Juego mortal (Fortitude) (27 page)

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Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
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Strómelburg se sintió razonablemente seguro de que no se había reservado nada. Su descripción de las operaciones del SOE en Londres se hallaba entreverada de muchas cosas que Strómelburg ya sabía, pero no se trataba de una información que le sirviese de ayuda para interferir en las operaciones del SOE en Francia. Por ello, Wild había sido de poca ayuda ya que sabía muy poco. Los agentes del SOE que entraban raramente sabían mucho. Conocía el nombre de la red –«Mayordomo»– que iba a trabajar en la zona de Lila; el nombre y descripción física de su comandante, un tal capitán Michel; el nombre del café de la Rué de Béthune donde debía entrar en contacto con Michel y la palabra en clave que debía emplear para identificarse. Aquello constituía una magra cosecha, reflexionó Strómelburg, pero era más de la que cabía esperar.

El doctor se puso en pie de un salto, obedientemente, en cuanto Strómelburg entró en el cuarto. El suyo era uno de los despachos más selectos, con vistas a la Avenue Foch, una recompensa por la habilidad que había desplegado al realizar su juego de radio con Londres. El hecho de que hubiese merecido tan claramente aquella recompensa, era algo que nunca dejaba de intrigar a Strómelburg, puesto que para él el doctor constituía un enigma. No era nacionalsocialista. Se trataba de un soldado de quintas enviado a París como intérprete. Su nombre, que jamás empleaba nadie, era Willi Cranz. Era pálido, tímido y distinguido por un desmadejado cabello oscuro que como el del Führer, le estaba siempre cayendo encima de su ancha frente. Strómelburg, impresionado por su habilidad, le había ofrecido un nombramiento en la SS y un puesto permanente en la Avenue Foch. Ante su asombro, el joven lingüista se había negado. No tenía el menor deseo de alistarse en la SS. Strómelburg contraatacó con la oferta de una plaza en el batallón de trabajo que se estaba reclutando para servir en el Frente Oriental. Esta proposición había ayudado al doctor a comprender la prudencia de aceptar la primera sugerencia, lo cual hizo prestamente.

Sin embargo, una vez impuesto en su juego por radio, lo manipuló con entusiasmo y brillantez: un dócil intelectual jugando a Napoleón y disfrutando de cada momento de ello. Vivía en esta oficina, subsistía de café, cigarrillos y bocadillos, bosquejando sus mensajes para Londres como si el mundo dependiera de ellos, lo cual, según pensaba Strómelburg, era muy probable. Nunca salía, nunca bebía, nunca alternaba en el comedor. Su única diversión la constituía alguna ocasional película en el «Soldatenkino», en los Campos Elíseos. Probablemente, conjeturaba su superior, era el único oficial de la Gestapo en Francia que nunca había degustado los deleites de una buena puta francesa, un descuido que Strómelburg asociaba a un muerto de hambre que anduviese por una tienda de comestibles con las manos en los bolsillos.

Strómelburg se hallaba sentado en un sillón y apoyaba los pies en el escritorio del doctor. Tal descuido fingido, estaba convencido de ello, ayudaba a lubricar la muy considerable maquinaria de la mente de su subordinado.

–Ahora, doctor –le preguntó–. ¿cómo va a meter a este nuevo jugador nuestro en el juego?

Hizo un ademán hacia el mapa de Francia en la pared, detrás del escritorio del doctor. En el mismo estaban marcadas las ubicaciones de las quince redes del SOE cuyos operadores de radio, todos ellos muertos o en prisión, el doctor estaba ya imitando para Londres. Se esparcían a lo largo de una curva que corría desde «Saturno», en Saint-Malo, en Bretaña, a través de «Tanz», en Chartres, «Grossfurst», en Dijon, a «Walze», en San Quintín.

–Hemos sido afortunados de que se encontrara camino de Lila –observó Strómelburg–. Al parecer andamos escasos de aparatos en el Norte. ¿Operan en la actualidad radios clandestinas desde Lila?

–Ya no. El servicio de goniometría arrestó uno hace seis semanas, pero consiguió tragarse una píldora de cianuro antes de que nadie pudiese hablar con él.

Strómelburg contempló el rosado brillante de sus uñas. Obviamente. Wild era el sustituto. Por lo menos, no había allí aparatos en el aire para transmitir a Londres el arresto de Wild.

–Si tratamos de desarrollarle para lanzamientos de armamento, nos encontraríamos con un problema –observó el doctor–. A la RAF no le gusta efectuar lanzamientos en el Norte. Temen a nuestros cazas nocturnos en el Pas de Calais…

–¿No cree que podría reunir un caso convincente para nuestro amigo Cavendish?

–Lo haría sonar lo suficientemente convincente.

Hacía ya mucho tiempo que el doctor había desarrollado la imitación de los mensajes del SOE de una forma artística.

–El problema es: ¿no reconocería Cavendish a un oficial de la Gestapo en el otro extremo de la línea si empiezo por pedirle lanzamientos de armas en una zona donde se les dice por lo general a sus agentes que no lo hagan?

