Juego mortal (Fortitude) (18 page)

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Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
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–Si puedes pensar que todos esos uniformes de las aceras no están ahí, en ese caso sí…

Catherine miró de cerca los enjambres de soldados alemanes que pasaban por aquella adorada avenida. Resultaba tan maravilloso estar de regreso en París en aquella dulce y silenciosa primavera. Nada, ni siquiera aquellas hordas podían quitarle aquello.

–Muy bien –le sonrió–. Lo ignoraremos.

En Berchtesgaden, los mariscales de campo, una vez terminada su conferencia de estrategia, habían vuelto a sus puestos de mando. Su lugar en el centro de la atención del cuartel general había sido sustituido por un rechoncho pequeño japonés, el teniente general barón Hiroschi Oshima, el embajador japonés en Alemania.

El incongruente carácter de los japoneses resultaba fuente de inacabable diversión para el entorno de Hitler. Era un ardiente nazi que, por un sentido de admiración hacia sus huéspedes prusianos, empleaba monóculo, un estudiado gesto hosco y lo que confiaba que fuese un riguroso porte marcial. Ninguna de aquellas afectaciones le salían fácilmente al pobre tipo. No se parecía a nada más que a un sobado osito de peluche abandonado por su propietario en un armario que empezaba a salir ya de la pubertad. Por lo general, sus uniformes parecían como si hubiese dormido con ellos durante una semana y sólo tenían el porte marcial de un derretido cucurucho de helado. En realidad, Oshima no era más que un opaco e inescrutable oriental de la mitología popular. Era encantador, algo que por sí mismo le alejaba de la vasta mayoría de sus paisanos. Un hombre jovial y bromista, al que no le gustaba otra cosa que pasarse todas las noches con los ayudantes de Hitler, bebiendo trago tras trago de
eau de vie
alsaciana y rugiendo canciones de estudiantes de las que se sabía toda la letra. La visión de aquel arrugado pequeño barón voceando
Am brunner vor dem Tor
con su ceceante acento japonés, no dejaba nunca de deleitar al personal del Führer.

Pese a todo, era un perspicaz observador militar que disfrutaba de la plena confianza de Hitler. Oshima era el único japonés que nunca le decía al Führer algo más que trivialidades y Hitler se mostraba a la recíproca siendo particularmente cándido con él en sus frecuentes conversaciones. Había hecho la gira del Frente Occidental, desde Skaggerrak hasta la frontera española, estudiado con detalle y en profundidad el Muro Atlántico, y enviado a Tokio todo lo que había averiguado en unos extensos informes. Con su olfato para percatarse de cuándo tenían lugar conversaciones de importancia, había llegado a Berchtesgaden tras la estela de los mariscales de campo. Su visita había sido breve y profesional: una noche bebiendo con los ayudantes de Hitler, una charla con el Führer y luego regreso a Berlín en avión. Tan pronto como volvió, se sentó para preparar una detallada relación de lo que se había dicho en la cena de los mariscales de campo. Oshima era tan prolijo sobre el papel como en las conversaciones. Por ello, el informe sobrepasaba las dos mil palabras.

Cuando terminó, lo llevó al refugio antiaéreo debajo de las ruinas de su Embajada. Allí guardaba las dos posesiones más valiosas que le quedaban a su Legación. La primera era el retrato imperial del emperador, un óleo que, en vista del
status
casi divino del soberano, poseía el aura de un icono sagrado. La segunda, una máquina negra que tenía un vago parecido con una máquina de escribir. Se trataba de la codificadora tipo 97 del Ministerio de Asuntos exteriores japonés, el más moderno e impenetrable chisme de su clase en el mundo. Oshima ajustó el complejo mecanismo de la máquina y comenzó a convertir su mensaje en unos bloques en clave de cinco letras cada uno. Dado que el idioma japonés con sus cinco mil caracteres se adaptaba mal a la moderna criptografía, la máquina empleaba unos caracteres latinos que representaban fonéticamente las palabras japonesas.

Cuando Oshima finalizó, entregó su texto a un mensajero que lo llevó a las oficinas de la «Compañía de Cables Telefunken». Al igual que los diplomáticos japoneses en todo el mundo, Oshima empleaba las facilidades regulares comerciales por cable de sus países huéspedes para mandar sus despachos en clave a Tokio. Desde Berlín, el despacho de Oshima se enviaría por tierra hasta la Koenigswusterhausen donde los transmisores de la «Telefunken» estaban instalados, con capacidad de lanzar uno de los más fuertes rayos de señal direccional. Para cuando el embajador estuviese a punto de sentarse para tomar su primer trago nocturno en el «Bar Adlon», las primeras palabras de su informe ya estarían cruzando el éter en su ruta hacia Tokio vía Estambul y Bandung.

