–Como verá, la misión que le hemos asignado es bastante sencilla. Es asimismo, como estoy seguro de que habrá comprendido, absolutamente vital para nuestras más ambiciosas esperanzas. El comandante que la ha traído aquí permanecerá en próximo contacto personal con usted. Será su enlace conmigo y mi gente, en el caso de que necesite algo o tenga alguna pregunta que hacer.
Se levantó, rodeó el escritorio y se acercó a Catherine, ofreciéndole, mientras lo hacía, una fugaz y triste sonrisa.
–Temo que, a pesar de todo, la he cargado con un conocimiento superior al que hubiera deseado…
–Sí –convino Catherine en un ronco y nervioso susurro–, ciertamente que sí.
–Perdóneme –replicó Ridley–, perdóneme también por recordarle lo vital que es que nunca, nunca, revele a nadie, bajo cualesquiera circunstancias, lo que le he dicho.
Ridley efectuó una pausa, mientras sus ojos, según percibió Catherine, trataban de hacerle llegar su compasión.
–En casos así, algunas cosas es mejor dejarlas sin decir, aunque seamos conscientes de qué se trata.
Catherine exhaló un profundo suspiro. No había podido ser más claro, ¿verdad? Asintió mientras lo hacía y Ridley le tomó la mano. Se la llevó a los labios y se la besó con delicadeza.
–
Merde
–exclamó–. Sé que hará un trabajo maravilloso para nosotros.
El «Skoda» de motor trasero de Hans Dieter Strómelburg volaba por la autopista desde Aquisgrán hacia las principales ciudades industriales de Essen y Dusseldorf. Era cerca de medianoche y ni un solo vehículo compartía con el coche deportivo de Strómelburg aquella inmensa cinta de hormigón, construida para dar paso a los multitudinarios coches populares del Nuevo Reich. Strómelburg se sentaba delante. A su lado, Konrad, el chófer, taciturno y sombrío como de costumbre, tenía la mirada puesta en la carretera, que atravesaba a toda velocidad, con aquella intensidad profesional que había desarrollado durante sus años de preguerra corriendo para la «Mercedes Benz».
Strómelburg se inclinó hacia atrás en su asiento de cuero y se quedó mirando lúgubremente hacia el Noreste, hacia la cuenca industrial que constituía el corazón y los pulmones de la Alemania nazi. Los aliados estaban allí, inalcanzables con sus grandes flotas aéreas. Podía escuchar su apagado estruendo, monótono y distante, y ver las columnas de los proyectores azules y blancos que atravesaban los oscurecidos cielos en su persecución. De vez en cuando, una explosión de fuego de la defensa antiaérea trazaba sus frágiles dibujos de encaje dorado y plateado a través de la noche. A su derecha, un sombrío resplandor rosado, como el amanecer de algún pequeño sol, se alzaba encima del horizonte; el núcleo de otra ciudad alemana que ardía hasta reducirse a escombros bajo las bombas aliadas. Stromelburg movió la cabeza. ¿Cómo se había llegado a esto? ¿Se hallaba el Tercer Reich, por el que había luchado y combatido durante toda su vida, condenado a hundirse entre llamas y cenizas, a ser barrido bajo las bárbaras hordas bolcheviques, como Roma había sido saqueada por los visigodos?
Sin embargo, aquel deprimente espectáculo que se extendía más allá de su veloz «Skoda» no hacía disminuir la fe de Stromelburg en la visión de su juventud. Alemania, estaba convencido de ello, aún podía ganar la guerra. Todo dependía de la invasión, de la invasión, de la invasión… Si se la derrotaba, el Reich sobreviviría, sus valores perdurarían y sus propios horizontes se ampliarían. Cogió un emparedado de la bolsa de la merienda que había en el suelo, bajo sus pies, y, con los dientes, descorchó una botella de «Chambolle Mussigny».
