Los criados volvieron a entrar y se apresuraron a echar más leña a los braseros. La Reina había desaparecido. Eso al menos era un alivio. Ned pensó que, si Cersei conservaba algún resto de sentido común, huiría con sus hijos antes del amanecer. Ya se había demorado demasiado.
El rey Robert no dio señales de echarla en falta. Ordenó a su hermano Renly y al Gran Maestre Pycelle que fueran testigos de cómo ponía su sello en la cera amarilla que Ned había puesto en el documento.
—Ahora, dadme algo para el dolor y dejadme morir.
El Gran Maestre Pycelle se apresuró a mezclar otra dosis de la leche de la amapola. En aquella ocasión el Rey apuró la copa hasta el final. Cuando se la retiró de los labios, tenía la espesa barba salpicada de cuentas blancas.
—¿Soñaré?
—Sí, mi señor. —Ned le dijo lo que creía.
—Bien —sonrió el rey—. Le daré recuerdos de tu parte a Lyanna, Ned. Cuida de mis hijos.
A Ned se le clavaron las palabras como un cuchillo en el vientre. Por un momento no supo qué decir, no podía mentir de aquella manera. Pero entonces recordó a los bastardos: a la pequeña Barra que todavía mamaba del pecho de su madre, a Mya en el Valle, a Gendry en la forja, y a todos los demás.
—Cuidaré de... vuestros hijos como si fueran míos —dijo muy despacio.
Robert asintió y cerró los ojos. Ned se quedó mirando cómo su viejo amigo se hundía suavemente en las almohadas, a medida que la leche de la amapola le borraba el dolor del rostro. El sueño se apoderó de él.
El Gran Maestre Pycelle se acercó a Ned, con las pesadas cadenas tintineando suavemente.
—Voy a hacer todo lo posible, mi señor, pero la herida se ha gangrenado. Tardaron dos días en regresar. Cuando lo pusieron en mis manos ya era demasiado tarde. Puedo aliviar los sufrimientos de Su Alteza, pero ahora sólo los dioses pueden curarlo.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Ned.
—Por sus heridas, ya debería estar muerto. Nunca había visto a nadie aferrarse a la vida con tanta energía.
—Mi hermano ha sido siempre muy fuerte —dijo Lord Renly—. Quizá no muy sabio, pero siempre fuerte. —El calor asfixiante de la cámara le había perlado la frente de sudor. Allí, de pie, parecía el fantasma de Robert, otra vez joven, moreno, atractivo—. Mató al jabalí. Se le salían las entrañas del vientre, pero consiguió matar al jabalí —se maravilló.
—Robert nunca fue hombre que abandonara el campo de batalla mientras quedara un enemigo en pie —le dijo Ned.
Ser Barristan Selmy seguía montando guardia ante la puerta, vigilando las escaleras de la torre.
—El maestre Pycelle ha administrado a Robert la leche de la amapola —le dijo Ned—. Encargaos de que nadie lo moleste sin mi permiso.
—Se hará como decís, mi señor. —Ser Barristan parecía mucho más viejo de lo que ya era—. He fracasado, no he cumplido mi sagrado juramento.
—Ni el mejor de los caballeros puede proteger a un rey de sí mismo —dijo Ned—. Robert adoraba cazar jabalíes. Lo he visto matar a un millar. —Se ponía en pie con los pies separados, sin parpadear, los brazos firmes, la enorme lanza en las manos, y siempre maldecía al jabalí cuando se lanzaba a la carga, mientras que él aguardaba hasta el último segundo, hasta que lo tenía casi encima, antes de matarlo de un solo golpe certero—. Nadie podía imaginar que éste sería el que lo mataría.
—Sois muy bondadoso, Lord Eddard.
—El Rey mismo lo dijo. Le echó la culpa al vino.
El caballero de cabellos blancos asintió, cansado.
—Su Alteza se tambaleaba en la silla cuando el jabalí salió de su madriguera, pero nos ordenó que no nos entrometiéramos.
