Realizó su tarea brillantemente; en realidad con demasiada brillantez. En abril de 1938, sus actividades fueron descubiertas por los franceses y fue expulsado del país sin demasiadas ceremonias por la secretaría general del Ministerio del Interior. Exactamente dos años después, consiguió vengarse cuando, portador del mandato de Himmler de establecer los servicios de seguridad del Reich en la Francia ocupada, se dirigió a la Rué de Saussaies, la oficina del hombre que le había expulsado y le hizo arrestar. Había permanecido desde entonces en París al mando de 2.400 agentes de la Gestapo, un ejército de informadores y una fuerza de Policía irregular compuesta casi en igual número de ex policías y criminales que había hecho liberar de las cárceles francesas. Incluso tenía un pequeño equipo de pistoleros corsos en un apartamento no lejos de la Avenue Foch, para que realizasen los asesinatos que podrían ser demasiado incómodos para la Gestapo.
Jerárquicamente, Stromelburg era, aquella noche de marzo, el tercer oficial en rango en la SS en Francia, tras el general Karl Oberg, un burócrata de cabeza dura del que se burlaban en Berlín tachándole de inepto chupatintas, y el doctor Helmut Knochen, un simbólico sofisticado miembro de la Gestapo, enviado a París para proporcionar a la SS una especie de
cachet
social, como si fuese posible una cosa así… En realidad, como todo el mundo sabía, Stromelburg era el
Gauleiter
francés de Himmler, un hombre cuyas órdenes sólo podían ponerse en tela de juicio por parte de oficiales tan importantes como Rommel y Von Rundstedt.
La importancia que tenía dentro de la jerarquía de la SS acababa de ser demostrada hacía tan sólo 48 horas, cuando se le llamó a la Prinzabrechtstrasse para una reunión con Himmler.
–El descubrimiento de la fecha y lugar exactos del desembarco aliado se ha convertido en el objetivo principal de los Servicios Secretos alemanes que actúan en el Oeste –le informó el
Reichsführer
SS.
Se notaba un gran apremio en el tono de Himmler. Durante años, Himmler había estado maquinando hacerse con el control de los servicios secretos de Inteligencia extranjeros del Reich, la Abwehr, en manos del almirante Wilhelm Canaris, la Inteligencia militar, para convertirse en el indisputable rector de todos los servicios de seguridad de Alemania. Su enorme ambición se hallaba naturalmente detrás de eso, pero asimismo seguía firme en sus creencias de que la Abwehr se hallaba infiltrada por los aliados y que fomentaba la resistencia antinazi en el interior de Alemania.
Para adelantar en su causa, de forma regular y personal Himmler había dejado caer ante Hitler jugosas noticias de la Inteligencia del SD, algunas de tipo estratégico y gran parte falaces: fotos de las orgías de Berlín de los aristócratas antinazis, los relatos de pecadillos sexuales comprometedores de diplomáticos de países neutrales. Durante los pasados seis meses, la ineptitud de la Abwehr en Italia le había puesto las cosas en bandeja a Himmler. Sin embargo, el
Reichsführer
era en extremo escéptico respecto del valor de la red de espías que había heredado de Canaris. Sus auténticas esperanzas de penetrar el mayor secreto de la guerra se hallaban, estaba seguro de ello, dentro de la Sección IV –Contraespionaje– de su propia organización y, más en particular, en la organización de Strómelburg en el país donde resultaba seguro que desembarcarían los aliados: Francia.
Su confianza no era infundada. Encerrada en la caja fuerte del hombre que ahora paseaba por su despacho en la Avenue Foch se hallaba una carpeta tan secreta que sólo cuatro hombres, Strómelburg, Kaltenbrunner, su segundo, Horst Kopkow y Himmler estaban al tanto de su contenido. Contenía los pocos detalles que Strómelburg estaba dispuesto a poner por escrito acerca del más valioso agente secreto a sus órdenes. El nombre en clave del agente era «Gilbert». Los contactos de Strómelburg con él se remontaban al verano de 1938, cuando el alemán le envió a Francia a formar una red de agentes para el Reich. Los destinos de la guerra y sus propias maquinaciones de aventurero habían llevado a Gilbert a una posición de importancia crítica en el interior de una de las Agencias más secretas de los aliados. Servía como una especie de lanzadera humana a través de la cual fluían los más vitales movimientos. Durante casi un año, Strómelburg permaneció en guardia respecto de las actividades de Gilbert, asegurándose de que un arresto no prematuro traicionaría sus funciones reales a los aliados, alimentándoles pacientemente en relación al momento supremo cuando la operación de Gilbert casi de modo seguro revelase la localización y la fecha del desembarco aliado.
Gilbert había sido asimismo la fuente de un regular y crítico flujo de espionaje en manos de Strómelburg; gracias a ese espionaje, y sin saberlo en absoluto Gilbert, Strómelburg había sido capaz de tender una trampa en la que los aliados se precipitaban con acelerada velocidad. Se trataba de un plan de espionaje de tan diabólica astucia que, cuando llegase el momento, demostraría ser incluso de mayor valor que lo que prometía la operación Gilbert.
