«No ha sido nada más que un sueño. Ahora soy un hermano de la Guardia de la Noche, no un chico asustadizo.»
Samwell Tarly estaba acurrucado bajo los árboles, medio escondido detrás de los caballos. Tenía el rostro del color de la leche cortada. Hasta el momento no se había adentrado en el bosque para vomitar, pero tampoco se había atrevido a echar un vistazo a los cadáveres.
—No puedo mirar —gimoteó.
—Tienes que hacerlo —le dijo Jon en voz baja para que los demás no lo oyeran—. El maestre Aemon te envió para que fueras sus ojos, ¿no? ¿Y de qué sirven unos ojos si están cerrados?
—Sí, pero... es que soy tan cobarde, Jon...
—Nos acompañan una docena de exploradores —le dijo Jon poniéndole una mano en el hombro—, y también tenemos los perros, y aquí está
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. Nadie te va a hacer daño, Sam. Venga, ven a verlo. El primer vistazo es el peor.
Sam asintió, tembloroso, y reunió todo su valor con un esfuerzo visible. Giró la cabeza muy despacio. Abrió los ojos de par en par, pero Jon le sujetó el brazo para que no se diera media vuelta.
—Ser Jaremy —dijo el Viejo Oso con voz áspera—. Ben Stark iba con seis hombres cuando partió del Muro. ¿Dónde están los demás?
—Eso querría saber yo. —Ser Jaremy sacudió la cabeza.
—Dos de nuestros hermanos han sido asesinados delante del Muro —repuso Mormont; era obvio que no le gustaba la respuesta—, y tus exploradores no han visto ni oído nada. ¿A esto se ha reducido la Guardia de la Noche? ¿Seguimos explorando estos bosques?
—Sí, mi señor, pero...
—¿Seguimos teniendo guardias montados?
—Así es, pero...
—Este hombre lleva un cuerno de caza. —Mormont señaló a Othor—. ¿Debo dar por supuesto que murió sin hacerlo sonar? ¿O es que todos tus exploradores se han vuelto sordos, además de ciegos?
—No sonó ningún cuerno, mi señor; de lo contrario, mis exploradores lo habrían oído. —El rostro de Ser Jaremy estaba tenso de rabia—. Tampoco tengo bastantes hombres como para realizar todas las patrullas que me gustaría... y desde la desaparición de Benjen, hemos permanecido más cerca del Muro que antes, cumpliendo tus órdenes.
—Sí —gruñó el Viejo Oso—. Bueno. Que siga así. —Hizo un gesto impaciente—. Dime cómo han muerto.
Ser Jaremy se acuclilló junto al hombre que se había llamado Jafer Flores y le sujetó la cabeza por el pelo. Se quedó con él en los dedos; estaba quebradizo como la paja. El caballero dejó escapar una maldición y empujó la cabeza con la mano. El cadáver tenía un tajo enorme en el cuello, que se abría como una boca, lleno de costras de sangre seca. La cabeza permanecía unida al cuello por apenas unos cuantos tendones blanquecinos.
—Esto se lo hicieron con un hacha.
—Sí —asintió Dywen, el viejo guardabosques—. Como el hacha que llevaba Othor, mi señor.
Jon sintió que el desayuno se le revolvía en el estómago, pero apretó los labios y se forzó a mirar el segundo cadáver. Othor había sido un hombre corpulento y feo, y el cadáver era también corpulento y feo. No se veía ningún hacha. Jon recordaba bien a Othor: era el que había entonado la canción obscena mientras partían los exploradores. Ya no cantaría más. Toda su carne tenía un color blanquecino como la leche, excepto las manos, que estaban tan negras como las de Jafer. Flores de sangre seca y agrietada decoraban las heridas mortales que lo cubrían como una erupción, en el pecho, en las ingles y en la garganta. Pero tenía los ojos abiertos, clavados en el cielo, azules como zafiros.
—Los salvajes también tienen hachas —dijo Ser Jaremy levantándose.