—Siento curiosidad, Ser Barristan —dijo Varys en voz muy baja—, ¿quién le dio el vino al Rey? —Ned no había oído llegar al eunuco, pero cuando se dio la vuelta, allí estaba. Llevaba una túnica de terciopelo negro que llegaba al suelo, y se acababa de empolvar la cara.
—El Rey bebió el vino de su pellejo —respondió Ser Barristan.
—¿Sólo un pellejo? Cazar da mucha sed.
—No llevé la cuenta. Desde luego fue más de uno. Su escudero le llevaba un pellejo lleno siempre que lo necesitaba.
—Un muchachito muy servicial —dijo Varys—, siempre atento a que Su Alteza no se encontrara sin bebida.
Ned tenía un sabor amargo en la boca. Recordó a los dos muchachos rubios que Robert había enviado a gritos en busca de un herrero que le ensanchara la coraza. El Rey había relatado la anécdota a todo el mundo durante el festín, entre grandes carcajadas.
—¿Qué escudero?
—El mayor —respondió Ser Barristan—. Lancel.
—Conozco bien a ese jovencito —dijo Varys—. Un chico muy leal. Es hijo de Kevan Lannister, sobrino de Lord Tywin y primo de la Reina. Espero que el pobrecillo no se culpe a sí mismo. Los chicos son muy vulnerables, es la inocencia de la juventud. Lo recuerdo tan bien...
Sin duda Varys había sido joven alguna vez. Ned tenía sus dudas respecto a su inocencia.
—Ahora que mencionáis a los niños... Robert ha cambiado de opinión en lo relativo a Daenerys Targaryen. Sean cuales sean las acciones que hayáis emprendido, quiero que se anulen de inmediato.
—Por desgracia —suspiró Varys—, «de inmediato» es demasiado tarde. Me temo que esos pájaros ya han volado. Pero haré lo posible, mi señor. Con vuestro permiso. —Hizo una reverencia y desapareció escaleras abajo. Las zapatillas de suela suave arrancaban susurros de la piedra al caminar.
Cayn y Tomard estaban ayudando a Ned a cruzar el puente cuando Lord Renly salió del Torreón de Maegor.
—Lord Eddard —llamó a Ned—, quiero hablar un momento con vos, si sois tan amable.
—Como queráis —dijo Ned y se detuvo.
—Despedid a vuestros hombres —pidió Renly mientras se le acercaba.
Se reunieron en el centro del puente, con el foso seco a la espalda. La luz de la luna iluminaba las crueles puntas de las picas clavadas en el fondo.
Ned hizo un gesto. Tomard y Cayn inclinaron las cabezas y se alejaron, respetuosos. Lord Renly echó una mirada cautelosa en dirección a Ser Boros, al otro lado del puente, y a Ser Preston, situado tras ellos ante la puerta.
—Ese documento. —Se acercó más a Ned—. ¿Es la regencia? ¿Mi hermano os ha nombrado Protector? —No aguardó la respuesta—. Mi señor, tengo treinta hombres en mi guardia personal, y otros amigos, caballeros y señores. Dadme una hora y pondré cien espadas en vuestras manos.
—¿Para qué quiero yo cien espadas, mi señor?
—¡Para atacar! Ahora, cuando el castillo todavía duerme. —Renly volvió a mirar a Ser Boros, y bajó la voz hasta que fue sólo un susurro apremiante—. Tenemos que apartar a Joffrey de su madre y guiarlo nosotros. Sea o no el Protector, el hombre que tenga al rey tendrá también el reino. Deberíamos coger también a Myrcella y a Tommen. Con sus hijos en nuestro poder, Cersei no se atreverá a enfrentarse a nosotros. El Consejo os confirmará como Lord Protector, y Joffrey será vuestro pupilo.
—Robert aún no ha muerto —dijo Ned mirándolo fríamente—. Puede que los dioses lo salven. En caso contrario, convenceré al Consejo para que obedezca su última voluntad y considere el asunto de la sucesión, pero no deshonraré sus últimas horas en esta tierra derramando sangre en sus salones, ni sacando a niños asustados de sus camas.
—Cada momento de retraso le da a Cersei otro momento para prepararse. —Lord Renly, tenso como la cuerda de un arco, dio un paso atrás—. Cuando Robert muera será demasiado tarde... para vos y para mí.
