero Castellar ha declarado que no quieren gente mercenaria y que, por otra parte, lo que va a sobrar son hombres, así que pisen el suelo oriental.
»Excuso decirte que los huéspedes forzados son los leones del día; la mecha de Eugenio está más irresistible que nunca, cubriendo la frente sombría y fatal del proscripto. Ha hecho la conquista de nuestro Vespasiano, a quien las graves ocupaciones curules no impiden por cierto mariposear, como en los tiempos en que se levantaba una bailarina del Colón, como un atleta, cien kilos.
»Te escribo a la carrera y nervioso; la expectativa de la acción nos electriza. ¡Puedes figurarte con qué ansiedad vamos a esperar los sucesos!
»Cariños de mi mujer y un beso de mis hijos.
Lorenzo».
«P. S. —¿Qué has hecho del Wínchester de repetición que tenías antes de tu partida a Europa? Si lo dejaste en Buenos Aires, ordena que me lo entreguen. Jamás la sangre que derrame correrá más justamente.
V.»
La tarde empezaba a caer cuando Narbal concluyó de leer los diarios que le había remitido Lorenzo. Nacido en Montevideo —conservaba por su cuna casual ese afecto orgánico que liga al hombre como a la bestia al punto en que viene a la vida—, sentía en su alma, ásperamente, la ignominia de ese gentil pedazo de suelo, tan bello, tan atrayente, tan hecho por la naturaleza para ser hogar de un pueblo libre y feliz... Pasó la mano por su frente, hizo ensillar su caballo y se echó a vagar por la llanura. El cielo, de una claridad admirable, empezaba a tachonarse de chispas brillantes, y una calma profunda reinaba sobre los campos que se preparaban para el sueño. Y él, con la mirada perdida en ese portento de paz, pensaba en las familias que, a la misma hora, en el duelo y el llanto, temblaban por el hijo perseguido, por el viejo padre prisionero, o lloraban sin esperanza el hermano bárbaramente sacrificado. Levantó la frente; una expresión viril se pintó en su rostro, que una ráfaga interior iluminó, y a lento paso volvió a su triste rancho.
Lorenzo decía la verdad; los sucesos de Montevideo habían producido una intensa agitación en Buenos Aires. Una fibra del corazón común había sufrido y las otras se estremecían. La política, los partidos, los antagonismos personales, todo había desaparecido ante la brutalidad de los hechos, que hacía revivir, en la memoria de los viejos, los cuadros sangrientos del pasado e inflamaban el espíritu de los jóvenes, ardientes por probar, como los mayores, que también ellos amaban la libertad y eran capaces de sacrificarse por ella.
No se hablaba de otra cosa; los diarios se habían pasado la voz, los corrillos no salían del tema obligado, y hasta la rueda de la Bolsa, en los momentos de reposo, parecía moverse, como un trípode espiritista, al eco de palabras generosas y maldiciones elocuentes, a las que por cierto no estaba acostumbrada. El momento era propicio y convenía batir el hierro mientras estaba caliente. Así lo comprendió Castellar.
Era el tipo completo del oriental, con todas sus aberraciones y sus virtudes. Inteligencia clara, tal vez un poco superficial, pero abarcando con el extraordinario aplomo que da la iniciación prematura en la vida pública todas las cuestiones susceptibles de determinar una opinión; fogoso, paradojal, armado de juicios hechos, definitivos y casi ásperos en su forma intransigente, bravo, lírico a fuerza de exaltado, girondino en la palabra, digno del
cenáculo
en el estilo, a tres mil leguas de la evolución positivista del espíritu moderno, leyendo y citando de buena fe los libros de Pelletan, encantado del «París en América» de Laboulaye, que acababa de leer y que hoy huele a moho; entusiasta por Artigas, sobre cuya acción real estaba muy vagamente informado, pero que la tradición de su país le presentaba como la encarnación de la nacionalidad; colorado fanático, pero orgulloso de la noble defensa de Paysandú; adorando a Juan Carlos Gómez, pero atribuyendo a una ofuscación del espíritu de su héroe la concepción de la
patria grande,
tal era el corte intelectual del joven que probaba por primera vez las amarguras de la proscripción. Entre sus compañeros, había, por cierto, hombres de autoridad considerable y de pensamiento reposado; pero ellos mismos habían comprendido que lo que se necesitaba en esos momentos no era demostraciones lógicas de que asesinar la gente y derrocar gobiernos a lanzadas es una barbaridad, sino corazones calientes que, comunicando la indignación, supieran utilizarla. Por otra parte, viejos aguerridos de la política, diez veces desterrados, diez veces batidos en empresas de reivindicación armada, su preocupación principal era ocultar a los jóvenes, llenos de entusiasmo, su invencible y fundamental desesperanza.