Aquellos viajes suyos a Berlín para responder a una convocatoria de la oficina de Kaltenbrunner seguían una bien establecida rutina. Abandonaba su villa de Neuilly a las nueve de la noche. Su cocinero siempre le preparaba algo de cena fría y un segundo paquete lleno de los víveres más bien considerados disponibles para un jefe de la Gestapo en París: foie-gras, mantequilla, chocolate, jamón, champaña. Aquella cesta iba destinada a los padres y hermana de Stromelburg. Vivían en Magdeburgo, no muy lejos de Berlín, donde el padre de Stromelburg aún daba clases en el
gymnase
local. Llegaría, como siempre hacía, justo a tiempo de desayunar con ellos, ducharse y cambiarse de ropa y luego salir para su reunión en la Prinzalbrechtstrasse. Tras un soporífico trago final de su vino, Stromelburg se reclinó hacia atrás y se quedó dormido.
Se despertó poco antes de las siete de la mañana, con el acre olor del humo, de aquella clase que se alza de las moribundas brasas más que de un gran incendio, obstruyéndole las ventanillas de la nariz. Habían salido de la autopista, y pasaban por el puente encima del Elba hacia el corazón de la ciudad. Cuando llegaron a lo más alto de la ascensión del puente, Stromelburg jadeó. El centro de su ciudad natal se extendía ante él, un campo de humeantes ruinas, parte de las cuales eran aún devoradas por anaranjadas sábanas de llamas. Sólo la catedral se mantenía intacta, un lúgubre esqueleto gótico que lanzaba su espectral advertencia respecto de la locura de los hombres por encima de las ruinas. «Gracias a Dios –se dijo Konrad–, sus padres vivían en los suburbios y, evidentemente, los aliados habrían buscado sólo el centro de la ciudad.»
Pero aquello no era exactamente así. Cuando Konrad giró hacia la arbolada Goethestrasse, en la que se ubicaba la casa de su familia, Stromelburg gimió horrorizado. Un lado de la calle había sido devastado por una serie de bombas: su lado. Konrad aceleró a través de la calle. Sólo una humeante pirámide de ruinas se alzaba en el lugar de la casa de Strómelburg, con alguna llama ocasional aún abriéndose paso por los escasos restos de la vivienda familiar que todavía permanecían sin consumir.
Strómelburg saltó del coche y se precipitó hacia las ruinas gritando el nombre de sus padres, como si de alguna forma su voz pudiese conjurar sus espíritus de las cenizas. Una vecina, empujando aquellas posesiones que había podido salvar de las minas de su hogar, le contó a Strómelburg que su hermana se hallaba en un sótano al otro lado de la calle. La encontró allí, ilesa, murmurando cosas incoherentes y presa del horror y de la pena. Finalmente, consiguió explicarle lo que había ocurrido. Ella, su padre y su madre corrían hacia el sótano a la primera señal de alarma. Su padre, un hombre muy metódico, se había atado en la mochila de supervivencia que siempre llevaba en las incursiones aéreas, un equipo de emergencia con agua, medicinas, salchichas, pan y una botella de
Schnapps
. Se agruparon, escuchando el rugido de los aviones. Cuando la bomba impactó, su madre murió instantáneamente. De alguna forma, su hermana había conseguido salir de las colapsadas ruinas a través de una ventana o de un agujero. Oyó un grito y regresó a por su padre. Al igual que un esquiador precipitado en un banco de nieve profunda, se hallaba atrapado en escombros hasta el pecho, absolutamente incapaz de moverse. La mujer gritó en petición de socorro, para que se presentasen algunos rescatadores. Luego estalló el incendio.
Tuvo que permanecer allí, impotente, le contó a Strómelburg, mientras las llamas se abrían paso a través de los cascotes hasta su padre, inmolándole finalmente en el montón de escombros del que no había podido liberarse. Su última imagen de él, gimoteó, fue ver cómo las llamas alcanzaban la mochila que debía haberles salvado a todos en un caso de emergencia, alcanzando la botella de
Schnapps
, haciéndola estallar en una fuente de llamas anaranjadas que prendieron en el cabello de su padre y acabaron en un
Gotterdammerung
particular.
