–Muy bien. Tendré gente por los alrededores del cobertizo, y también en el campo y a lo largo de la senda. Te cubrirán en tu camino hacia la estación por la mañana. Y por el amor de Dios, no hagas nada fuera de lo corriente o cambies tu ruta porque se excitarán y se pondrán en acción si algo parece ir mal. Unas personas de la Rué Lauriston estarán en el tren.
Había oficiales de la Gestapo francesa de Stromelburg empleados para tareas de este tipo.
–Entra en contacto en París exactamente como lo haces de manera normal. Pondremos toda la distancia posible entre tú y la detención.
–Realmente debes desear a este tipo…
–En efecto…
–¿Es tan importante?
–Querido Gilbert, los agentes, como tales agentes, son escasamente importantes. Lo que a menudo es importante es la información que transportan.
–
Halt
!
El
Feldgendarm
había saltado desde las sombras con tan felina suavidad, que Paul casi se cayó de la bicicleta a causa de la sorpresa. El faro de su bici, parcialmente oscurecida con la cobertura obligatoria, captó un reflejo de la chapa pectoral del alemán y, lo que era aún más amenazador, el cañón de su metralleta «Schmeisser» apuntaba hacia su pecho. En las sombras, Paul sintió que los otros hombres de la patrulla de aquel hombre le rodeaban.
–
Ausweiss
.
Paul sacó de su cartera el permiso especial que le autorizaba para circular por las calles de París después del toque de queda. El
Feldgendarm
lo miró con tanta suspicacia como un empleado de Banca estudiaría un billete que creyese que estaba falsificado.
–¿Dónde cree que puede ir con esto? – le preguntó.
Paul hizo un ademán hacia la Rué de Provence, donde una leve luz señalaba la entrada del burdel «Uno Dos Dos».
–Pues no le será posible –le dijo el
Feldgendarm
–. No admiten franceses por la noche.
Dio al
ausweiss
un roce desdeñoso con un dedo.
–Me parece que me lo voy a llevar y comprobaremos mejor esto.
Ante esas palabras, Paul sintió que los soldados del
Feldgendarm
estrechaban su círculo alrededor de él.
–Espere un momento, cabo.
Paul puso la mayor traza vibrante de autoridad que pudo en el tono de su voz. La satisfacción con que se percató de que los alemanes se enderezaban ante aquellas inesperadas palabras, no podía medirse.
–Tengo algo más que ahora leerá, y tras haberlo hecho usted y esos pobres tipos suyos desaparecerán antes de llegar a comprometer mi operación y tenga que llevarle a la Avenue Foch.
Sus palabras llegaron en un sarcástico siseo mientras se metía la mano en el bolsillo en busca de la tarjeta que Stromelburg le había dado una hora antes. Parecía igual de oportuno cualquier momento para comprobar su efectividad.
«Qué lástima –pensó, mientras se la pasaba a su interlocutor– que en la oscuridad no se pueda ver cómo un hombre palidece.»
El alemán lo estudió, gruñó y luego musitó una orden a su patrulla. Paul sintió que los hombres retiraban el pequeño cordón humano que habían situado a su alrededor. Cogió la cartulina y la metió de nuevo en la cartera con una inesperada sensación placentera. Era un apreciable añadido a su armería.
–Guarde algo para mí –le gritó el
Feldgendarm
a la figura de Paul que se alejaba.
Luego añadió en un murmullo para que Paul no le oyese, aunque no fue así:
–Cerdo francés…
La madama del «Uno Dos Dos» era una dama del todo profesional y Paul un cliente muy valioso para su establecimiento. Los modales con que hizo frente a la situación presentada por la inesperada presencia de Paul, y en lo que a ella concernía, una aparición fuera de hora, resultó una indicación del dominio que tenía la mujer de su
métier
. Tan discretamente como le fue posible, le impidió pasar hacia el salón lleno de alemanes uniformados, la mayoría de ellos borrachos.
–¿Tiene tal vez, Monsieur, alguna preferencia? – le preguntó recatadamente.
–¿Está Danielle? – preguntó.
La madama sonrió.
–¿Por qué no va al piso de arriba? La chica le llevará a un bonito cuarto y Danielle se reunirá con usted tan pronto como quede libre.
La sonrisa que estaba fija al rostro de la prostituta de una manera tan artificial como los rasgos de una máscara de carnaval, desapareció en el mismo instante en que entró en la habitación y se percató de que era Paul el que la esperaba.
–¡Gracias a Dios que eres tú! – exclamó, derrumbándose en la cama al lado de él–. Realmente, necesitaba unos minutos de descanso. Creo que la mitad de los alemanes de París han gateado y salido hoy de mi coño…
Paul la miró con atención. Por lo general, se presentaba en el «Uno Dos Dos» a primeras horas de la tarde, cuando las chicas acababan de entrar de servicio y, con un pequeño esfuerzo, un cliente podía persuadirse a sí mismo de que disfrutaban con su trabajo. Ahora, después de diez horas, las bolsas debajo de los ojos y el mentón de la chica se veían flaccidas de fatiga.