Llamaron a la puerta. Su ordenanza, el cabo Müller, entró con una cafetera humeante. Strómelburg deseaba que su despacho estuviese infiltrado con aquel rico y tranquilizante aroma cuando llegase su «invitado». Miró el reloj. Se presentaría de un momento a otro. Se retrepó en su sillón, como un hombre inmensamente feliz. Se había preparado en relación al inminente encuentro, como usualmente lo hacía, siguiendo un bien establecido ritual que tenía todas las garantías de ponerle del mejor humor.
En primer lugar, había realizado una visita a Saint-Sulpice para escuchar a Marcel Dupré tocar vísperas en el magnífico órgano del siglo
XVIII
que poseía la iglesia. El sueño de su madre de hacer de él un intérprete de conciertos no se había llegado nunca a materializar, pero Strómelburg era de todas formas un magnífico organista. Le electrizaba el genio de los dedos de Dupré; le gustaba muchísimo sentarse allí, en Saint-Sulpice, transportado por las retumbadoras y encantadas cadencias del gran órgano, en un mundo menos turbado que aquél en que vivía. Su siguiente parada, en un apartamento de la Avenue Marceau, estaba prevista para proporcionarse una exaltación de una naturaleza sustancialmente diferente.
Entre los mercenarios de Strómelburg había un proxeneta de Montmartre llamado Pierre Villon. Su tarea consistía en escoger a las mejores de las chicas a su servicio y darles un cursillo de acicalamiento, elegancia y de las más virtuosas habilidades dentro de su profesión. Una vez graduadas, los servicios de Strómelburg las empleaban con ciertos oficiales del Estado Mayor alemán que tenían reputación de hablar demasiado en las conversaciones antes y después del coito. El resultado de sus esfuerzos había sido el proporcionar a los ejércitos del frente oriental alemán una constante recluta de oficiales. De vez en cuando, el mismo Strómelburg, actuando
ex officio
, empleaba los servicios de las damas de Villon. A los cuarenta y dos años, seguía soltero, un hecho que podía fácilmente ser mal interpretado en una organización en la que la homosexualidad era un hábito muy frecuente, aunque cuidadosamente ocultado. En realidad, Strómelburg desdeñaba simplemente a las mujeres. El rasgo más sobresaliente de su carácter era la vanidad; aquello le conducía a considerar a las féminas como seres levemente inferiores, aunque deseables, cuya función primaria la constituía ser recipientes de sus placeres.
Aquella noche el recipiente era una muchacha de ojos endrinos apodada
Dodo
. Poseía una desbordante cabellera de un pelo rojo brillante, un cuerpo alto y esbelto y un aire de reprimido salvajismo que gustaba en extremo a Strómelburg. Tras una copa de champaña y la correspondiente charla, la mujer se retiró a su dormitorio donde, en respuesta a las fantasías del alemán, se puso una ropa interior de seda negra: sostenes, bragas, ligas y largas medias negras. Strómelburg había saltado literalmente sobre ella, le había rasgado toda aquella tenue ropa interior negra y la penetró por detrás con una frenética furia. Inmensamente satisfecho, acudió a cenar a su restaurante favorito del mercado negro, antes de emprender su vigilia en la Avenue Foch.
Se levantó. Acababa de escuchar el coche que se deslizaba por la entrada al patio interior. Unos minutos después oyó que se cerraban las puertas del patio y luego el sonido de unas pisadas que avanzaban hacia su oscurecida escalera. Luego se produjo un suave golpe en la puerta.
–Adelante –ordenó.
Alex Wild se tambaleó con profunda incredulidad al entrar en la luminosidad del despacho de Strómelburg. Durante un segundo, el hombre que sólo una hora antes había sido lanzado desde un bombardero «Halifax» pareció a punto de desmayarse de la conmoción. Strómelburg se puso en pie y airosamente le hizo un ademán para que se sentase en el sillón que se hallaba delante del escritorio. Wild miró sin comprender a los dos combatientes de la Resistencia que le habían recibido. Ambos eran alsacianos, miembros de uno de los comandos de Strómelburg y cada uno de ellos apuntaba ahora a las costillas de Wild con una pistola.
Vacilando, Wild se dejó caer en el sillón y, con la cabeza en las manos, se derrumbó a causa de la pena y del choque. Strómelburg salió de detrás de su escritorio.
–Es verdad –murmuró–. Estás en manos de la Gestapo, Avenue Foch. Lo siento.
Y lo expresó de un modo que parecía en realidad sentirlo.
–Estás jugando a un juego –siguió mientras sacaba un cigarrillo de una pitillera de plata y le ofrecía a su prisionero–. Un buen juego pero, desgraciadamente, uno que has perdido.
Strómelburg se percató de que uno de los alsacianos le hacía una seña.
Chascó los dedos a Mullen.
