Juego de Tronos (82 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Juego de Tronos
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Tenía que marcharse de allí, inmediatamente. Pero estaba tan asustada que no conseguía moverse.

«Tranquila como las aguas en calma», le susurró una vocecita al oído. Arya se sobresaltó tanto que casi dejó caer el hato. Se volvió, nerviosa, pero en el establo sólo estaban ella, los caballos y los cadáveres.

«Silenciosa como una sombra», oyó. ¿Era su voz, o tal vez la de Syrio? No habría sabido decirlo, pero aquello calmó su miedo en cierto modo.

Salió sigilosamente del establo.

Aquello era lo más aterrador que había hecho jamás. Deseaba correr, esconderse, pero se obligó a caminar con calma por el patio, un paso tras otro, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo y no tuviera motivos para temer a nadie. Casi le parecía sentir los ojos de los guardias clavados en ella como bichos que le atravesaran la ropa. En ningún momento alzó la vista. Si descubría que la observaban de verdad, perdería todo el valor, estaba segura; soltaría el hato de ropa y echaría a correr sollozando como una niña, y entonces la apresarían. Mantuvo la vista clavada en el suelo. Cuando llegó a la sombra del sept real, al otro lado del patio, estaba empapada de sudor, pero nadie había dado la voz de alarma.

El sept estaba abierto y vacío. Dentro ardían cien velas votivas, en aromático silencio. Arya se dijo que los dioses no echarían en falta un par de ellas. Se las metió en las mangas y salió por una ventana trasera. Le resultó fácil volver al callejón en el que había arrinconado al gato de una oreja, pero después se extravió. Entró y salió por ventanas; saltó muros; caminó a ciegas por bodegas oscuras, silenciosa como una sombra. En una ocasión oyó llorar a una mujer. Tardó más de una hora en encontrar el ventanuco estrecho que daba a la mazmorra donde aguardaban los monstruos.

Metió por él el hato de ropas y retrocedió para encender una vela. Aquello fue arriesgado. El fuego que recordaba se había reducido a brasas, y cuando estaba soplando sobre las ascuas oyó voces que se acercaban. Rodeó la llamita con la mano para protegerla, y se coló por la ventana justo cuando alguien entraba por la puerta. No llegó a ver quién era.

En aquella ocasión los monstruos no le dieron miedo. Casi parecían viejos amigos. Arya sostuvo la vela por encima de la cabeza. A cada paso que daba, las sombras se agitaban en las paredes como si se volvieran para mirarla.

—Dragones —susurró.

Sacó a
Aguja
de entre los pliegues de la capa. La esbelta hoja parecía muy pequeña, y los dragones, muy grandes, pero Arya se sintió mejor con el acero en la mano.

El largo salón sin ventanas que había al otro lado de la puerta era tan oscuro como lo recordaba. Sostuvo a
Aguja
en la mano izquierda, la mano con la que empuñaba la espada, y la vela, en la derecha. La cera caliente le corría por los nudillos. La entrada del pozo había estado a la izquierda, así que Arya fue hacia la derecha. Una parte de ella quería correr, pero le daba miedo que se apagara la llamita. Oyó débilmente los chillidos de algunas ratas y divisó el brillo de un par de ojillos brillantes, pero los roedores no le daban miedo. En cambio, otras cosas sí. Era tan fácil esconderse allí, como ella había hecho cuando vio al mago y al hombre de la barba bifurcada... Casi podía ver al mozo de cuadras de pie contra la pared, con las manos engarfiadas y la sangre goteando de los tajos profundos en las palmas, donde se había cortado con
Aguja
. Quizá la estuviera esperando, para agarrarla cuando pasara. Vería la luz desde lejos. Tal vez sería mejor apagar la vela...