El horrorizado Strómelburg se unió a los voluntarios que apartaban los restos de su casa en busca de los cadáveres de sus padres. A las ocho y media tuvo que irse. Incluso las tragedias personales, por grandes que fuesen, no consentían que un oficial de la SS dejara de acudir a una reunión con Kaltenbrunner. Con su uniforme gris cubierto de manchas negras, con su pecho lleno de odio, Strómelburg regresó junto a su «Skoda» para completar su viaje a Berlín, dejando a su hermana que enterrase a sus padres en una fosa común.
Horst Kopkow, el jefe de los servicios de contraespionaje de la Gestapo, estaba sorprendido. No sólo su subordinado, Hans Dieter Strómelburg, llegaba tarde a su convocatoria en las oficinas del
SS Gruppenführer
Ernst Kaltenbrunner, sino que parecía como si se hubiese arrastrado a través de las cunetas de la Prinzalbrechtstrasse para llegar hasta allí. Sin embargo, Stromelburg no profirió la menor palabra de disculpa o explicación al
Gruppenführer
. Se instaló en su silla y devolvió la mirada fulminante de Kopkow con otra desafiante, como si de alguna forma las manchas negras que cubrían su uniforme, la suciedad en su cara y en sus manos, constituyesen unos distintivos de honor y no de ignominia.
Kaltenbrunner se detuvo a media frase en su recital, para seguir con mirada de desaprobación cómo Stromelburg se acomodaba en su asiento. Volvió a hablar tras exhalar una tosecilla. El
Gruppenführer
tenía un talento especial para conseguir que el enunciado más galvanizador sonase tan trivial como el recitado de los artículos de la lista de la colada. El tema de su sermón para aquel jueves, 1 de junio, para todos los jefes de contraespionaje de la Gestapo en la Europa ocupada, constituía el paso final en la reorganización de los servicios de Inteligencia del Reich en una organización central bajo el RSHA. De una manera que sería efectiva de inmediato, les informó, las oficinas y oficiales de la Abwehr dentro de su jurisdicción territorial quedarían plenamente bajo su disciplina y autoridad.
Mientras ronroneaba a través de las implicaciones burocráticas de todo ello, Stromelburg tenía en las manos el sobre que el ayudante de Kaltenbrunner le había pasado en el despacho de afuera. Había llegado por la noche desde su cuartel general de París. Tan discretamente como pudo abrió el lacrado y, a través de unos ojos que aún le escocían a causa de las lágrimas, echó un vistazo al texto. Era del doctor.
El siguiente mensaje ha sido recibido a las 0315 procedente de Sevenoaks y destinado al transmisor que tenemos instalado en Lila
.
Y concluía:
Por favor, haga llegar con urgencia sus disposiciones al respecto
.
Mientras Stromelburg se dedicaba a aquel texto, Kaltenbrunner les felicitaba a todos por el hecho de que la reorganización de los servicios de Inteligencia del Reich se hubiese terminado a tiempo de aceptar el mayor desafío de espionaje de la guerra: la derrota de la invasión aliada.
A requerimiento de Kaltenbrunner, Stromelburg se puso en pie. Sus compañeros oficiales que no le habían visto entrar en la estancia quedaron asombrados. A través de la SS, Stromelburg tenía una bien merecida reputación de vestir como un maniquí, de pasarse tanto tiempo cultivando su aspecto como estudiando expedientes. Aquella visión suya con los ojos enrojecidos, mocos secos pegados a la piel debajo de las ventanillas de la nariz, con su orgulloso uniforme gris de la SS formando una masa de desgarrones, polvo y manchas, constituía algo tan perturbador como inesperado.