–Ofrécele al caballero una taza de café –ordenó y se alejó con el alsaciano para que no se le oyese.
–Es un operador de radio –susurró–. Estuvo trabajando para Héctor en Troyes hasta hace dos meses.
Strómelburg agarró los hombros del alsaciano con sus manos. No podía creer su buena suerte.
–Eso es exactamente lo que deseo –murmuró–. Ve a buscar al doctor todo lo de prisa que puedas.
Estuvieron escondidos en las sombras durante casi una hora antes de que, finalmente, Paul le hiciese un ademán a Catherine para que fuese a buscar su bicicleta y le siguiera hacia la carretera. Por delante, el pueblo de Saint-Martin-le-Beau aparecía profundamente dormido. Ni siquiera una vela estaba encendida en aquella prístina oscuridad. A Catherine le entraron ganas de echarse a reír. Si uno tuviese la menor duda de encontrarse en Francia, Saint-Martin-le-Beau le tranquilizaría. Ésta era la Francia eterna de millares de pueblos perdidos, impasibles a las olas de cambio y a los siglos…, y a los invasores alemanes.
Su Calle Mayor corría recta hacia una plaza y a los resueltos trazos góticos de la iglesia del pueblo. Las casas parecían crecer de la misma acera, inclinándose tan gentilmente hacia la calle que semejaban los redondeados muros de un túnel. La mayoría de ellas estaban construidas con adobe sobre piedra. El tiempo y las tempestades habían arrancado el adobe, y ahora la pálida luz de la luna descubría los costillares de piedra que sobresalían de las oscuras fachadas como si fuesen los huesos de un esqueleto semidesenterrado. Cada ventana, cada puerta a lo largo de la calle, aparecía fuertemente cerrada, con los barrotes de madera firmemente colocados contra las miradas del mundo y las miserias de la ocupada patria de Catherine. Delante de ella, en mitad del pueblo, Paul giró a la derecha. Medio perdida en sus pensamientos, Catherine le siguió.
Entonces se percató de que les habían atrapado. Un camión de la Wehrmacht bloqueaba su avance. Media docena de soldados, con las armas en ristre, se hallaban de pie entre las sombras. Uno tenía ya la linterna enfocada en el rostro de Paul, con una metralleta hundida en su estómago. Catherine sintió que la sangre le fluía a la cabeza. Durante un instante, pensó que el miedo la derribaría de su bicicleta. Luego, un segundo alemán le hizo un gesto para que se detuviese al lado de Paul.
Éste estaba hablando con energía, casi tumultuosamente, con el alemán que tenía delante. Movió la cabeza hacia Catherine. La luz del alemán siguió su ademán. Catherine parpadeó ante aquel brillante resplandor. Más allá de su foco pudo ver al alemán que la inspeccionaba con curiosidad, con su estólido rostro enmarcado en los aterradores y familiares rasgos del casco de la Wehrmacht. Un incongruente pensamiento la asaltó: era el primer soldado alemán que veía, el primer enemigo al que había mirado a los ojos. El hombre emitió un sonido a un tiempo risa y gruñido y luego volvió el rayo de su linterna hacia los papeles de Paul que sostenía en la mano. Se los devolvió y se acercó de nuevo a ella.
–
Papier
.
Catherine hurgó en su bolso en busca del carné de identidad que le había entregado Cavendish apenas seis horas antes. Su boca estaba seca de miedo mientras sacaba la cartulina y se la tendía al alemán.
El alemán apenas miró la documentación de Cavendish. Echó un vistazo a la foto y luego a su rostro. Mirando de soslayo, le devolvió el carné.
–
Sehr gut
–dijo haciéndose a un lado–.
In Ordnung
!
Fue en aquel momento cuando Catherine escuchó el golpe que dio la portezuela del coche. Se dio la vuelta. Allí, inmediatamente detrás de ellos, se encontraba el «Citroen» negro. Dos civiles con abrigos de cuero, que les caían por debajo de las rodillas, se acercaron a ellos.
–
Ein moment
–dijo uno.
Avanzaron poco a poco, con tanta lentitud que, de una forma no deliberada, Catherine comenzó a temblar. El primero cogió la linterna de manos del soldado y alumbró los pies de Paul.
–Sus zapatos –ordenó.
Catherine miró a Paul. El alegre descaro con el que había tratado al soldado ya no existía. Su actitud identificó a Catherine a sus nuevos inquisidores como lo hubiera hecho una señal en torno de sus cuellos que rezase «Gestapo». Obedientemente, Paul se quitó los zapatos y se los pasó al alemán. Lenta y calmosamente el germano los escrutó, dándoles vueltas a la luz de la linterna como si fuese el inspector de una fábrica que buscase algún defecto en los trabajos de sus obreros. Sin decir palabra, se los devolvió a Paul. Su luz cayó ahora a los pies de Catherine.
–Madame…
Catherine se inclinó, se quitó los zapatos y se los tendió. El alemán los sometió al mismo examen escudriñador que a los de Paul.