Juego mortal (Fortitude) (10 page)

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Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
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El piloto asintió y luego se volvió hacia su pasajero.

–Estupendo –comentó–, una buena luna llena y un viento favorable hacia Francia. ¿Qué más podríamos pedir?

Londres

«Cualquier tonto puede decir la verdad: sólo un hombre inteligente puede decir una mentira.»

Estas letras escritas a mano con tinta china en un pergamino blanco, encajado luego en la estructura de un pisapapeles triangular, constituían una máxima que formaba el regalo de despedida que el predecesor del coronel Sir Henry Evelyn Ridley le había entregado el día en que Ridley tomara posesión de su destino, en las Salas de Guerra Subterránea de Churchill en Storey's Gate, en el corazón de Londres. Resultaba un
leit motiv
que encajaba muy bien con la organización que Ridley regía en aquel laberinto subterráneo. Ridley estaba al frente de aquella «pequeña pandilla de Maquiavelos aficionados» a que Churchill se había referido en su conferencia anterior. Su tarea constituía una de las más críticas de la guerra, aunque su organización fuese tan secreta que apenas trescientas personas conocían su existencia. En Ridley y en la docena de hombres que tenía en torno de él había recaído la tarea de conseguir que Adolf Hitler y su Estado Mayor General se tragasen la mayor mentira jamás contada. Constituía una mentira de la que podía muy bien depender el resultado de la Segunda Guerra Mundial, una
ruse de guerré
[2]
de tales dimensiones que el caballo de Troya parecería, en comparación, un engaño para niños.

Nadie parecería tan poco apropiado para concebir y decir aquella mentira que Ridley. Era la verdadera encarnación de aquellas virtudes de rectitud y juego limpio que un mundo admirado había atribuido a las clases dirigentes de Gran Bretaña, aquella autoperpetuante pequeña peña de hombres que gobernaron el Imperio británico durante 400 años. Era abogado por gusto y tradición. Incluso la familia de Ridley y la ley británica se hallaban tan entrelazadas, que uno de sus antepasados se había encontrado entre los barones que forzaron al rey Juan a conceder la Carta Magna. Un óleo de aquella histórica mañana de junio en Runnymede había pasado de generación en generación en las cámaras de Ridley, en Lincoln's Inn, un sello del nexo especial que unía a los Ridley con la hermandad de la peluca y de las escrituras.

En aquella noche de marzo, Ridley era, con permiso del tiempo de guerra, el socio principal del gabinete fundado por su bisabuelo; consejero legal de la Corona; consejero privado, lo mismo que lo habían sido su padre y su abuelo; director del «Coutts Bank». Todo, desde el momento de su nacimiento, le había preparado para el ejercicio del poder que ahora ostentaba. Desde las manos de los tutores de su padre, había pasado a Eton, «el bendito
college»
que se encontraba en el apogeo de su poder en las décadas anteriores a la Primera Guerra Mundial. Sus años en Eton le habían marcado para toda la vida. Había aprendido que la educación era más importante que la inteligencia; la lealtad a los propios amigos y clase constituía el ingrediente indispensable de un caballero; y que la devoción al rey y al país eran la única fe verdadera. Como auténtico etoniano que era, se le hacían muy cuesta arriba los dictados del Papa e intentaba aprender un poco de todo. La especialización no era para su clase; a fin de cuentas, los dirigentes siempre podrían contratar a especialistas para que hiciesen su trabajo.

Ese maravilloso y pequeño mundo se hizo añicos en las trincheras del Frente occidental. En 1917, Ridley había llegado a capitán de la Coldstream Guards, con una cruz militar y tres galones de heridas de guerra. Con su herida final, fue trasladado al Estado Mayor del mariscal de campo Lord Haig, comandante en jefe de Gran Bretaña en Francia, como oficial de Inteligencia.

Resultó un destino irónico para Ridley que había llegado a despreciar a Haig, y a los sanguinarios y despreocupados generales que le rodeaban, con una pasión sin límites. Nunca podría perdonarles por haber enviado a tantos de sus muchachos a la muerte en su guerra de desgaste, por sacrificar sus jóvenes vidas por unos cuantos chapoteos en el fango de Flandes. Sin embargo, demostró tal misteriosa habilidad al preparar estimaciones de Inteligencia para Haig, que adquirió una reputación mágica en el
establishment
militar británico. Entre los que fueron conscientes de sus logros, se encontraba un joven ministro del Gabinete, Winston Churchill. Cuando, en la primavera de 1942, Churchill pensó en un espíritu fresco e innovador para eliminar el esoterismo de sus organizaciones clandestinas, citó a Ridley a Londres, procedente de su puesto de contraespionaje que ejercía en Irlanda del Norte, desde el inicio de la guerra, nombrándole «Oficial de control de simulación». Lo que esto significaba quedó resumido en la instrucción COSC(42) 180(0), del 21 de junio de 1942 que le asignaba la tarea: «Deberá usted preparar planes de engaño sobre una base de nivel mundial, con objeto de causar al enemigo pérdidas en sus recursos militares –rezaba–. Su trabajo no queda limitado sólo al engaño estratégico, también debe incluir cualquier asunto dirigido a confundir o engañar al enemigo, sea cual sea la ventaja militar que pueda obtenerse con ello.»

