Robb regresó junto a ella a lomos de un caballo diferente, un picazo castrado, en vez del semental gris con el que había bajado al valle. La cabeza de lobo que figuraba en su escudo estaba hecha pedazos; a través de los tajos profundos se veía la madera de roble, pero Robb parecía ileso. En cambio, cuando se acercó a ella, Catelyn vio que el guantelete y la manga de su jubón estaban ennegrecidos de sangre.
—Estás herido —dijo.
—No —dijo Robb. Alzó la mano, y abrió y cerró los dedos—. Es sangre de... de Torrhen, creo, o... —Sacudió la cabeza—. No lo sé.
Por la ladera subía un gran grupo de hombres, sucios, con las armaduras melladas, sonrientes. Theon y el Gran Jon iban a la cabeza. Arrastraban entre los dos a Jaime Lannister. Lo tiraron ante el caballo de Catelyn.
—El Matarreyes —anunció Hal, como si hiciera falta.
—Lady Stark —dijo Lannister de rodillas alzando la cabeza. La sangre que manaba de un corte en el cuero cabelludo le corría por la mejilla, pero la escasa luz del amanecer volvía a dar un matiz dorado a su pelo—. Os ofrecería mi espada, pero la he extraviado.
—No es vuestra espada lo que quiero, ser —replicó ella—. Devolvedme a mi padre, a mi hermano Edmure. Devolvedme a mis hijas. Devolvedme a mi señor esposo.
—A ellos también los he extraviado.
—Una lástima —replicó Catelyn con tono gélido.
—Mátalo, Robb —propuso Theon Greyjoy—. Córtale la cabeza.
—No —replicó su hijo al tiempo que se quitaba el guante ensangrentado—. Nos resultará más útil vivo que muerto. Y mi señor padre nunca aprobó que se matara a los prisioneros después de la batalla.
—Un hombre sabio —dijo Jaime Lannister—. Y honorable.
—Lleváoslo y cargadlo de cadenas —dijo Catelyn.
—Haced lo que ha dicho mi madre —ordenó Robb—, y que esté bien vigilado en todo momento. Lord Karstark querrá ver su cabeza clavada en una pica.
—No te quepa duda —asintió el Gran Jon.
Se llevaron a Lannister, para vendarle las heridas antes de encadenarlo.
—¿Por qué iba a querer matarlo Lord Karstark? —preguntó Catelyn.
—Porque... —Robb apartó la vista y miró hacia el bosque; tenía el mismo aspecto absorto que Ned en tantas ocasiones—. Los mató...
—A los hijos de Lord Karstark —explicó Galbart Glover.
—A los dos —dijo Robb—. A Torrhen y a Eddard. Y también a Daryn Hornwood.
—Nadie podrá decir que a Lannister le falta valor —dijo Glover—. Cuando vio que la derrota era inminente, se adelantó a todos sus hombres y trató de llegar hasta Robb para matarlo. Estuvo a punto de conseguirlo.
—«Extravió» su espada en el cuello de Eddard Karstark —dijo Robb—, después de cortarle la mano a Torrhen y abrirle el cráneo a Daryn Hornwood. Todo eso sin dejar de llamarme a gritos. Si no hubieran intentado detenerlo...
—... ahora estaría yo de luto, en lugar de Lord Karstark —dijo Catelyn—. Tus hombres hicieron aquello que habían jurado hacer, Robb: morir protegiendo a su señor. Llóralos. Hónralos por su valor. Pero no en este momento. No hay tiempo para llorar. Has cortado la cadena de la serpiente, pero todavía quedan tres cuartas partes del cuerpo enroscadas en torno al castillo de mi padre. Hemos ganado una batalla, no la guerra.
—¡Pero qué batalla! —intervino Theon Greyjoy con entusiasmo—. El reino no había contemplado una victoria semejante desde el Campo de Fuego, mi señora. Os lo juro, los Lannister han perdido diez hombres por cada uno de los nuestros que ha caído. Hemos capturado a un centenar de caballeros, y también a una docena de señores vasallos. Lord Westerling, Lord Banefort, Ser Garth Pradoverde, Lord Estren, Ser Tytos Brax, Mallor de Dorne... y a tres Lannister aparte de Jaime, sobrinos de Lord Tywin, dos de los hijos de su hermana y uno de su difunto hermano...