–Mi querido doctor…

Stromelburg ofreció a su subordinado su sonrisa más favorecedora.

–A veces me pregunto si Cavendish reconocería a un oficial de la Gestapo si uno de ellos entrase en su despacho con uniforme negro y cantando el
Horst Wessel Lied
. Sin embargo, tiene razón en parte. ¿Qué más podríamos usar con él?

–He estado pensando en lo que contó anoche.

La sonrisa de Stromelburg le dijo al doctor que contaba con su total aprobación.

–Me ha dado una idea para algo que debemos hacer. ¿Podría arrestar a ese capitán Michel y a algunos de los suyos, rápidamente, antes de que nuestro operador del piso de arriba deba entrar en contacto?

–Tal vez.

–Si es posible, en ese caso en mi primer mensaje a Londres les diré que Michel ha sido arrestado. Les contaré que Lila se ha hecho tan peligrosa, que tendré que ocultarme durante dos o tres semanas hasta que pase la tormenta. Esto me proporcionará una explicación lógica para no mandar ningún mensaje durante algún tiempo.

–Francamente, no acabo de captar cómo eso haría avanzar nuestro trabajo.

–También diré a Londres que el café en la Rué de Béthuné, que dieron a Wild como su punto de contacto, sigue siendo seguro. Transmitiré a Londres que si en la zona hay alguien que tenga un mensaje urgente, puede pasarlo a través del café, empleando una frase en clave que les facilitaré.

–Nuestra cabra atada –dijo el admirado Stromelburg–. A fin de cuentas, es usted un estudioso de Kipling. Haremos oscilar la radio de Mr. Wild delante de Londres y luego aguardaremos a ver quién envía Cavendish de noche deslizándose por los bosques para comerse la cabra.

Se puso en pie y pasó un brazo en señal de camaradería por encima de los hombros de su subordinado.

–Es usted un hombre muy inteligente, doctor –le dijo–, aunque también un poco aburrido.

El doctor pareció perplejo.

–Esta noche tengo mejores cosas en mente que una visita a Lila.

Calais

Detrás de Catherine Pradier, un violinista ambulante, con su chaqueta brillante por el uso, persuadía a su instrumento para que interpretara un tierno, aunque en cierto modo aproximativo, fragmento de
Parlez moi d'amour
. Cuan incongruentes podían parecer a Catherine las canciones plañideras, acurrucada en su mesa en el porche del «Café des Trois Suisses». Estaba rodeada de alemanes. Nunca en su vida había visto tantos. Calais parecía alfombrado de ellos; alemanes con el uniforme verdigris de la Wehrmacht, o el gris azulado de la Luftwaffe. o el azul oscuro de la Knegsmarine; alemanes atestando las aceras, guardando los cruces, llenando las mesas de su café; más alemanes dentro de los confines de su visión. Según Catherine, más que habitantes de Calais.

Y éstos no eran los soldados alemanes turistas de París, que iban de una iglesia a un museo con sus guías en la mano, mientras aguardaban a que los bares y burdeles de Montmartre abriesen sus puertas. Eran combatientes alemanes, los parientes de los pilotos de «Stuka» que habían ametrallado a su madre y los guerreros quemados por el sol que habían destrozado su nación en otra primavera de hacía años. Aunque le inspiraban un renovado sentimiento de odio y sabía con certeza por qué se encontraban aquí, su masiva presencia le producía asimismo otra duradera sensación de miedo. ¿Cómo podía tener la Resistencia esperanzas de funcionar en medio de tantos alemanes? ¿Cuánto tiempo podía confiar una vida en ir a la deriva en este mar hostil?

Tan discretamente como podía, desplazó su mirada del periódico que tenía en el regazo hasta la esquina de la calle delante de ella, en busca de su contacto con la caja de herramientas metálica. Se preguntó a sí misma cómo en nombre de Dios no acababa de presentarse. Ésta era su tercera tarde en los «Trois Suisses». «¿Qué ha funcionado mal? – se preguntaba–. ¿Sería que había llegado tarde a la primera cita? ¿La habrán dado por perdida? ¿Habrían sido Aristide y su red capturados por la Gestapo? Y aquí estoy sola, en esta ciudad hostil, sin ningún contacto adonde dirigirme…»

Se forzó a sí misma a concentrarse en el periódico que tenía en el regazo. Se trataba del diario colaboracionista local,
Le Phare de Calais
. Por primera vez, estudió los anuncios: el de un par de zapatos de señora, de piel auténtica, del número 38; la «Voz del Reich», en los 279 metros, encareciendo a los calesianos a «escuchar los bienamados valses de Johan Strauss, que constituyen una parte tan importante de la herencia cultural del pueblo alemán». Miró de nuevo el anuncio oficial que tanto la había divertido. El Alto Mando alemán acababa de ordenar un censo formal del Pas de Calais, no de sus habitantes, sino de sus perros. Cada propietario de un perro del departamento, era requerido a que registrase a su animal doméstico en el Ayuntamiento local: sexo del perro, raza,
pedigree
(si lo poseía), altura medida desde la cruz, junto con el nombre del propietario y dirección. Se ordenaba a los Ayuntamientos que remitiesen los resultados por duplicado a la
Kriegskommandantur
no más tarde del 15 de mayo.

