—¡Soy mejor espadachín y mejor jinete que ninguno de los otros! —gritó Jon—. ¡No es justo!
—¿A mí me hablas de justicia? —se burló Dareon—. La chica me estaba esperando desnuda como el día en que vino al mundo. Me ayudó a entrar por la ventana, ¿y a mí me hablas de justicia? —Se alejó de ellos, airado.
—No es ninguna deshonra ser mayordomo —dijo Sam.
—¿Crees que quiero pasarme el resto de la vida lavándole la ropa interior a un viejo?
—Ese viejo es el Lord Comandante de la Guardia de la Noche —le recordó Sam—. Estarás con él día y noche. Sí, le servirás el vino y le cambiarás las sábanas, pero también escribirás lo que te dicte, lo ayudarás en las reuniones y serás su escudero en el combate. Estarás tan pegado a él como su sombra. Lo sabrás todo, serás parte de todo... ¡y el Lord Mayordomo dijo que Mormont en persona te había elegido!
»Cuando yo era pequeño mi padre se empeñaba en que lo acompañara en todas las audiencias, siempre que se reunía la corte. Cuando fue a Altojardín para rendir pleitesía a Lord Tyrell también quiso que lo acompañara. Luego empezó a llevarse a Dickon, a mí me dejaba en casa y ya no le importaba si yo asistía a las audiencias, sólo quería que estuviera mi hermano. Quería que estuviera presente su heredero, ¿no lo entiendes? Para que observara, escuchara y aprendiera. Me apuesto lo que sea a que por eso Mormont te pidió como ayudante, Jon. ¿Por qué iba a hacerlo si no? ¡Quiere educarte para el mando!
Jon se quedó paralizado. Era verdad: Lord Eddard hacía a menudo que Robb formara parte de los consejos en Invernalia. Quizá Sam tuviera razón. Hasta un bastardo podía llegar a lo más alto en la Guardia de la Noche.
—Pero esto no es lo que yo quería —dijo, testarudo.
—Ninguno de nosotros estamos aquí porque hayamos querido —le recordó Sam.
Y, de repente, Jon Nieve se sintió avergonzado.
Samwell Tarly, cobarde o no, había tenido valor para aceptar su destino como un hombre. «En el Muro, cada hombre tiene lo que se gana —le había dicho Benjen Stark la última noche que Jon lo vio con vida—. No eres un explorador, Jon. Eres un simple novato que todavía huele a verano.» Había oído comentar que los bastardos crecían antes que los demás niños; en el Muro sólo se podían hacer dos cosas: crecer o morir.
—Tienes razón. —Jon dejó escapar un suspiro—. Me he comportado como un crío.
—Entonces, ¿prestarás juramento conmigo?
—Los antiguos dioses nos estarán esperando. —Se obligó a sonreír.
Se pusieron en marcha a última hora de la tarde. El Muro no tenía puertas como tales, ni allí, en el Castillo Negro, ni en ningún otro punto de sus casi quinientos kilómetros de longitud. Guiaron sus monturas por las riendas hasta un túnel angosto excavado en el hielo, cuyas paredes frías y oscuras parecían aprisionarlos a medida que el pasadizo se retorcía en su curso. En tres ocasiones se encontraron el camino bloqueado por rejas de hierro, y tuvieron que detenerse mientras Bowen Marsh sacaba las llaves y soltaba las enormes cadenas que las cerraban. Mientras aguardaba detrás del Lord Mayordomo, Jon casi podía sentir el gigantesco peso del muro sobre él. Allí, el aire era más frío y tranquilo que el de una tumba. Cuando salieron a la luz de la tarde, en la cara norte del muro, sintió un extraño alivio.
Sam parpadeó para protegerse los ojos de la repentina claridad y miró a su alrededor con aprensión.
—Los salvajes... no... no se atreverán a acercarse tanto al Muro. ¿Verdad?
—Nunca lo han hecho.