—¿Crees que esto es cosa de Mance Rayder? —se mofó Mormont—. ¿Tan cerca del Muro?
—¿De quién si no, mi señor?
Jon podría haber respondido a aquella pregunta. Sabía de quién, todos lo sabían, pero ninguno lo iba a decir en voz alta.
«Los Otros no son más que una leyenda, un cuento para asustar a los niños. Desaparecieron hace ocho mil años, y eso si alguna vez existieron.» Sólo con pensar en aquello se sentía estúpido. Ya era un adulto, un hermano negro de la Guardia de la Noche, no el niño que en el pasado se había sentado a los pies de la Vieja Tata con Bran, Robb y Arya.
Pero el Lord Comandante Mormont dejó escapar un bufido.
—Si a Ben Stark lo hubieran atacado los salvajes a medio día a caballo del Castillo Negro, habría regresado a por más hombres, habría dado caza a los asesinos por los siete infiernos y me habría traído sus cabezas.
—A menos que él también estuviera muerto —insistió Ser Jaremy.
Pese al tiempo transcurrido, las palabras le seguían doliendo. Habían transcurrido demasiados días, parecía una locura aferrarse a la esperanza de que Ben Stark siguiera con vida, pero Jon Nieve era, sobre todo, testarudo.
—Ha pasado casi medio año desde la partida de Benjen, mi señor —siguió Ser Jaremy—. El bosque es muy grande. Los salvajes pueden haberlo atacado en cualquier lugar. Apostaría a que estos dos fueron los últimos supervivientes de su grupo, que intentaban volver con nosotros... pero el enemigo los alcanzó antes de que llegaran a la seguridad del Muro. Los cadáveres son recientes; estos hombres no llevan más de un día muertos.
—No —graznó Samwell Tarly.
Jon se sobresaltó. Lo último que esperaba oír era la voz nerviosa y aguda de Sam. Al muchacho gordo le daban miedo los oficiales, y la paciencia no era una de las virtudes de Ser Jaremy.
—No te he preguntado tu opinión, chico —le dijo Rykker con frialdad.
—Dejad que hable, ser —lo interrumpió Jon.
—Si el chico tiene algo que decir, quiero oírlo. —Los ojos de Mormont se clavaron en Sam y en Jon alternativamente—. Acércate más, muchacho. No te vemos detrás de los caballos.
—Mi señor, no... —dijo Sam adelantándose. Sudaba profusamente—. No puede ser un día, porque... Mirad... La sangre...
—¿Qué pasa? —gruñó Mormont—. ¿Qué tiene de raro la sangre?
—Se va a manchar los calzones con sólo mirarla —dijo Chett.
Los exploradores se echaron a reír. Sam se secó el sudor de la frente.
—Se... se ve dónde
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... el lobo de Jon... se ve dónde le arrancó la mano a ese hombre, pero... el muñón no ha sangrado, mirad... —Hizo una señal—. Mi padre... L-Lord Randyll, me... me hacía mirar cuando destripaba animales, cuando... después de... —Sam sacudió la cabeza y le tembló la papada. Una vez había mirado los cadáveres, no era capaz de apartar la vista de ellos—. Si acababa de matarlos..., la sangre manaba, mis señores. Más tarde... estaba como... como coagulada, era como... gelatina, espesa, y... y... —Parecía a punto de vomitar—. Este hombre... miradle la muñeca está... es una costra... seca... como...
Jon comprendió al momento qué quería decir Sam. En la muñeca del hombre muerto se veían las venas, eran como gusanos de hierro en la carne blanca. La sangre era un polvillo negro. Pero Jaremy Rykker no parecía convencido.
—Si llevaran muertos mucho más de un día estarían podridos, chico. Y ni siquiera huelen.
Dywen, el viejo guardabosques que alardeaba de poder oler la nieve que se avecinaba, se acercó más a los cadáveres y olfateó.
—No huelen a violetas, pero... mi señor tiene razón. No tienen el hedor de los cadáveres.