—Entonces, recemos para que Robert no muera.
—No parece muy probable —replicó Renly.
—A veces los dioses son misericordiosos.
—Los Lannister, no. —Lord Renly se dio media vuelta, volvió a cruzar el foso y entró en la torre donde yacía su hermano moribundo.
Ned llegó a sus habitaciones, agotado y triste, pero era imposible que pudiera conciliar el sueño en aquel momento. «Cuando se juega al juego de tronos sólo se puede ganar o morir», le había dicho Cersei Lannister en el bosque de dioses. Ya no estaba tan seguro de haber hecho lo correcto al rechazar la oferta de Lord Renly. No le gustaban aquellas intrigas, y amenazar a niños no era honorable, pero, aun así... Si Cersei optaba por luchar, y no por huir, iba a necesitar las cien espadas de Renly, y más todavía.
—Ve a buscar a Meñique —dijo a Cayn—. Si no está en sus habitaciones, llévate a tantos hombres como hagan falta y registra cada taberna y cada burdel de Desembarco del Rey hasta que lo encuentres. Quiero verlo antes del amanecer. —Cayn hizo una reverencia y se marchó. Ned se volvió hacia Tomard—. El
Bruja del Viento
zarpará con la marea del anochecer, ¿has elegido ya la escolta?
—Diez hombres, con Porther al mando.
—Veinte, y tú irás al mando —replicó Ned.
Porther era un hombre valiente pero testarudo. Quería que de sus hijas se ocupara alguien más concienzudo y sensato.
—A vuestras órdenes, mi señor —respondió Tom—. No se puede decir que lamente irme de aquí. Echo de menos a mi mujer.
—Antes de poner rumbo hacia el norte, deberás pasar por Rocadragón. Quiero que entregues una carta.
—¿Rocadragón, mi señor? —Tom parecía inquieto. La isla fortaleza de la Casa Targaryen tenía una reputación siniestra.
—Dirás al capitán Qos que ice mi estandarte en cuanto se divise la isla. Quizá desconfíen de las visitas inesperadas. Si el capitán se resiste, ofrécele lo que sea necesario. Te daré una carta, que deberás entregar en mano a Lord Stannis Baratheon. Sólo a él: ni a su mayordomo, ni al capitán de su guardia, ni a su señora esposa, a Lord Stannis en persona.
—A vuestras órdenes, mi señor.
Tomard salió, y Lord Eddard se sentó y contempló la llama de la vela que ardía junto a él, en la mesa. Por un momento, el dolor lo invadió. No deseaba nada más que ir al bosque de dioses, arrodillarse ante el árbol corazón y rezar por la vida de Robert Baratheon, que para él había sido más que un hermano. En el futuro los hombres murmurarían, dirían que Eddard Stark había traicionado la amistad de su rey, que había desheredado a sus hijos; él esperaba que los dioses supieran la verdad, y que Robert también la descubriera en las tierras que había más allá de la tumba.
Ned cogió la última carta del rey. Un rollo de pergamino blanco, crujiente, con un sello de cera dorada, unas cuantas palabras y una mancha de sangre. Qué pequeña era la diferencia entre la victoria y la derrota, entre la vida y la muerte.
Cogió una hoja de papel en blanco, mojó la pluma en el tintero y escribió:
A Su Alteza, Stannis de la Casa Baratheon. Cuando recibáis esta carta, vuestro hermano, Robert, que ha sido nuestro rey durante los quince pasados años, ya habrá muerto. Lo hirió un jabalí mientras cazaba...
Las letras parecían bailar y retorcerse sobre el papel, y tuvo que detenerse. Lord Tywin y Ser Jaime no eran hombres que soportaran el ultraje. No huirían; presentarían batalla. Sin duda, Lord Stannis extremaba la cautela tras el asesinato de Jon Arryn, pero era imprescindible que pusiera rumbo de inmediato hacia Desembarco del Rey, con todos sus hombres, antes de que lo hicieran los Lannister.