«Por el amor de Dios, ¿por qué? – se preguntó–, ¿Qué obsesión misteriosa con el orden lleva a esa gente a tan pintoresca preocupación respecto de los perros franceses en vísperas de la batalla de la que dependía su existencia?» Contemplar aquel absurdo la ayudaba a mantener su mente apartada del
Avis
con filetes negros, en primera página, donde se daba la lista de los resistentes, como ella misma, «condenados y fusilados en Lila», el día anterior, «por acciones contra la potencia ocupante». ¿Cómo podían conciliarse tales cosas en un solo pueblo: aquellos valses de Strauss, la absurda obsesión por los perros de Calais, la brutalidad de sus pelotones de ejecución?

Catherine meneó la cabeza y miró a la esquina de la calle: allí no se veía nadie. ¿Por qué? ¿Por qué? Volvió al periódico, sumergiéndose en su soledad, como un gato durmiendo al sol aisla su ser en un charco de calor. Ya la habían prevenido en Londres de aquella soledad, de la soledad profunda y dolorosa que constituiría la carga más difícil de llevar en una vida clandestina. Desde que bajó de la camioneta de la pescadería, que la llevara hasta Calais, no había dirigido una palabra a otro ser humano más allá de las tres peticiones de una taza de café
ersatz
al camarero de este bar.

Y no había sido una cosa fácil. Cada alemán que pasaba, al parecer, había hecho un esfuerzo por ligar con ella. Aterrada, los había ignorado a todos. Al igual que los nuevos agentes, sentía que tenía una señal que decía «Agente enemigo. – Made in England» estampada en la frente. Y constantemente recordaba la advertencia de Cavendish de que «el exceso de atractivo y de belleza pueden llevar a Dachau». Debería haberle escuchado y haberse cortado el cabello. Lo llevaba ahora oculto debajo de un viejo pañuelo, se lo dejaba sin peinar para que hiciese juego con su rostro ahora sin maquillaje, pero muy pocos hombres resultaban engañados por esto.

El hombre con la caja de herramientas no se presentaba. Había llegado diez minutos antes, y Catherine conocía las reglas; nunca te quedes cuando se ha pasado por alto una cita. Se levantó y comenzó a pasear por las calles. No había comido nada desde su llegada, excepto el puñado de arenques secos que el camionero le había dejado. Retortijones de hambre comenzaron a dolerle en el estómago. Por un momento trató de alimentarse con los recuerdos de aquella comida con Paul en el restaurante del mercado negro. Pero un restaurante del mercado negro constituía algo fuera de cuestión en esta pequeña ciudad. Una desconocida, una mujer sola, atraería la curiosidad como una luz a las polillas. Tampoco estaba dispuesta a hacer cola ante una tienda de comestibles, temerosa de que algo no sabido respecto de su cartilla de racionamiento la traicionase.

Desesperada, buscó el único sitio donde creía que podría estar a salvo: la explanada detrás de la iglesia de Notre Dame. Allí, según sabía, encontraría una cocina comunal para los pobres y desposeídos de Calais. Ocupó su lugar en la cola, con una serie de ancianas desdentadas con raídos abrigos y zapatillas sueltas, y unos hombres que constituían un desecho, con el recuerdo de suficiente alcohol para conservar a un dinosaurio escrito en sus rostros. Cuadraba aquí tan naturalmente, pensó, como un organizador comunista en una convención de banqueros. La intrigada sonrisa del sacerdote al llenarle su bol metálico con una sopa en la que flotaban algunos trozos perdidos de verdura, confirmó su sentimiento. En cuanto tomó el primer sorbo agradecido, escuchó un motor detrás de ella. Un coche del Mando alemán, descubierto, se había detenido al lado de la iglesia y bajó de él un elegante oficial.

–Venga aquí a hablar un poco conmigo,
ma petite
–le susurró el sacerdote a Catherine con sonrisa maliciosa.

Mientras daba la vuelta a su lado, Catherine se percató de que aquel gesto la había transformado de una pensionista de su cocina de sopa de caridad en el más apropiado papel de buena dama de la parroquia que ayudaba al pastor con su caridad. Por el rabillo del ojo, observó cómo un soldado tendía al oficial una escopeta. El alemán observó el campanario de la iglesia con divertida sonrisa, luego alzó el arma y disparó dos veces. Un par de palomas cayeron graznando a la calzada.

–¡Bravo! – susurró el sacerdote–. Acaban de matar a dos agentes británicos más.

Una expresión de perplejidad cruzó el rostro de Catherine.

–¿No lo sabía? – musitó el cura–. Alejan a las palomas. Me parece que tenía las últimas del Pas de Calais en mi campanario.

Se escuchó de nuevo el estampido de la escopeta y otra paloma muerta cayó del cielo.

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