—Es que... no se están pudriendo —señaló Sam, con un dedo regordete que sólo temblaba un poquito—. Mirad, no hay... no hay gusanos, ni nada... han estado tirados en el bosque, y los animales no los han devorado, ni los han tocado... sólo
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... por lo demás están... están...
—Intactos —terminó Jon con voz suave—. Y
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es diferente. Los caballos y los perros no quieren ni acercarse.
Los exploradores se miraron entre ellos. Todos vieron que era cierto. Mormont frunció el ceño, miró los cadáveres y en dirección a los perros.
—Chett, acerca a los perros.
Chett lo intentó: tiró de las correas, maldijo, incluso dio un puntapié a uno de los animales. La mayoría de los perros gimotearon y clavaron las patas en el suelo. Trató de arrastrar a una perra. Se resistió; gruñía y se retorcía como si quisiera escabullirse del collar. Por último, arremetió contra su cuidador. Chett dejó caer la correa y dio un paso atrás. La perra saltó por encima de él y desapareció corriendo entre los árboles.
—Hay... hay algo que falla —se apresuró a seguir Sam Tarly—. La sangre... Tienen manchas en las ropas, y... y en la carne, seca y dura, pero... no hay sangre en el suelo, ni... ni en ninguna parte. Con esas... esas... esas... —Sam se obligó a respirar hondo—. Con esas heridas... esas heridas tan espantosas... debería haber sangre por todos lados. ¿No?
—Puede que no murieran aquí. —Dywen se pasó la lengua por los dientes de madera—. Tal vez alguien los trajo y los dejó aquí para que los encontrásemos. Como una especie de advertencia. —El viejo guardabosques bajó la vista hacia los cadáveres—. Y puede que yo sea idiota, pero no recuerdo que Othor tuviera los ojos azules.
—Flores tampoco —dijo Ser Jaremy sobresaltado al tiempo que se volvía hacia el cadáver.
Se hizo el silencio en el bosque. Durante unos instantes sólo se oyó la respiración acelerada de Sam y el sonido húmedo de Dywen al lamerse los dientes. Jon se acuclilló junto a
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—Vamos a quemarlos —susurró alguien, uno de los exploradores, Jon no vio cuál.
—Eso, vamos a quemarlos —dijo una segunda voz, apremiante.
—Todavía no. —El Viejo Oso sacudió la cabeza—. Quiero que el maestre Aemon los examine. Los llevaremos al Muro.
Hay órdenes que son más fáciles de dar que de obedecer. Envolvieron los cadáveres en sendas capas, pero cuando Hake y Dywen trataron de atar uno a un caballo, el animal enloqueció, relinchó, corcoveó y coceó; incluso lanzó una dentellada a Ketter, que se había acercado para ayudar. Los exploradores no tuvieron mejor suerte con el resto de las monturas, ni los caballos más tranquilos permitieron que les pusieran encima semejante carga. Al final tuvieron que cortar ramas y fabricar unas rudimentarias parihuelas para transportar los cadáveres a pie. Cuando iniciaron el regreso ya había pasado el mediodía.
—Quiero que organices una batida por los bosques —ordenó Mormont a Ser Jaremy cuando se pusieron en marcha—. Examinad cada árbol, cada roca, cada arbusto, cada centímetro de terreno en diez leguas a la redonda. Llévate a tantos hombres como necesites, y si no son suficientes llévate también cazadores y guardabosques de los mayordomos. Si Ben y los demás están ahí fuera, vivos o muertos, quiero que los encontréis. Y si hay alguien más en esos bosques, quiero saberlo. Síguelos, captúralos con vida si es posible. ¿Comprendido?
—Sí, mi señor —asintió Ser Jaremy—. Se hará como decís.