—¿Qué hay de Lord Tywin? —lo interrumpió Catelyn—. ¿Habéis hecho prisionero por casualidad a Lord Tywin, Theon?
—No —replicó Theon, algo molesto.
—Pues, hasta que no lo tengamos, esta guerra no habrá terminado. Ni mucho menos.
—Mi madre tiene razón. —Robb alzó la cabeza y se apartó el pelo de los ojos—. Aún nos falta Aguasdulces.
Las moscas volaban en lentos círculos en torno a Khal Drogo; zumbaban con un sonido grave, casi inaudible, que a Dany le provocaba un temor insensato.
El sol brillaba despiadado en lo más alto del cielo. El calor dibujaba ondulaciones en los salientes rocosos de las bajas colinas. Entre los pechos hinchados de Dany corría un hilillo de sudor. Los únicos ruidos que se oían eran los cascos de los caballos, el tintineo rítmico de las campanas en el pelo de Drogo, y las voces lejanas, tras ellos.
Dany contempló las moscas.
Eran grandes como abejorros, repugnantes, rojizas, brillantes. Los dothrakis las llamaban «moscas de sangre». Vivían en las zonas pantanosas y en las aguas estancadas, chupaban la sangre a hombres y caballos por igual, y ponían sus huevos en los muertos y en los moribundos. Drogo las detestaba. Cada vez que se le acercaba una, movía la mano con la velocidad de una serpiente, y la atrapaba en el puño. Jamás lo había visto fallar. Luego apretaba los dedos, y cuando volvía a abrir la mano la mosca no era más que una mancha rojiza en la palma.
Una mosca subió en aquel momento por la grupa de su semental, y el caballo agitó la cola furioso para quitársela de encima. Otras zumbaron en torno a Drogo, cada vez más cerca. El
khal
no reaccionó. Tenía los ojos clavados en las colinas lejanas, llevaba las riendas sueltas en las manos. Por debajo del chaleco pintado, un emplasto de hojas de higuera y barro azul reseco le cubría la herida del pecho. Las mujeres de las hierbas se lo habían preparado. La cataplasma de Mirri Maz Duur le picaba y escocía, y Drogo se la había arrancado hacía ya seis días, maldiciendo a la mujer y llamándola
maegi
. La cataplasma de barro era más calmante, y las mujeres de las hierbas le habían preparado también vino de amapolas. Durante los tres últimos días lo había bebido en grandes cantidades. Y cuando no era vino de amapola, era leche fermentada de yegua, o cerveza de pimienta.
En cambio, apenas comía, y durante la noche no paraba de moverse y gemir. Dany notaba que su rostro estaba cada día más macilento. Rhaego se movía inquieto en su vientre, daba patadas como un semental, pero ni siquiera aquello despertaba ya el interés de Drogo como antes. Cada mañana, tras despertar de un sueño agitado, le descubría nuevas arrugas de dolor en el rostro. Y además, el silencio. Aquel silencio la llenaba de miedo. No le había dicho ni una palabra desde que emprendieran la marcha, al amanecer. Si ella le hablaba, no obtenía más respuesta que un gruñido. Y después del mediodía, ni siquiera eso.
Una de las moscas de sangre se posó sobre la piel desnuda del hombro del
khal
. Otra descendió volando en círculos, se le posó en el cuello, y avanzó hacia su boca. Khal Drogo se meció en la silla; las campanillas tintinearon; su semental siguió al paso.
—Mi señor —dijo en voz baja Dany, que había clavado los talones en plata para acercarse a él—. Drogo. Mi sol y estrellas. —Él no dio señales de oírla. La mosca de sangre le subió por el bigote y se detuvo en la mejilla, en la arruga de al lado de la nariz. Dany contuvo un gemido—. Drogo. —Extendió la mano con torpeza, y le rozó el brazo.