«El miedo hiere más que las espadas», le susurró la voz tranquila en su interior. De pronto, Arya recordó las criptas de Invernalia. Resultaban mil veces más aterradoras que aquel lugar. La primera vez que las vio era una niña pequeña. Su hermano Robb los llevó abajo a ella, a Sansa y a Bran, que aún era un bebé, no mayor de lo que era Rickon en aquel momento. Sólo llevaban una vela para todos, y Bran abrió los ojos como platos al ver los rostros pétreos de los Reyes del Invierno, con los lobos a sus pies y las espadas de hierro cruzadas sobre los regazos.

Robb los guió hasta el final, más allá del abuelo, de Brandon y de Lyanna, para enseñarles las que serían sus tumbas. Sansa no dejaba de mirar la velita, temerosa de que se apagara. La Vieja Tata le había dicho que allí abajo había arañas, y también ratas grandes como perros. Cuando se lo dijo a Robb, el muchacho sonrió.

—Hay cosas peores que las ratas y las arañas —les había susurrado—. Aquí es donde los muertos caminan. —Y entonces fue cuando oyeron el sonido, grave, escalofriante.

El pequeño Bran se había aferrado a la mano de Arya con todas sus fuerzas.

El espíritu salió de la tumba abierta, muy blanco, pidiendo sangre a gritos. Sansa lanzó un chillido y huyó escaleras arriba, y Bran se abrazó a la pierna de Robb entre sollozos. Arya no se movió, sino que asestó un buen puñetazo al espíritu. No era más que Jon, cubierto de harina.

—Idiota —le dijo—, has asustado al pequeño.

Pero Jon y Robb no hacían más que reír a carcajadas, y al final, Bran y Arya se rieron también.

El recuerdo la hizo sonreír, y después la oscuridad no volvió a asustarla. El mozo de cuadras estaba muerto; ella misma lo había matado, y si intentaba algo, volvería a matarlo. Se iba a ir a casa. Todo se arreglaría cuando estuviera en casa, a salvo tras los muros de granito gris de Invernalia.

Las pisadas de Arya despertaban ecos suaves, a medida que se adentraba más y más en la oscuridad.

SANSA (4)

Al tercer día, fueron a buscar a Sansa.

Ella eligió un simple vestido de lana color gris oscuro, de corte sencillo pero ricos recamados en el cuello y en las mangas. Se sintió muy torpe al abrocharse los cierres de plata sin la ayuda de sirvientas. Jeyne Poole estaba confinada con ella, pero no le servía de nada. Tenía el rostro hinchado de tanto llorar y no paraba de sollozar tonterías sobre su padre.

—Estoy segura de que tu padre se encuentra bien —le dijo Sansa cuando consiguió por fin abotonarse—. Le pediré a la Reina que te permita verlo. —Pensaba que aquel detalle atento le levantaría la moral, pero Jeyne se limitó a mirarla con aquellos ojos enrojecidos y congestionados, y sollozó con más fuerza todavía. Era una cría.

Sansa también había llorado el primer día. Pese a los recios muros del Torreón de Maegor, con la puerta cerrada y atrancada, cualquiera se habría aterrado cuando empezó la matanza. Ella había crecido en medio del ruido del acero contra el acero en el patio, y apenas si había habido un día en su vida en que no viera espadas, pero saber que la pelea era real hacía que todo resultara muy diferente. Lo oía como no lo había oído nunca antes, y había otros sonidos, gritos de dolor, maldiciones airadas, súplicas y gemidos de los heridos y los moribundos. En las canciones, los caballeros nunca gritaban, nunca suplicaban piedad.

De manera que lloró, imploró a través de la puerta que le dijeran qué sucedía. Llamó a su padre, a la septa Mordane, al Rey, a su príncipe valiente. Si los hombres que vigilaban la puerta oyeron sus súplicas, no lo demostraron. La puerta sólo se abrió una vez, a última hora de aquella noche, para que empujaran al interior a una Jeyne Poole magullada y temblorosa.

—¡Están matando a todos! —le había chillado la hija del mayordomo.