Ahora bien, como Churchill le señaló verbal y sucintamente, debería emplear «cualesquiera estrategias, trucos sucios o mortíferos o de mutilación criminal imaginables para sodomizar al maldito Huno».

En concordancia con una burocracia preparada para despistar cualquier curiosidad malsana, su organización fue denominada «Sección de Control de Londres». Ridley informaba directamente a Churchill a través del general Ismay. Desde su laberinto subterráneo en Storey's Gate, mantenía conexiones con todas las organizaciones británicas secretas encargadas de la puesta en práctica de sus tortuosos planes: con el Comité Doble Cruz
XX
, con los cazaclaves en Bietchley Park, con el MI5, con «C», Sir Stewart Menzies, su amigo íntimo y compañero en Eton que dirigía el MI6, el Servicio Secreto de Inteligencia. Como hombre silencioso y discreto, el nombre de Ridley era casi desconocido fuera del mundo en el que se movía. Pero dentro del mismo, en White's y Brooks, en las anónimamente etiquetadas oficinas de Inteligencia de Saint James y en las casas de Queen Ann, en torno del parque de Saint James, los hombres que le conocían sabían que Sir Henry Evelyn Ridley «era un hombre muy importante».

El arte del engaño militar que le habían encomendado se remontaba al siglo
IV
a. de J.C. y al señor de la guerra chino Sun Tsu. «Socavar el terreno al enemigo –escribió–, subvertirle, atacar su moral, corromperle, sembrar discordias internas entre sus dirigentes, destruirle sin luchar con él.» Los griegos en Troya, Aníbal, Belisario, comandante en jefe de los ejércitos del emperador Justiniano, constituían unos cuantos de estos antepasados históricos de Ridley. En la Segunda Guerra Mundial, el pequeño y mal armado ejército británico había tenido que confiar en el engaño y en la astucia no para vencer, sino para sobrevivir. En realidad, la organización que Ridley presidía había nacido en un prostíbulo, detrás del restaurante «Groppi», en El Cairo, durante la lucha con el África Korps de Rommel por el Desierto Occidental. Había incluido magos, falsificadores, asesinos, revientacajas, adivinos y, en 1943, un cadáver flotando frente a las costas españolas. Ahora, estaba a cargo de Ridley el llevar a cabo el plan de engaño más desafiante, más crítico y más importante de todos los tiempos. El general Brooke se lo había entregado con la siguiente admonición: «No funciona. Pero se debe conseguir a toda costa.»

Se le llamó
Fortitude
. Al igual que todas las grandes ideas resultaba sorprendente en su simplicidad. Los aliados, según sostenía
Fortitude
, no iban a lanzar una invasión contra la Fortaleza Europa de Hitler. Iban a efectuar dos. El primer y menor asalto tendría lugar en Normandía. Su objeto sería atraer hacia la península del Cotentin a las Divisiones de choque Panzer del 15." Ejército de Alemania. Una vez Hitler hubiese lanzado aquellas unidades de élite contra la cabeza de puente normando, entonces la segunda –y auténtica– invasión atacaría el pequeño paso marino de los estrechos de Dover, en el Pas de Calais. Si Sir Henry Ridley y su Sección de Control de Londres podían llevar a Hitler y a sus generales a creer en las mentiras de
Fortitude
, de ese modo inmovilizarían a las mejores tropas del Ejército alemán en el Pas de Calais, con sus cañones sin disparar, sus tropas sin bajas, aguardando una invasión que nunca tendría lugar. Sin embargo, si fracasaban, si el dictador alemán lanzaba a aquellas Divisiones Panzer contra Normandía, con rapidez y decisión, seguramente la invasión se colapsaría, y con ello todas las desesperadas esperanzas de la Europa ocupada.

Para hacer pasar la mentira de
Fortitude
, Ridley debía primero crear un ejército de fantasmas. Aquella noche de marzo, mientras trabajaba en su oficina subterránea, los aliados tenían exactamente treinta Divisiones –norteamericanas, inglesas y canadienses– en todo el Reino Unido. Aquellas fuerzas eran apenas suficientes para montar una invasión, por no decir nada de dos. Sin embargo, Hitler y sus generales no llegarían nunca a creer la mentira de
Fortitude
si antes no creían que los aliados poseían fuerzas suficientes en Inglaterra para preparar dos invasiones importantes. Y lo más importante de todo: Ridley debía convencer a los alemanes de que esa segunda invasión se llevaría a cabo en el intervalo posterior a los desembarcos de Normandía, en aquel crítico momento, dos o tres días después del Día D, cuando Hitler hubiera llegado a una decisión para comprometer a sus Divisiones Panzer en Normandía.