–Dame un pito –le dijo–. ¿Tienes uno de esos rubios que siempre llevas encima?
La mujer aceptó el «Camel» del mercado negro que Paul le ofreció, y jadeó después de su primera chupada con el frenesí de un asmático en busca de aire durante una crisis.
–¿Y cómo estás dando vueltas alrededor de París a esta hora de la noche?
–Tengo una emergencia. ¿Cuándo es tu próxima transmisión a Londres?
–Mañana.
Paul le entregó un breve mensaje en clave.
–¿Podrías enviarme esto? Es urgente…
La mujer lo miró, valorando obviamente su extensión en relación con todo lo demás que debía transmitir. Asintió.
–Vale…
–Me gustaría tener una confirmación de que Londres lo ha recibido.
Ella lo miró a través de la gris neblina del humo del cigarrillo que la envolvía, evaluándole, le pareció a Paul, con la misma fría mirada empleada para medir el interés de un cliente.
–¿Dónde estarás mañana a la una y media?
«Chica lista –pensó Paul–, no me dará su número de teléfono…»
–Tomando un aperitivo en la barra lateral de la «Brasserie Lorraine». El nombre del barman es Henri. Dile que quieres hablar conmigo. Sabe quién soy.
La chica cogió un condón de la mesilla de noche, lo abrió, tiró la envoltura al suelo para que lo cogiese la criada, colocó dentro el texto de Paul, lo enrolló con fuerza y se lo metió en su bolso.
–Muy bien. Sé amable –le dijo señalando una silla–, siéntate allí para que pueda tumbarme y cerrar los ojos durante un momento…
Apagó el cigarrillo y se tendió en la cama.
Apenas diez minutos después, Paul escuchó cómo la criada llamaba a la puerta y aquellas familiares palabras:
–Tiempo, Monsieur, Madame…
Su agotada correo se hallaba profundamente dormida.
El sábado, 3 de junio de 1944, prometía ser la mejor elección de las creaciones, el día perfecto de junio. Sin embargo, mientras los que pasaban el fin de semana andaban a través de Saint James y Hyde Park y las gaviotas se precipitaban como libélulas a lo largo del Támesis, las primeras tropas, tanques y cañones comenzaban a avanzar hacia sus barcazas de desembarco en los puertos de invasión. Mediada la mañana, cuando comenzaron a cargarlos, un puñado de los hombres que los mandarían se había reunido en la Sala 100 A de «Norfolk House», para una revisión final de las últimas informaciones de espionaje disponibles respecto del orden de combate del Ejército alemán, la disposición de las fuerzas de Hitler en Francia. El general Walter Bedell Smith, jefe de Estado Mayor de Eisenhower, presidía. Gracias a los hombres y mujeres de la Resistencia, Eisenhower podía comenzar la invasión de Europa con una ventaja que muy pocos capitanes en la Historia habían podido tener. Sabía, con muy pocas excepciones, la localización y fuerza aproximada de cada unidad enemiga importante que tenía enfrente. La auténtica preocupación del general Bedell Smith y de los hombres que le rodeaban, no obstante, no era cuántas tropas tenían los alemanes en Francia, sino cómo las emplearía Hitler.
El Estado Mayor de Inteligencia descompuso el inminente asalto en cuatro fases. La primera, y la fase más sencilla, tendría lugar la mañana del Día D, cuando las seis Divisiones de Infantería y dos aerotransportadas de los aliados que efectuasen el asalto, se encontrasen ante sólo cuatro Divisiones costeras inmóviles y por debajo de sus efectivos. La noche del Día D, comenzaría la segunda fase. Luego, según los hombres del espionaje dijeron a Bedell Smith, los alemanes «mandarían a buscar refuerzos blindados», pero, eso se esperaba, sólo en el área del Séptimo Ejército, el más débil de los dos que hiciesen frente a los aliados. La tercera fase comenzaría durante las cuarenta y ocho horas siguientes, en cuyo tiempo los aliados deberían ser capaces de rechazar el contraataque del Séptimo Ejército con las fuerzas ya desembarcadas, porque «la presunta amenaza sobre otras áreas, como Calais» deberían mantener inmovilizadas las Divisiones Panzer del Séptimo Ejército, el mejor de Hitler, en el Pas de Calais.
Sesenta horas después de los desembarcos, no obstante, la noche D + 2, los alemanes comprobarían que aquellos ataques no se llevaban a cabo y se percatarían de lo que estaba sucediendo en Normandía. Era en aquel momento cuando decidirían un reforzamiento masivo de Normandía y desplazarían a sus blindados desde Calais a Cotentin. Con esa decisión, comenzaría la Fase IV, «el punto más crítico en la lucha», entonaron los hombres del espionaje. La pregunta sería entonces si los aliados podrían seguir aferrados a su presa en Normandía ante los contraataques masivos de los blindados de Von Rundstedt.