Y siguió hablando, incapaz de callar. Le contó que el Perro había derribado su puerta con una maza, que había cadáveres en las escaleras de la Torre de la Mano, que los peldaños estaban resbaladizos de sangre. Sansa se secó las lágrimas para tratar de calmar a su amiga. Acabaron durmiendo en la misma cama, abrazadas como hermanas.

El segundo día fue aún peor. La habitación en la que habían confinado a Sansa estaba en la torre más alta del Torreón de Maegor. Desde la ventana alcanzó a ver que el pesado rastrillo de hierro de la entrada estaba bajado, y el puente levadizo, subido, para que nadie cruzara el foso seco que separaba la fortaleza del castillo que la rodeaba. Había guardias Lannister en los muros, todos armados con lanzas y ballestas. La lucha había terminado, y un silencio sepulcral reinaba en la Fortaleza Roja. Sólo se oían los interminables sollozos y gemidos de Jeyne Poole.

Les dieron comida: queso duro, pan recién hecho y leche para desayunar; pollo asado y verduras a mediodía, y a última hora de la noche, un guiso de carne y cebada. Pero los criados que les llevaron los alimentos no quisieron responder a las preguntas de Sansa. Esa misma noche unas mujeres le llevaron ropas de la Torre de la Mano, y también algunas cosas para Jeyne, pero parecían casi tan asustadas como su amiga, y cuando intentó hablar con ellas, huyeron como si tuviera la peste gris. Los guardias del exterior seguían sin permitir que salieran de la estancia.

—Por favor, tengo que ver otra vez a la Reina —les dijo Sansa, como decía a todo el que veía aquel día—. Querrá hablar conmigo, estoy segura. Decidle que quiero verla, por favor. Y si no, decídselo al príncipe Joffrey, tened la bondad. Cuando seamos mayores nos casaremos.

Llegó el ocaso del segundo día, y una gran campana empezó a sonar. Tenía un timbre grave y sonoro, y sus tañidos largos, pausados, llenaron de temor a Sansa. El sonido se prolongó largo rato, y al cabo de un tiempo se oyeron otras campanas que respondían desde el Gran Sept de Baelor, en la colina de Visenya. Las campanadas recorrieron la ciudad como un trueno, como un presagio de la tormenta que se avecinaba.

—¿Qué pasa? —preguntó Jeyne—, ¿por qué tocan las campanas?

—El Rey ha muerto. —Sansa no sabía por qué, pero estaba segura. El tañido lento, interminable, llenaba la estancia, triste como una elegía. ¿Habría atacado algún enemigo el castillo y asesinado al rey Robert? ¿Por eso habían oído ruidos de peleas?

Se acostó inquieta, temerosa. ¿Acaso su hermoso Joffrey era ya rey? ¿O lo habrían matado a él también? Tenía miedo por su amado y por su padre. Ojalá alguien le dijera qué pasaba...

Aquella noche Sansa soñó con Joffrey en su trono, y ella sentada a su lado, con una túnica de hilo de oro. Tenía una corona en la cabeza, y todas las personas que había conocido se acercaban a ella, hincaban la rodilla en el suelo y le rendían pleitesía.

A la mañana siguiente, la mañana del tercer día, Ser Boros Blount, de la Guardia Real acudió para escoltarla ante la Reina.

Ser Boros era un hombre feo de torso ancho y corto y piernas torcidas. Tenía la nariz plana, papada lacia y pelo gris muy crespo. Aquel día iba vestido de terciopelo blanco, y su capa del color de la nieve estaba sujeta con un broche en forma de león. La bestia tenía el brillo delicado del oro, y sus ojos eran rubíes diminutos.

—Esta mañana tenéis un aspecto espléndido, Ser Boros —le dijo Sansa.

Una dama nunca olvidaba sus modales, y ella estaba decidida a ser una dama, pasara lo que pasase.

—Vos también, mi señora —respondió Ser Boros con voz inexpresiva—. Su Alteza os aguarda. Acompañadme.