Cómo y por qué la elección de jefe militar de la expedición cayó en el coronel Galindo, sería cuestión difícil de resolver. En esos momentos de exaltación, el deseo ardiente de encontrar un caudillo favorable, hace que cada uno, por una complicidad inconsciente y generosa, adorne al elegido con todas las virtudes ideales a que aspira. Galindo «era un bravo, tenía una inmensa popularidad en los departamentos de las costas del Uruguay, conocía palmo a palmo el terreno de las futuras operaciones, era un hombre seguro, sobre el que nada podrían ni las amenazas ni las promesas de los que mandaban en Montevideo, tenía íntimas relaciones con muchos de los principales jefes del ejército argentino, inspiraba confianza, etcétera». Tal lo pintaban los diarios que, con la indiscreción propia del oficio y yendo contra los intereses de la causa por la que manifestaban tanta simpatía, daban cuenta diariamente de todos los preparativos de la expedición, poniendo en serios apuros al Ministerio de Relaciones Exteriores y sirviendo de bomberos inconscientes a la gente que en Montevideo tenía la escoba por el mango. Galindo mismo, que al principio leía con asombro todos esos datos que, refiriéndose a él, ignoraba por completo, acabó por convencerse de su importancia. En realidad, su vida, si bien confusa, era insignificante. Había servido en la guerra del Paraguay como teniente, se había batido bien; luego, en la patria, en una y otra revolución, había llegado a coronel, hasta que, después de la última, salvado a uñas de buen caballo por la frontera del Brasil, cinco años atrás, vino a caer a Buenos Aires. Naturalmente, al cabo de tres meses, abrió su correspondiente escritorio de comisiones, gestión de asuntos ante los dos gobiernos, despacho de aduana, órdenes de Bolsa, remates, etc., pero cuyo resultado positivo fue embrutecer por completo al joven dependiente que pasaba las horas muertas cebando mate y oyendo, dentro de una intolerable atmósfera de tabaco negro, eternas discusiones políticas, en las que tomaban parte cotidiana, a más del coronel y su socio, un rematador de Buenos Aires, fundido, todos los vagos de ambas orillas del Plata que el azar empujaba hacia la calle de San Martín, ubicación del famoso escritorio de Galindo y Cía.
A los tres meses, Galindo, agobiado por el peso del alquiler, se vio obligado a sacar las tablillas. Un cobro imposible al gobierno nacional se arrastraba como antes de que la sociedad lo tomara en mano, y el jefe de una casa inglesa que, por una recomendación de Montevideo, había ido al escritorio de Galindo a darle una comisión, regresó de la puerta asustado por el tumulto. El bravo coronel fue a aumentar el número de despojos que flotan en las aguas turbias de la Bolsa, pescando, aquí y allí, una pequeña comisión, dada por un especulador en ansia de despistar al adversario, practicando la
multa
con circunspección y asiduidad, atando, en fin, los hilos de fin de mes con tanto esfuerzo como necesitaba Fígaro para vivir. La palabra francesa
vivoter
explica muy bien ese vaivén inestable de la fortuna, esa angustia perenne al principio, pero que pronto degenera (las pacientes dicen
se regenera
) en una indiferencia mezclada con la desconfianza indolente en una estrella, de poco brillo, pero que no se extingue nunca. Así
vivoteó
cinco años el coronel Galindo, y en esa situación le encontraron los sucesos de Montevideo. Castellar, que le conocía de larga data, pero que sufría a su respecto la aberración del momento, vio en él al hombre de las circunstancias y le propuso ponerse al frente de la expedición. Galindo, pronto a todas esas aventuras por naturaleza, educación e instintos, aceptó en el acto, poniendo, por la forma, algunas condiciones referentes a la disciplina, a la absoluta independencia en la dirección de las operaciones militares, que acabaron por cimentar la confianza que se había resuelto depositar en él. Originario de Fray Bentos, aprovechó el azar para sostener sus
extensas
relaciones en la costa. Pidió doscientos hombres bien armados, un vapor a sus órdenes y completa latitud de acción.