Ned fue eligiendo las palabras con sumo cuidado. Cuando terminó, firmó la carta: eddard stark, señor de invernalia, mano del rey y protector del reino. Dobló el papel dos veces, y calentó el lacre con la llama de la vela.
Mientras la cera se ablandaba, reflexionó que su regencia sería breve. El nuevo rey elegiría a otro hombre como Mano. Ned podría volver a casa. Sólo con pensar en Invernalia se le dibujó una sonrisa en el rostro. Quería volver a oír la risa de Bran, ir a cazar con Robb, ver jugar a Rickon. Quería dormir sin soñar, en su cama, muy abrazado a su esposa Catelyn.
Cayn regresó justo cuando estaba presionando el sello del lobo huargo contra la cera blanda. Desmond iba con él, y entre ambos estaba Meñique. Ned dio las gracias a sus guardias y los despidió.
Lord Petyr llevaba una túnica de terciopelo azul con mangas abullonadas, y un estampado de sinsontes en la capa plateada.
—Creo que debo felicitaros —dijo al tiempo que se sentaba.
—El Rey yace herido en su lecho —dijo Ned con el ceño fruncido—, al borde de la muerte.
—Lo sé —dijo Meñique—. Y también sé que Robert os ha nombrado Protector del Reino.
—¿Y cómo lo sabéis, mi señor? —Ned no pudo evitar bajar la vista hacia la carta del Rey, que estaba junto a él en la mesa, con el sello intacto.
—Varys me lo dio a entender —replicó Meñique—, y vos acabáis de confirmarlo.
—Maldito sea Varys y también sus pajaritos. —Ned frunció la boca en un gesto airado—. Catelyn estaba en lo cierto; ese hombre tiene artes oscuras. No confío en él.
—Excelente, ya estáis aprendiendo. —Meñique se inclinó hacia delante—. Pero apostaría a que no me habéis hecho venir en mitad de la noche para hablar del eunuco.
—No —reconoció Ned—. Conozco el secreto que le costó la vida a Jon Arryn. Robert no va a dejar ningún hijo legítimo. Joffrey y Tommen son bastardos, hijos de Jaime Lannister, fruto de su relación incestuosa con la Reina.
—Qué escándalo —dijo Meñique arqueando una ceja en un tono que sugería que no estaba escandalizado en absoluto—. ¿Y la niña también? Claro, sin duda. De manera que, cuando el Rey muera...
—El trono debería pasar a Lord Stannis, el mayor de los dos hermanos de Robert.
—Eso parece. A menos que... —Lord Petyr se acarició la barbita puntiaguda, mientras consideraba el tema.
—¿A menos que qué, mi señor? Y esto no parece nada, es seguro. Stannis es el heredero. Nada lo puede cambiar.
—Stannis no puede llegar al trono sin vuestra ayuda. Si sois listo, os cercioraréis de que Joffrey sea el sucesor.
—¿Es que no tenéis ni un ápice de honor? —Ned se lo quedó mirando.
—Un ápice sí, claro —replicó Meñique en tono ligero—. Pero prestad atención. Stannis no es amigo mío, y tampoco vuestro. Ni siquiera sus hermanos lo soportan. Ese hombre es de hierro, duro e implacable. Elegirá una nueva Mano y un nuevo Consejo, no os quepa la menor duda. Oh, desde luego os dará las gracias por entregarle la corona, pero no por ello os tendrá aprecio. Y su ascenso al trono nos llevará a la guerra. Stannis no podrá estar seguro de su reino mientras vivan Cersei y los bastardos. ¿Y pensáis que Lord Tywin se quedará tan tranquilo mientras le toman las medidas a la cabeza de su hija para clavarla en una pica? Roca Casterly se alzará en armas, y no serán ellos solos. Robert supo perdonar a los que le juraron lealtad de entre los que sirvieron al rey Aerys. Stannis no es tan generoso. No habrá olvidado el asedio de Bastión de Tormentas. Cada uno de los hombres que luchó bajo el estandarte del dragón, o se alzó con Balon Greyjoy, tendrá motivos para temerlo. Sentad a Stannis en el Trono de Hierro, y os aseguro que el reino sangrará.