Jon montó a caballo. Cuando tanto Bowen Marsh como el explorador que lo escoltaba hubieron montado también, se llevó dos dedos a la boca y silbó.
Fantasma
salió del túnel al instante.
—¿Vas a traer a esa bestia? —le preguntó el Lord Mayordomo mientras su caballo reculaba asustado al ver al lobo huargo.
—Sí, mi señor —dijo Jon.
Fantasma
alzó la cabeza, pareció saborear el aire. En un abrir y cerrar de ojos echó a correr por el campo lleno de hierbajos, y desapareció entre los árboles.
Una vez en el bosque se encontraron en un mundo completamente diferente. Jon había ido a menudo de caza con su padre, con Jory y con Robb. Conocía tan bien como cualquiera el Bosque de los Lobos en torno a Invernalia. El Bosque Encantado era igual, y al mismo tiempo parecía muy diferente.
Quizá fuera un truco de su mente: sabía que habían traspasado el fin del mundo, y eso lo cambiaba todo. Las sombras parecían más oscuras, y los sonidos, más ominosos. Los árboles crecían muy juntos y ocultaban la luz del sol poniente. Bajo los cascos de los caballos, la fina capa de nieve crujía con un sonido como el de los huesos al romperse. Cuando el viento agitaba las hojas, Jon sentía como si le pasaran un dedo helado por la espalda. Tras ellos quedaba el Muro, y sólo los dioses sabían qué había ante ellos.
El sol desaparecía ya entre los árboles cuando llegaron a su destino, un pequeño claro en lo más profundo del bosque donde crecían en círculo nueve arcianos. Jon se quedó boquiabierto, y vio que a Sam Tarly le pasaba lo mismo. Ni siquiera en el Bosque de los Lobos se podían ver más de dos o tres de aquellos árboles blancos juntos. Jamás habría imaginado que existía un grupo de nueve. El suelo del bosque estaba cubierto de hojas caídas, rojo sangre por arriba, blanco putrefacto por abajo. Los anchos troncos lisos eran de color hueso, y las nueve caras miraban hacia adentro. La savia seca encostrada en los ojos era roja y dura como un rubí. Bowen Marsh les ordenó que dejaran los caballos fuera del círculo.
—Es un lugar sagrado, no debemos profanarlo.
Al entrar en el claro, Samwell Tarly se dio la vuelta muy despacio, para examinar una a una todas las caras. No había dos iguales.
—Nos están mirando —susurró—. Los antiguos dioses nos miran.
—Sí. —Jon se arrodilló, y Sam hizo lo mismo a su lado.
Pronunciaron juntos el juramento mientras las últimas luces desaparecían por el oeste y el día gris se transformaba en noche negra.
—Escuchad mis palabras, sed testigos de mi juramento —recitaron; sus voces llenaron el bosquecillo en el ocaso—. La noche se avecina, ahora empieza mi guardia. No terminará hasta el día de mi muerte. No tomaré esposa, no poseeré tierras, no engendraré hijos. No llevaré corona, no alcanzaré la gloria. Viviré y moriré en mi puesto. Soy la espada en la oscuridad. Soy el vigilante del muro. Soy el fuego que arde contra el frío, la luz que trae el amanecer, el cuerno que despierta a los durmientes, el escudo que defiende los reinos de los hombres. Entrego mi vida y mi honor a la Guardia de la Noche, durante esta noche y todas las que estén por venir.
Se hizo el silencio en el bosque.
—Os arrodillasteis como niños —entonó solemne Bowen Marsh—. Levantaos ahora como hombres de la Guardia de la Noche.
Jon tendió una mano a Sam para ayudarlo a ponerse en pie. Los exploradores se congregaron a su alrededor, sonrientes, para felicitarlos. Todos excepto Dywen, el viejo guardabosques.
—Será mejor que volvamos, mi señor —dijo a Bowen Marsh—. Está oscureciendo, y esta noche hay un olor que no me gusta.