Khal Drogo se tambaleó en la silla, se inclinó hacia un lado y cayó pesadamente del caballo. Las moscas se dispersaron un instante y, a continuación, volvieron a posarse sobre el hombre tendido en el suelo.
—¡No! —exclamó Dany. Tiró de las riendas y, sin pensar por una vez en su barriga, se bajó de un salto de plata y corrió hacia él.
La hierba sobre la que yacía era amarillenta y seca. Drogo gritó de dolor cuando Dany se estaba arrodillando a su lado. El aliento le silbaba ronco en la garganta, y la miró sin reconocerla.
—Mi caballo —jadeó.
Dany le apartó las moscas del pecho y aplastó una tal como hubiera hecho él. La piel de Drogo le quemaba bajo los dedos.
Los jinetes del
khal
los habían seguido de cerca. Oyó el grito de Haggo cuando se acercaron al galope. Cohollo se bajó del caballo de un salto.
—Sangre de mi sangre —dijo al tiempo que se arrodillaba a su lado.
Los otros dos siguieron montados.
—No —gimió Khal Drogo. Se debatió entre los brazos de Dany—. Debo montar. Montar. No.
—Se ha caído del caballo —dijo Haggo desde arriba. Su rostro no denotaba emoción alguna, pero la voz era tensa.
—No debes decir eso —le advirtió Dany—. Por hoy ya hemos cabalgado suficiente. Acamparemos aquí.
—¿Aquí? —Haggo miró a su alrededor. El terreno era seco y marchito, inhóspito—. No es lugar para acampar.
—Ninguna mujer dice dónde paramos —replicó Qotho—. Ni siquiera una
khaleesi
.
—Acamparemos aquí —repitió Dany—. Haggo, di a todo el mundo que Khal Drogo ha ordenado parar. Si alguien pregunta por qué, diles que estoy a punto de dar a luz, y no he podido seguir. Cohollo, manda venir a los esclavos, que monten enseguida la tienda del
khal
. Qotho...
—A mí no me das órdenes,
khaleesi
.
—Ve a buscar a Mirri Maz Duur —le dijo. La esposa de dios caminaba con las otras mujeres cordero, en la larga columna de esclavos—. Haz que venga, y que traiga su cofre.
—La
maegi
. —Qotho la miraba con ojos duros como el pedernal. Escupió al suelo—. No lo haré.
—Lo harás —replicó Dany—. O, cuando Drogo despierte, le tendrás que explicar que me has desafiado.
Qotho, furioso, hizo dar media vuelta a su semental, y se alejó al galope rojo de rabia... pero Dany sabía que, por poco que le gustara, regresaría con Mirri Maz Duur. Los esclavos alzaron la tienda de Khal Drogo bajo un saliente escarpado de roca negra, cuya sombra proporcionaba cierto alivio para el calor del sol de la tarde. Pese a todo, cuando Irri y Doreah ayudaron a Dany a entrar a Drogo, la temperatura bajo la tela era calcinante. El suelo estaba cubierto de alfombras gruesas con dibujos, y en los rincones había cojines. Eroeh, la muchachita tímida que Dany había rescatado antes de entrar en la ciudad de los hombres cordero, encendió un brasero. Tendieron a Drogo sobre una esterilla.
—No —murmuró en la lengua común—. No, no. —Fue todo lo que dijo, todo lo que parecía capaz de decir.
Doreah le quitó el cinturón de medallones, así como el chaleco y las polainas, mientras que Jhiqui se arrodillaba a sus pies para desatarle los cordones de las sandalias de montar. Irri quería subir los faldones de la tienda para que entrara la brisa, pero Dany lo prohibió. No quería que nadie viera a Drogo de aquella manera, débil y delirante. Cuando por fin llegó su
khas
, hizo que montaran guardia en el exterior.
—No quiero que entre nadie sin mi permiso —dijo a Jhogo—. Nadie.
—Se muere —susurró Eroeh mientras miraba a Drogo con el temor dibujado en el rostro. Dany la abofeteó.