Nada deprimía más a Bedell Smith como escuchar, una vez más, aquellas previsiones. Al igual que muchos norteamericanos, tenía muy poca fe en los planes de engaño de la Sección de Control de Londres. Sin embargo, también era desgraciadamente consciente de que el éxito de la invasión o su fracaso dependerían, con toda probabilidad, de si funcionaba o no su tarea. Se volvió hacia Ridley, sentado entre su acostumbrada neblina de humo de cigarrillo.
–Muy bien, coronel –le dijo–. ¿Cuáles son las probabilidades de que su plan
Fortitude
mantenga a esos «Panzer» en el Pas de Calais después de D + 2?
Ridley se lo quedó mirando a través de sus ojos en luna menguante.
–No lo sé –replicó–. Sólo el tiempo lo dirá. Tenemos un informe alentador.
Tomó un trozo de papel de una carpeta que tenía delante de él.
–Hitler vio al embajador japonés el 27 de mayo. Washington acaba de enviarnos la interceptación de su informe a Tokio. Las cifras que Hitler ha empleado respecto de nuestras fuerzas, indican que las Divisiones imaginarias de nuestro Primer Grupo de Ejércitos estadounidenses se han abierto paso en sus estimaciones de nuestro orden de combate. ¿Se quedarán ahí? ¿Llegará Hitler a la conclusión de que desembarcarán en Calais cuatro a siete días después de que hayamos alcanzado Normandía?
Ridley se encogió de hombros.
–Desgraciadamente, Hitler le contó también al embajador que nada le gustaría más que asestar un fuerte golpe lo más de prisa posible. Poseemos tres canales críticos para convencerle de que guarde esos «Panzer» suyos en Calais. Dos están bien probados y hasta ahora se han mantenido muy bien. Sin embargo, ambos son canales de la Abwehr. Y la Abwehr, como usted sabe, señor, no tiene muy buena Prensa estos días en el OKW.
Hizo una pausa para frotarse su frente que cada día retrocedía más.
–Recientemente, hemos establecido un tercer canal, cuya auténtica naturaleza está dirigida al RSHA de Himmler. Por lo tanto, su valor aún no está probado. ¿Caerán en su trampa? Resulta imposible juzgarlo. Sólo podemos rezar…
Bedell Smith le fulminó con la mirada a través de la mesa. Deseaba algo más concreto que las nebulosas esperanzas de un oficial de engaños.
–Debe hacer algo mejor que todo eso –gruñó–. Si esos «Panzer» llegan, tal y como estima el espionaje, será mejor que comencemos a planear cómo evacuar nuestra cabeza de puente, y no en cómo ampliarla.
Y con aquella lúgubre nota, Bedell Smith cerró la reunión. Mientras sus participantes comenzaban a marcharse en abatido silencio, Sir Stewart Menzies empujó a Ridley, apartándolo del flujo de los que salían. El humor no era una cosa que caracterizase a aquel sombrío escocés, pero en sus labios bailoteaba ahora la sugerencia de una sonrisa.
–He recibido una llamada de Tío Claude poco antes de venir hacia aquí –le susurró–. Podrías haber sido más tranquilizador con ese pobre Bedell. Acabamos de recibir un mensaje del otro lado del canal. Tus amigos alemanes están dispuestos a picar el cebo.
En Francia, aquella última quincena de mayo había sido una temporada tan maravillosa como nadie podía recordar, una sucesión inigualable de días sin nubes y noches estrelladas. Mientras cada día perfecto había sucedido a su antecesor la tensión no había hecho más que aumentar. A todo lo largo de la costa del canal, las unidades alemanas se encontraban en alerta de invasión, escrutando los mares en busca de presagios del avance de la flota aliada. Detrás de sus defensas, los franceses estaban asimismo tensos, seguros de que la invasión era inminente. A medida que mayo se acercaba a junio y los aliados no acababan de presentarse, la Prensa colaboracionista comenzó a pregonar que «los aliados han perdido el autobús».
Paul, con su chaqueta deportiva al brazo, andaba por la Avenue des Ternes camino de la «Brasserie Lorraine», con un ejemplar de aquella Prensa, su omnipresente
Je suis partout
, metido en el bolsillo de la chaqueta. La terraza de la «Brasserie» estaba muy concurrida, con muchachas lozanas y risueñas, en sus blusas veraniegas, con los hombres inclinados y atentos al menor matiz de sus ojos. Paul pensó que nunca habían parecido sus paisanas tan hermosas como en aquella cuarta primavera de la ocupación, delgadas por la casi total carencia de grasas o dulces en sus dietas, musculosas y firmes por los kilómetros y kilómetros a pie y en bicicleta. La falta de alimentos tenía sus ventajas.
Se dirigió a la barra, pidió una cerveza y comenzó a leer, una vez más, el periódico. El cómic de su primera página provocó una amarga sonrisa en sus labios. Mostraba a un camarero en el «Café Resistance» ofreciendo a su cliente su último cóctel: ginebra inglesa, whisky americano y vodka ruso. «Mézclese en una generosa ración de sangre francesa y bátase bien», le estaba diciendo a su cliente aquel barman de ficción.