De pronto,
Fantasma
volvió con ellos; apareció caminando con pasos silenciosos entre dos arcianos. «Pelaje blanco y ojos rojos —advirtió Jon, inquieto—. Igual que los árboles.»
El lobo llevaba algo entre los dientes. Algo negro.
—¿Qué es eso? —preguntó Bowen Marsh con el ceño fruncido.
—Ven conmigo,
Fantasma
. —Jon se arrodilló—. Trae eso.
El lobo huargo trotó hacia él. Jon oyó cómo a Samwell Tarly se le escapaba una exclamación.
—Por los dioses —murmuró Dywen—. Es una mano.
La luz gris del amanecer entraba ya por la ventana cuando el sonido de los cascos de los caballos despertó a Eddard Stark de un sueño breve e inquieto. Levantó la cabeza de la mesa para mirar abajo, al patio. Los hombres de las capas color carmesí llenaban de sonidos la mañana con el chocar de las espadas y los ejercicios con muñecos rellenos de paja. Ned observó cómo Sandor Clegane galopaba sobre la tierra prensada para clavar una lanza de punta de hierro en la cabeza de un muñeco. La lona se desgarró y la paja voló por los aires entre las bromas y maldiciones de los guardias Lannister.
«¿Todo este montaje lo hacen para que yo lo vea? —se preguntó. Si era así, Cersei era todavía más estúpida de lo que le había parecido—. Maldita mujer, ¿por qué no ha huido? Le he dado una oportunidad tras otra...»
Hacía una mañana nublada y triste. Ned desayunó con sus hijas y con la septa Mordane. Sansa, todavía desconsolada, contemplaba malhumorada los platos y se negaba a comer, pero Arya devoró a toda prisa lo que le pusieron delante.
—Syrio dice que todavía hay tiempo para una última lección antes de que embarquemos esta tarde —dijo—. ¿Me das permiso, Padre? Ya tengo todas las cosas en los baúles.
—Que sea una lección corta, y que te dé tiempo a bañarte y a cambiarte. Quiero que a mediodía estés lista para partir, ¿comprendido?
—A mediodía —asintió Arya.
—Si ella puede dar una última lección de danza —dijo Sansa alzando la vista de la mesa—, ¿por qué no me dejas despedirme del príncipe Joffrey?
—Yo la acompañaría, Lord Eddard —se ofreció la septa Mordane—. Y no perderá el barco, desde luego.
—No es buena idea que veas a Joffrey ahora mismo, Sansa. Lo siento.
—Pero, ¿por qué? —A Sansa se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Tu señor padre sabe qué es lo mejor para ti —dijo la septa Mordane—. No debes cuestionar sus decisiones.
—¡No es justo! —Sansa se apartó de la mesa, derribó la silla y salió llorando de la habitación.
La septa se levantó, pero Ned le indicó con un gesto que se sentase.
—Deja que se vaya, septa. Intentaré que lo entienda todo cuando volvamos a estar a salvo en Invernalia.
La septa inclinó la cabeza y se sentó para terminar de desayunar.
Una hora más tarde, el Gran Maestre Pycelle fue a ver a Eddard Stark en sus aposentos. Iba con los hombros caídos, como si el peso de la cadena que llevaba al cuello le resultara ya insoportable.
—Mi señor —dijo—, el rey Robert nos ha dejado. Los dioses le den descanso.
—No —replicó Ned—. Robert detestaba descansar. Los dioses le den amor, risas y la gloria de la batalla. —Era extraño, pero se sentía vacío. Había esperado la visita, pero con aquellas palabras algo murió en su interior. Habría renunciado a todos sus títulos por ser libre para llorar... pero era la Mano de Robert, y había llegado el momento que tanto temía—. Tened la bondad de convocar a los miembros del Consejo aquí, en mis habitaciones —pidió a Pycelle. La Torre de la Mano le ofrecía toda la seguridad que había podido proporcionarse con la ayuda de Tomard. En cambio no podía afirmar lo mismo de la cámara del Consejo.