Había otros guardias en la puerta, hombres de armas de los Lannister, con capas color carmesí y yelmos con crestas en forma de león. Sansa se forzó a saludarlos con gentileza y a desearles los buenos días al pasar junto a ellos. Era la primera vez que le permitían salir de la habitación desde que Ser Arys Oakheart la encerrara, hacía ya dos días con sus noches.

—Es por tu seguridad, querida —le había dicho la Reina—. Si algo le sucediera a su amada, Joffrey jamás me lo perdonaría.

Sansa pensaba que Ser Boros la iba a escoltar a las habitaciones reales, pero en vez de eso la llevó al Torreón de Maegor. El puente volvía a estar bajado. Unos trabajadores estaban bajando a un hombre atado al fondo del foso seco. Sansa echó una mirada a hurtadillas y vio un cuerpo empalado en las estacas de hierro del fondo. Apartó la vista enseguida, temerosa de preguntar, temerosa de mirar demasiado, temerosa de que fuera alguien a quien conociera.

La reina Cersei estaba en la cámara del Consejo, sentada a la cabeza de una mesa larga llena de papeles, velas y barras de lacre. El esplendor de la sala era incomparable. Sansa contempló con admiración las tallas de los paneles de madera y las esfinges gemelas sentadas ante la puerta.

—Alteza, he traído a la niña —dijo ser Boros después de que los hiciera pasar otro hombre de la Guardia Real, Ser Mandon, el del rostro extrañamente inexpresivo.

Sansa tenía la esperanza de que Joffrey estuviera allí. No era así, pero sí vio a tres de los consejeros del rey. Lord Petyr Baelish estaba sentado a la derecha de la Reina; el Gran Maestre Pycelle, al final de la mesa, y Lord Varys pululaba por la estancia, dejando un rastro de perfume a flores. Advirtió con temor que todos iban vestidos de negro. Ropas de luto...

La Reina llevaba una túnica de seda negra con cuello alto, con un centenar de rubíes color rojo oscuro cosidos al corpiño que le llegaban del cuello al pecho. Estaban tallados en forma de lágrimas, como si la Reina llorase sangre. Cersei le sonrió, y a Sansa le pareció la sonrisa más dulce y triste que había visto jamás.

—Sansa, querida mía —dijo—. Sé que has estado preguntando por mí. Siento no haber podido recibirte antes. Todo ha sido muy complicado, no he tenido ni un momento. Espero que el servicio haya cuidado bien de ti.

—Todo el mundo ha sido muy amable, Alteza, gracias por vuestro interés —dijo Sansa con educación—. Sólo que... bueno, nadie hablaba con nosotras, nadie nos decía qué pasaba...

—¿Nosotras? —Cersei parecía sorprendida.

—Pusimos a la hija del mayordomo con ella —dijo Ser Boros—. No sabíamos qué hacer con la otra niña.

—La próxima vez, preguntad —dijo la Reina con voz tensa y el ceño fruncido—. Los dioses saben qué clase de historias le habrá metido a Sansa en la cabeza.

—Jeyne tiene miedo —dijo Sansa—. No deja de llorar. Le prometí que os preguntaría si podía ver a su padre. —El Gran Maestre Pycelle bajó la vista—. Su padre está bien, ¿verdad? —preguntó Sansa con ansiedad. —Sabía que había habido peleas, pero nadie atacaría a un mayordomo. Vayon Poole ni siquiera llevaba espada.

—No quiero que nadie atemorice innecesariamente a Sansa —dijo la reina Cersei mirando a todos sus consejeros, uno por uno—. ¿Qué podemos hacer con su amiguita, señores?

—Le buscaré un lugar —respondió Lord Petyr inclinándose hacia delante.

—Que no sea en la ciudad —dijo la reina.

—¿Me tomáis por idiota? —replicó él.

La Reina hizo caso omiso.

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