París

El hotel estaba en un pequeño callejón llamado Rué de l'Échaude, a sólo unos cuantos pasos del bulevar Saint-Germain. Una brillante placa negra con las palabras «Hotel Pensión» señalaba la puerta. Su propietaria estaba escondida en una jaula parecida a un cuarto, estratégicamente colocada para vigilar el paso desde la puerta de entrada hasta las escaleras. Cuando entraron, Catherine se dio cuenta de que la dueña de forma rápida y silenciosa había colgado el teléfono de la centralita, con el que había estado escuchando con ensimismada atención. «Escuchaba la llamada de un cliente –pensó Catherine–. Supongo que por puro aburrimiento.»

–¿Monsieur, Madame?

Los ojos castaños de la propietaria les estudiaron con frialdad, calculando sin duda alguna cuánto podría cobrarles por una habitación, según la elegancia de sus trajes y por las ganas que tuvieran de subir arriba y empezar a copular.

–Queremos una habitación –declaró Paul.

–Naturalmente,
mes chéris
. ¿Cómo se llama usted?

–Dupont.

Catherine bajó la vista, maravillándose de la seriedad con que la mujer escribía el nombre en el registro que tenía encima de su escritorio. Era una criatura en extremo exuberante, grande, con unos caídos pechos que se apretaban contra su floreada blusa de satén, y unos ondulados mechones de cabello blanco amarillentos a causa de alguna ocasional salpicadura de agua oxigenada. Dos manchas perfectamente circulares de colorete marcaban cada una de sus mejillas, y brillantes cuchilladas de lápiz de labios subrayaban su boca en lo que en el mejor de los casos cabía describir como una forma altamente aproximativa.

–¿A qué hora se marcharán? – preguntó, mirando hacia las llaves que colgaban en unas casillas alineadas en una pared de su oficina, como si de alguna forma el tiempo de su estancia dependiese de la resistencia y poder de su ardor.

Paul se inclinó hacia delante, con un fajo de francos en la mano.

–Nos gustaría quedarnos un poco. Mi mujer acaba de marcharse al pueblo para un par de días. Y es nuestra primera oportunidad de estar juntos durante un poco de tiempo…

–Naturalmente,
mes enfants
–le interrumpió, con el entusiasmo en su voz reflejando la alta estima que, por alguna buena razón, tenía respecto de la práctica del adulterio–. La gente joven como ustedes, en estos tiempos terribles… Se debe vivir mientras se pueda,
n'est-ce pas
?

Mientras tanto, los francos habían desaparecido en un abrir y cerrar de ojos en el amplio hueco de su escote.

–Veamos si puedo encontrar una habitación agradable para ustedes…

Contempló la hilera de llaves con la gran seriedad que la ocasión merecía. Finalmente, cogió una y con un pequeño perro de lanas a los talones, comenzó a subir la escalera.


Napoleón
, cierra el pico –le gruñó al perrito mientras subía por los escalones con el paso determinado de un guía alpino.

La escalera apestaba a cera vieja. Generaciones de pasos de amantes furtivos habían impreso su señal en los peldaños de la escalera de madera, observó Catherine, y la barandilla metálica gemía al menor roce. En el primer piso, la propietaria abrió una puerta y exhibió el interior con el orgulloso ademán del ayudante del director del «Ritz» que mostrara a una joven pareja la
suite
nupcial del hotel. La habitación tenía una cama de matrimonio, su colchón tenía ciertas protuberancias a causa de un uso excesivo, y una silla. En un rincón, unas desteñidas cortinas colgaban de un riel de latón tapando un lavabo y un bidé portátil colocado en un estante de madera. «Está bien –pensó Catherine–, resulta muy funcional.»

–Querido… –exclamó, al tiempo que apretaba la mano de Paul–. Qué maravilloso…

La propietaria sonrió e hizo un ademán hacia la ventana que ofrecía una visión interrumpida del callejón que había debajo.

–Aquí estarán muy a gusto y muy tranquilos –les dijo, brindándoles una sonrisa de infinita comprensión.

Echó a andar hacia la puerta. Mientras lo hacía, Catherine escuchó el chillido de una voz femenina que procedía de la puerta contigua.

–¿Estás loco? – siguieron los graznidos–. ¿Crees que me voy a quitar toda la ropa por cincuenta francos?

La propietaria, imperturbable, hizo una pausa.

–Saben… –les dijo–. Tengo abajo exactamente la cosa que necesitan. Un poco de champaña, «Veuve Cliquot» de 1934. De la propia bodega de mi difunto esposo.

Se apresuró a santiguarse en recuerdo del querido desaparecido.

–Qué estupendo –replicó Paul–. Estoy seguro que nos encantará una botella.

La mujer cerró la puerta y fue a buscarlo. Catherine se sentó en la cama y se echó a reír.

–Por lo menos, Paul, aquí estaremos en familia.

Él la miró extrañado.

–Todos los que firman en el registro se llaman también Dupont.

Asmara

A casi cinco mil kilómetros de la capital nazi destrozada por las bombas, en una estéril cadena montañosa barrida por el viento, a más de dos mil quinientos metros por encima del mar Rojo, en la ex colonia italiana de Eritrea, un timbre de alarma comenzó a sonar con fuerte estrépito. Aquel timbre pertenecía a un receptor de radio «SCR44». La antena del receptor estaba a su vez fijada en la frecuencia empleada por el transmisor de Berlín de la «Telefunken». Cada vez que el transmisor alemán salía al aire, sonaba aquella alarma.