Strómelburg comenzó por describir la trampa que había tendido al SOE en Lila, luego, dejando caer la voz en busca del correspondiente efecto, cómo, hacía dos semanas, el SOE había picado el anzuelo ofrecido por el transmisor. Finalmente, blandió en el aire el cable del doctor.
–Este mensaje ha sido radiado por Londres anoche a nuestro falso transmisor –anunció–. «Cavendish a Aristide Calais. Muy urgente –leyó en voz alta–. Su plan de sabotaje ha sido aprobado y su ejecución se ordenará vía "BBC" frases en clave sugeridas por usted stop Correo regresa vía "Lysander" Operación "Tango" 4 junio aportando vital modificación al plan que debe prepararse antes ejecución fecha más estrictas instrucciones acerca tiempo operación stop Cumplimiento tiempo acción resulta esencial repito esencial stop Es vital siga las instrucciones horario con el mayor cuidado stop Efusivas felicitaciones y buena caza.»
–¿Y qué quieren sabotear? – gruñó Kaltenbrunner.
–No tengo la menor idea –replicó Strómelburg–, pero sea lo que sea, Londres considera que es lo suficientemente importante como para mandar un agente a Francia que compruebe cómo se lleva a cabo.
Los ayudantes de Kaltenbrunner habían pegado a la pared para aquella reunión un mapa de las defensas del canal. Kopkow se acercó al mismo.
–Lo que desean sabotear no es importante, por lo menos no de momento –explicó–. Lo que me parece más vital en el cable es la importancia que conceden al tiempo necesario para el sabotaje.
Lanzó una mirada al mapa. Incluso un ayudante de botica comprendía el inmenso significado militar de la línea costera de Calais.
–¿Por qué? Muy posiblemente porque su sabotaje debe coordinarse con otra operación mucho más importante.
Se volvió hacia Strómelburg:
–Queda suficientemente claro cuál deberá ser nuestro próximo paso.
Durante cuatro años, el pequeño ritual había sido observado tan religiosa y exactamente como una liturgia prescrita por el calendario eclesiástico. Asimismo, en aquella oscura noche de la Ocupación, su fiel observancia representaba una cierta clase de cordón umbilical auricular que unía a millares de franceses con Londres y con la libertad. Dos veces cada noche, a las siete y media y luego de nuevo a las nueve y cuarto, las notas de apertura de la
Quinta sinfonía
de Beethoven, alzándose desde un estudio subterráneo en la «Bush House», en el corazón de Londres, había servido como preludio. A continuación de las últimas notas, un locutor informó a su auditorio,
«et maintenant voici quelques messages personéis»
(y ahora, he aquí unos cuantos mensajes personales). Ante aquellas palabras, por toda Francia, en establos y salas de estar, en buhardillas y cafés, en granjas aisladas y en los barrios bajos de París, los hombres y mujeres de la Resistencia se pusieron tensos. Empleando una voz extrañamente indiferente y casi sepulcral, el locutor comenzó a abrirse paso por una larga serie de frases, al parecer, sin sentido e inconexas:
La vichyssoise está caliente
.
Las lilas han florecido
.
El tiempo en Suez es cálido
.
Desde abril, Londres había estado deliberadamente jugando con los nervios alemanes a través de un súbito aumento y disminución en el número de mensajes radiados cada noche. Inicialmente, los alemanes habían reaccionado ante el inesperado volumen de mensajes exactamente como los aliados planearon; colocaron en estado de alerta a sus tropas contra la invasión, de Burdeos a Dunkerque. Como resultado de ello, tantos soldados alemanes habían pasado tantas noches sin dormir, a causa del flujo y reflujo en el volumen de los mensajes, que el mismo Von Rundstedt, al fin, declaró que todo aquel asunto era un engaño aliado para agotar a sus soldados. Los aliados, proclamó, nunca emplearían una técnica tan evidente como heraldo de su invasión.