Era un juego mortífero. Un fracaso por parte de Ridley podría activar el desastre, porque en el engaño militar la falsedad señala el camino de la verdad. Si los alemanes detectaban el juego de Ridley, sólo deberían mantener un espejo delante de sus mentiras para determinar cuáles eran las auténticas intenciones de los aliados. En ese caso, sus Panzers estarían dispuestos y aguardando para destrozar a los invasores de Eisenhower.

El llevar a cabo la mentira de
Fortitude
constituía un lento y penoso proceso. Ridley no podía lanzar sus mentiras al enemigo como un primer premio. El espionaje conseguido con facilidad era en seguida descartado. Ridley tenía que hacer que los alemanes trabajasen para descubrir los ingredientes de su mentira, descubrírsela poco a poco, con gran esfuerzo y mucho coste, hasta que la mentira, nacida de tanto esfuerzo teutónico, emergiese con convincente claridad.

El objetivo de Ridley era el de enredar a los alemanes en una invisible telaraña de engaños. Sus hilos eran muchos y diversos, desde el dormitorio de un diplomático comprometido hasta los agentes dobles. La idea era descubrir todas las fuentes de espionaje empleadas por los alemanes para luego, lenta y sutilmente, envenenar los manantiales de cada una de ellas con una información errónea. Si Ridley podía tener éxito en esto, sería capaz de insertar hábilmente los fragmentos de su mentira en la maquinaria del espionaje alemán y luego ir subiendo, lentamente, hasta el último objetivo del plan de Ridley: la mente de Adolf Hitler.

Resultaba una tarea asombrosamente difícil y no cabía extrañarse de que el realizarla mantuviese a Ridley en su despacho hasta muy tarde, como sucedía en esta noche de marzo. La inesperada llamada de su teléfono rojo –secreto– interrumpió el estudio de los documentos que tenía ante él.

–Ah,
Squiff
, me dijeron que podría dar contigo porque trabajabas hasta muy tarde.

Squiff
había sido el obligatorio apodo de Ridley en Eton.

–Acabo de recibir unas noticias que he creído que debería compartir contigo.

Ridley reconoció inmediatamente la rechinante voz de su condiscípulo en Eton Sir Stewart Menzies, el director del MI6, el Servicio Secreto de Inteligencia.

–Supongo que serán buenas. Son precisamente las que necesito estos días.

–No, me temo que sean de otra clase. ¿Te agradaría reunirte conmigo para tomar un coñac con soda en el club, pongamos dentro de media hora?

Exacto casi hasta el segundo, Ridley apareció por la entrada del «White's Club». Al verle, el portero se deslizó de su pequeña garita desde la que mantenía un ojo discreto aunque avizor sobre cualquiera que tratase de entrar en aquellos locales, tan rígidamente restringidos como el mismo palacio de Buckingham.

–Sir Henry, Sir Stewart le espera en la sala de fumadores –le susurró haciéndose cargo del abrigo de Ridley, con lo confidencial de su tono indicando que, aunque los porteros del «White's» no poseían los secretos de los dioses, por lo menos eran conscientes de sus movimientos.

Ridley asintió, echó un vistazo al teletipo de «Reuters» y echó a andar por el vestíbulo y por una galería de cuadros donde aparecían los antiguos muchachos del «White's» con sus uniformes de gala, sus patillas en forma de boca de hacha, pelucas y togas. Uno de ellos era un antepasado suyo, un abogado que trató con notable infortunio de librar a Carlos I de sus verdugos. Aquello constituía, como le gustaba observar a Ridley, un recuerdo de la constancia de la alianza de los Ridley con la Corona aunque no de la brillantez de su salvaguarda.

Encontró a Sir Stewart instalado en un rincón débilmente iluminado de la sala de fumadores. En el momento en que se sentaba a su lado, apareció un anciano camarero con una bandeja de plata en la mano.

–Coñac y soda –pidió, al tiempo que se hundía en un sillón y saboreaba la tranquilizadora riqueza del ambiente de la estancia, que olía a cuero viejo, oporto rancio y a siglos de humo de buenos puros habanos.

Ambos hombres hablaron intrascendentemente hasta que sirvieron la bebida a Ridley y el camarero desapareció en las sombras.

A continuación, Sir Stewart comenzó diciendo:

–He recibido una preocupante comunicación de ISOS a primeras horas de esta noche –manifestó.

Se produjo un imperceptible cambio en el nivel de atención de Ridley. «ISOS» significaba «Intelligence Service Oliver Strachey», y era el nombre en clave del más secreto de los interceptadores de las transmisiones de radio alemanas llevadas a cabo por «Ultra», los mejores descifradores de claves de Inglaterra. Interceptaban a la Abwehr –la Inteligencia alemana– y al RSHA de Himmler: el
Reichssicherheitshauptant
, la oficina principal de la seguridad nacional.

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