—¿Cómo decís, mi señor? —preguntó Pycelle parpadeando—. Sin duda los asuntos del reino pueden esperar hasta mañana, para que no tengamos tan reciente la pena.
—Me temo que debemos reunirnos de inmediato. —Ned se mostró tranquilo, pero firme.
—Como ordene la Mano. —Pycelle hizo una reverencia. Llamó a sus sirvientes y les dio instrucciones, y luego aceptó la oferta de Ned de un asiento y una copa de cerveza dulce.
Ser Barristan Selmy fue el primero en responder a la llamada. Llegó con su inmaculada capa blanca y la coraza esmaltada.
—Mis señores —dijo—, ahora mismo mi lugar está junto al joven rey. Os ruego que me disculpéis.
—Vuestro lugar está aquí, Ser Barristan —le dijo Ned.
Meñique fue el siguiente, vestía aún las ropas de terciopelo azul y la capa plateada con sinsontes de la noche anterior, aunque tenía las botas sucias de polvo.
—Mis señores —dijo sonriendo, aunque sin dirigirse a nadie en concreto. Se volvió hacia Ned—. Ya se ha llevado a cabo el asuntillo que me encargasteis, Lord Eddard.
Varys entró con una vaharada a lavanda, recién bañado, con el rostro regordete rosado y empolvado. Sus zapatillas apenas hacían ruido al caminar.
—Los pajarillos cantan hoy una canción triste —dijo al tiempo que se sentaba—. El reino llora. ¿Comenzamos?
—En cuanto llegue Lord Renly —respondió Ned.
—Mucho me temo que Lord Renly ha salido de la ciudad —dijo Varys dirigiéndole una mirada apenada.
—¿Que ha salido de la ciudad? —Ned había contado con el apoyo de Renly.
—Se marchó por una poterna una hora antes del amanecer, acompañado por ser Loras Tyrell y unos cincuenta hombres —dijo Varys—. La última vez que los vieron cabalgaban hacia el sur con cierta prisa. Su destino es sin duda Bastión de Tormentas, o bien Altojardín.
«Adiós a Renly y a sus cien espadas.» A Ned no le gustaba el cariz que estaba tomando aquello, pero no podía hacer nada. Sacó la última carta de Robert.
—El Rey me llamó anoche y me ordenó que tomara nota de sus últimas palabras. Lord Renly y el Gran Maestre Pycelle sirvieron de testigos, y el propio Robert selló la carta, para que se abriera ante el Consejo después de su muerte. Ser Barristan, si sois tan amable...
El Lord Comandante de la Guardia Real examinó el documento.
—Es el sello del rey Robert, y está intacto. —Abrió la carta y la leyó—. Aquí dice que se nombra a Lord Eddard Stark Protector del Reino, y que actuará como regente hasta que el heredero alcance la mayoría de edad.
«Lo que pasa es que ya es mayor de edad», reflexionó Ned para sus adentros. Pero no dijo nada en voz alta. No confiaba en Pycelle ni en Varys, y el honor de Ser Barristan lo obligaba a proteger y defender al muchacho al que consideraba su nuevo rey. El anciano caballero no abandonaría fácilmente a Joffrey. El sabor del engaño le dejaba un regusto amargo en la boca, pero Ned sabía que debía proceder con suma cautela, mantener unido el Consejo y seguir el juego hasta que estuviera firmemente establecido como regente. Ya habría tiempo de sobra para enfrentarse al tema de la sucesión cuando Arya y Sansa estuvieran a salvo en Invernalia, y Lord Stannis llegara a Desembarco del Rey con todos sus hombres.
—Quiero pedir a este Consejo que me confirme como Lord Protector, cumpliendo los deseos de Robert —dijo Ned. Observó sus rostros, sin dejar de preguntarse qué pensamientos ocultaban los ojos entrecerrados de Pycelle, la sonrisita perezosa de Meñique y el nervioso aleteo de los dedos de Varys.
La puerta se abrió de repente. Tom
el Gordo
entró en la estancia.