Al oírla, un sargento técnico de la Compañía Charlie, el Segundo Batallón del Servicio de Transmisiones, del Cuerpo de Transmisiones del Ejército de Estados Unidos, hizo funcionar una clavija que activaba un gran rollo de cinta de papel que, al igual que la alarma, se conectaba con un receptor de radio fijado en la frecuencia de Berlín. Su bailoteante aguja comenzó a transcribir el flujo de puntos y rayas en código Morse que salían de Berlín, de la misma forma que un electrocardiograma graba los impulsos de los latidos cardíacos. El sargento se colocó en la cabeza unos auriculares para vigilar la marcha de la máquina, escudriñando mientras lo hacía las direcciones de la corriente de cables que se encaminaban desde Berlín hacia el Lejano Oriente. Para el sargento y sus colegas, el noventa y nueve por ciento del tráfico que copiaban era pura basura: órdenes de transferencias bancarias, informes de un pesquero de arrastre, o las señales del discurrir de la vida, un nacimiento en Hannover, una muerte en Berlín a causa de las bombas de los aliados. De repente, se puso en tensión. El flujo de puntos y rayas que corrían a lo largo de la cinta de papel comenzaba a tomar la configuración familiar de una parte de los cables de Oshima, que siempre transmitía sin clave la dirección:
Gaimu Dai Jim
, es decir, Oficina de Exteriores del Gran Hombre.

–¡Ya lo tenemos! – gritó–. Está en el aire.

Aquellas palabras galvanizaron a la pequeña emisora de interceptación, que entró en acción. Únicamente para llevar a cabo la vital tarea de interceptar las comunicaciones de Oshima con Tokio, el sargento y sus 250 colegas del Ejército americano se hallaban estacionados en las alturas de Asmara batidas por el monzón desde el verano de 1943. Los acantilados en que se hallaba Asmara se alzaban con tal repentina suavidad del fondo del mar, detrás del puerto de Massawa, 2.500 metros por debajo, que resultaba una antena natural idealmente situada para interceptar la señal de Berlín camino de su emisora relé en Estambul. La ciudad en sí era un rincón perdido de la mano de Dios, donde las mujeres paseaban con unos matamoscas confeccionados con colas de caballo para alejar los enjambres de insectos que llenaban el aire, con la densidad de las partículas de polvo en una tormenta de arena. Por la noche, rientes hienas correteaban por el exterior de los barracones de la Compañía de Transmisiones; durante el día, nómadas eritreos de pies descalzos registraban las polvorientas colinas en busca de unos cuantos fragmentos de leña. Sin embargo, en el interior, en una instalación tan secreta que su dirección era «en algún lugar de África», un puñado de técnicos norteamericanos llevaba a cabo uno de los trabajos de espionaje más vitales de la guerra. La cosecha de su emisora de interceptación había sido prodigiosa y nunca tan crítica para el esfuerzo bélico de los aliados como en aquella primavera de 1944.

A un grito del sargento, tres máquinas más de cinta comenzaron a grabar el flujo del informe de Oshima, dos de ellas captándolo al llegar al relé de Estambul, y otras dos tomándolo al salir de Estambul en su ruta hacia Bandung. El comandante de la emisora, que mascaba un puro, el coronel Charlie Cotter, ejecutivo de la «Bell Telephone», de Michigan, antes de empezar la guerra, vigiló toda la operación. Al observar la desacostumbrada extensión de la transmisión del embajador, le comunicó a su oficial ejecutivo:

–Esta vez sí vamos a joderle…

Las interceptaciones del texto de Oshima estarían camino de Washington antes de que su autor hubiese finalizado su primera copa en el «Bar Adlon».

París

Paul no podía apartar los ojos de ella; ni, según notó, podía hacer algo más en aquella atestada habitación. A unas pocas mesas de distancia, un coronel de la Luftwaffe casi derribó su silla de lo impaciente que se encontraba por tener una mejor visión del paso de la chica. Los movimientos de Catherine reunían un sentido de gracia, de fuerza escondida, resultado sin duda de todas aquellas carreras matutinas a través de los brezales de Escocia, las horas de calistenia llevadas a cabo bajo las imprecaciones ladradas por los instructores de Cavendish. Su cabello rubio había sido cuidadosamente peinado en los servicios de damas, por lo que ahora caía por encima de sus hombros en una cascada dorada. Había dormido en un henil con aquel traje sastre oscuro, viajado a través de media Francia en un tren atestado, pero, sin embargo, Paul seguía viéndola tan despampanante, tan en su pose como una modelo de «Maggy Rouff» en una exhibición de modas en Longchamps un domingo por la tarde. Sin embargo, según sabía muy bien Paul por su propio entrenamiento en las escuelas especiales del SOE, si tenía que hacerlo, podía matar a cualquier hombre de aquella habitación con sólo sus desnudas manos.

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