Mormont hizo el resto del camino en silencio, pensativo. Jon lo seguía de cerca; era el lugar que le correspondía, como mayordomo del Lord Comandante. Era un día gris, húmedo, encapotado, el tipo de clima que hacía que uno anhelara la lluvia. Ningún viento agitaba el bosque. El aire era denso y pesado, y a Jon se le pegaba la ropa a la piel. También hacía calor. Demasiado calor. El Muro lloraba copiosamente, llevaba días llorando, y a veces a Jon le parecía que estaba encogiendo.
Los viejos llamaban «espíritu de verano» a aquel clima, y significaba que la estación dejaba escapar sus últimos fantasmas. Después llegaría el frío, le advertían, y tras un verano largo llegaba siempre un invierno largo. Aquel verano había durado diez años. Cuando comenzó, Jon no era más que un bebé.
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corrió con ellos un trecho y desapareció entre los árboles. Jon se sentía casi desnudo sin su lobo huargo. De repente examinaba intranquilo cada sombra. No pudo evitar recordar los cuentos que les narraba la Vieja Tata cuando era niño, en Invernalia. Casi oía de nuevo su voz, como un susurro, y el
clic
,
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,
clic
de las agujas de tejer.
—Los Otros llegaron galopando en aquella oscuridad —decía, con la voz cada vez más baja—. Eran seres fríos, seres muertos; no soportaban el hierro, ni el fuego, ni la caricia del sol, ni a ninguna criatura viva con sangre caliente en las venas. Las aldeas, las ciudades y los reinos de los hombres cayeron ante ellos cuando avanzaron hacia el sur sobre caballos pálidos, caballos muertos, seguidos por las huestes de aquellos que habían masacrado. Alimentaban a sus sirvientes muertos con la carne de los niños...
Al divisar el Muro por encima de la copa de un roble viejo y retorcido, Jon sintió un alivio inmenso. De repente, Mormont tiró de las riendas y se volvió en la silla.
—Tarly, ven aquí —ordenó Mormont. Jon vio la expresión de miedo en el rostro de Sam mientras se acercaba a lomos de su yegua; sin duda creía que se había metido en algún lío—. Eres gordo, pero no idiota, chico —le gruñó el Viejo Oso—. Lo has hecho muy bien. Tú también, Nieve.
Sam se puso rojo como la grana y tartamudeó en busca de una respuesta cortés. Jon no pudo por menos que sonreír.
Cuando por fin salieron de entre los árboles, Mormont puso el caballo al trote.
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salió del bosque para recibirlos, con el hocico rojo tras la caza. Los vigías en el Muro vieron cómo la columna se aproximaba. Jon oyó la llamada grave del cuerno de uno de ellos, que se oía a muchos kilómetros: un sonido largo, hondo, que vibraba entre los árboles y resonaba contra el hielo.
Uuuuuoooooooooooooooooooooooooooooo.
El sonido se apagó poco a poco, y otra vez se hizo el silencio. Un solo toque significaba que los exploradores estaban de regreso.
«Al menos he sido explorador por un día —se dijo Jon—. Pase lo que pase, eso no me lo podrán quitar.»
Guiaron a sus caballos a pie por el túnel de hielo, y se encontraron a Bowen Marsh esperándolos al otro lado. El Lord Mayordomo tenía el rostro congestionado y estaba muy agitado.
—Mi señor —dijo apresuradamente al tiempo que abría los barrotes de hierro—, ha llegado un pájaro; tenéis que venir enseguida.
—¿De qué se trata? —gruñó Mormont.
—La carta la tiene el maestre Aemon. —Fue curioso, porque Marsh miró a Jon antes de responder—. Os espera en vuestras habitaciones.
—Muy bien. Encárgate de mi caballo, Jon, y di a Ser Jaremy que ponga los cadáveres en un almacén hasta que el maestre pueda examinarlos.
Mormont se alejó, rezongando. Jon llevó los caballos al establo, con la desagradable certeza de que todo el mundo lo miraba. Ser Alliser Thorne entrenaba a sus muchachos en el patio, pero se interrumpió para mirar a Jon con una tenue sonrisa en los labios. Junto a la puerta de la armería estaba Donal Noye, el manco.