—El
khal
no puede morir. Es el padre del semental que monta el mundo. Jamás le han cortado el pelo. Todavía lleva las campanillas que le puso su padre.
—
Khaleesi
—intervino Jhiqui—, se ha caído del caballo.
Dany, temblorosa, con los ojos llenos de lágrimas, se dio media vuelta. «¡Se ha caído del caballo!» Así que lo había visto, igual que los jinetes de sangre, y las doncellas, y los hombres de su
khas
. ¿Y cuántos más? No podrían mantenerlo en secreto, y Dany sabía qué significaba aquello. Un
khal
que no podía montar, no podía mandar, y Drogo se había caído del caballo.
—Tenemos que bañarlo —insistió, testaruda. No podía permitirse el lujo de caer en la desesperación—. Irri, que traigan la bañera enseguida. Doreah, Eroeh, buscad agua, agua fría; está ardiendo.
Khal Drogo era una hoguera con piel.
Los esclavos colocaron la pesada bañera de cobre en un rincón de la tienda. Cuando llegó Doreah con la primera jarra de agua, Dany mojó un trozo de seda y lo puso sobre la piel ardiente de la frente de Drogo. Sus ojos la miraban, pero él no la veía. Abrió los labios, pero no salieron palabras; sólo un gemido.
—¿Dónde está Mirri Maz Duur? —exigió Dany. El miedo había agotado cualquier rastro de paciencia.
Sus doncellas llenaron la bañera con agua tibia que apestaba a azufre, y la aromatizaron con frascos enteros de aceite amargo y puñados de hojas de menta desmenuzadas. Mientras preparaban el baño, Dany se arrodilló torpemente junto a su señor esposo; el pesado vientre apenas le permitía moverse. Le deshizo la trenza con dedos ansiosos, igual que la noche en que la había tomado por primera vez, bajo las estrellas. Fue poniendo las campanillas a un lado, una por una. En cuanto se encontrara bien querría ponérselas de nuevo, seguro.
En la tienda entró una corriente de aire cuando Aggo asomó la cabeza entre los pliegues de seda.
—
Khaleesi
—dijo—. El ándalo está aquí; suplica que le permitas entrar. —Los dothrakis llamaban así a Ser Jorah.
—Sí —respondió al tiempo que se levantaba con dificultad—. Que pase. —Confiaba en el caballero. Si alguien sabía qué tenía que hacer, era él.
Ser Jorah Mormont se agachó para pasar bajo el faldón de la tienda, y aguardó un instante hasta que se le acostumbraron los ojos a la penumbra. Bajo el calor fiero del sur, vestía pantalones sueltos de seda cruda jaspeada, y sandalias de montar atadas hasta las rodillas que dejaban al descubierto los dedos de los pies. La vaina de la espada le colgaba de un cinturón de crin trenzada. Bajo el chaleco blanco, el pecho desnudo aparecía quemado por el sol.
—La noticia ha recorrido todo el
khalasar
—dijo—. Se dice que Khal Drogo se ha caído del caballo.
—Ayudadlo —suplicó Dany—. Por el amor que decís profesarme, ayudadlo.
El caballero se arrodilló junto a ella. Miró fijamente a Drogo durante largo rato, y luego, a Dany.
—Decid a las doncellas que salgan.
Dany, que se había quedado muda de miedo, hizo un gesto. Irri guió al resto de las muchachas fuera de la tienda.
Una vez solos, Ser Jorah sacó la daga. A continuación, hábilmente, con una delicadeza sorprendente en un hombre tan corpulento, empezó a rascar las hojas negras y el barro seco azul del pecho de Drogo. El emplasto se había endurecido tanto como las murallas de barro de los hombres cordero, y al igual que las murallas se quebraba con facilidad. Ser Jorah rompió el barro seco con el cuchillo, apartó los restos de la carne y fue quitando las hojas una por una. El olor que despedía la herida era espantoso: dulzón, y tan penetrante que Dany se sintió a punto de ahogarse. Las hojas estaban llenas de sangre y pus; el pecho aparecía ennegrecido, con el brillo de la podredumbre.