Juego de Tronos (112 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Juego de Tronos
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»El Pacto marcó el inicio de cuatro mil años de amistad entre los hombres y los hijos del bosque. Con el tiempo, los primeros hombres olvidaron a sus antiguos dioses, y empezaron a adorar a los dioses secretos del bosque. La firma del Pacto puso fin a la Era del Amanecer, y marcó el comienzo de la Edad de los Héroes.

—Pero has dicho que los hijos del bosque ya no existen —dijo Bran cerrando los dedos en torno a la brillante punta de flecha.

—Aquí no —dijo Osha mientras cortaba con los dientes el último trozo de venda—. Pero al norte del Muro la cosa cambia. Allí es adonde fueron los niños, y los gigantes, y las otras razas antiguas.

—Mujer, lo lógico sería que estuvieras muerta o cargada de cadenas —dijo el maestre Luwin con un suspiro—. Los Stark te han tratado con más bondad de la que mereces. No está bien que se lo pagues llenando de tonterías las cabezas de los chicos.

—Pues dime adónde fueron —insistió Bran—. Quiero saberlo.

—Y yo, y yo —apoyó Rickon.

—De acuerdo —gruñó Luwin—. Mientras los reinos de los primeros hombres resistieron, el Pacto se mantuvo en pie, abarcó la Edad de los Héroes, la Larga Noche y el nacimiento de los Siete Reinos. Pero llegó un momento, pasados ya muchos siglos, en que otros pueblos cruzaron el mar Angosto.

»Los ándalos fueron los primeros; eran una raza de guerreros altos de cabellos rubios, que llegaron con acero, con fuego y con la estrella de siete puntas de los nuevos dioses pintada en el pecho. Las guerras duraron cientos de años, pero al final los seis reinos del sur cayeron ante ellos. Sólo aquí siguieron dominando los primeros hombres, porque el Rey en el Norte derrotó a todo ejército que intentó cruzar el Cuello. Los ándalos quemaron los bosques de arcianos, talaron los rostros, asesinaron a los hijos allí donde los encontraron, y proclamaron por doquier el triunfo de los Siete sobre los antiguos dioses. Así, los hijos huyeron hacia el norte...

Verano
empezó a aullar.

El maestre Luwin se interrumpió, sobresaltado. Entonces,
Peludo
se levantó y aulló a coro con su hermano, y el corazón de Bran se llenó de temor.

—Ya viene —susurró con la seguridad de la desesperación.

Comprendió que lo había sabido desde la noche anterior, desde que el cuervo lo llevó a las criptas para despedirse. Lo había sabido, pero se negaba a creerlo. Deseaba que el maestre Luwin tuviera razón.

«El cuervo —pensó—, el cuervo de tres ojos.»

Los aullidos cesaron tan bruscamente como habían comenzado.
Verano
caminó hacia
Peludo
y empezó a lamer el pelo ensangrentado del cuello de su hermano. En la ventana se oyó un revolotear de alas.

Un cuervo se posó sobre el alféizar de piedra gris, abrió el pico y lanzó un graznido ronco, áspero.

Rickon se echó a llorar. Las puntas de flecha se le fueron cayendo una por una de la mano. Bran se acercó a él como pudo y lo abrazó.

El maestre Luwin miró al pájaro negro como si fuera un escorpión con plumas. Se levantó despacio, como un sonámbulo, y se acercó a la ventana. Silbó, y el cuervo saltó para posársele en el antebrazo vendado. Tenía sangre seca en las alas.

—Un halcón —murmuró Luwin—. O quizá un búho. Pobrecillo; es increíble que haya llegado. —Cogió la carta que llevaba atada a la pata. Empezó a desenrollar el papel. Bran se dio cuenta de que temblaba.

—¿Qué dice? —preguntó mientras abrazaba a su hermano más fuerte todavía.

—Ya sabes qué dice, chico —dijo Osha, con voz no exenta de cariño y le puso una mano en la cabeza.

El maestre Luwin alzó la vista hacia ellos, conmocionado. Era un hombre menudo, canoso, con la manga de la túnica de lana gris llena de sangre, y lágrimas en los ojos también grises.

—Mis señores —dijo a los hijos, con voz ronca, ahogada—. Tenemos... tenemos que buscar un buen escultor que conociera su rostro...

SANSA (6)

En la habitación más alta del Torreón de Maegor, Sansa se entregó a la oscuridad.

Corrió las cortinas que rodeaban su lecho, se durmió, despertó llorando y volvió a dormirse. Cuando no podía dormir, se quedaba tumbada bajo las mantas, temblando de pena. Los criados entraban y salían, le llevaban la comida, pero no soportaba ver ningún alimento. Los platos se amontonaban intactos en la mesa, junto a la ventana, hasta que los criados los retiraban.

A veces dormía con un sueño denso y sin pesadillas, y se despertaba todavía más cansada que antes de cerrar los ojos. Y aquello era casi una bendición, porque en todos los sueños salía su padre. Lo veía despierta o dormida, veía cómo los capas doradas lo tiraban al suelo, veía cómo Ser Ilyn se adelantaba, veía cómo sacaba a
Hielo
de la vaina que llevaba a la espalda, veía el momento... el momento en que... Había intentado apartar la vista; lo había intentado con todas sus fuerzas, las piernas le habían fallado y había caído de rodillas, pero no fue capaz de volver la cabeza. Todo el mundo gritaba y chillaba, y su príncipe le había dedicado una sonrisa, había sonreído, y ella se había sentido a salvo, pero sólo un breve instante, hasta que dijo aquellas palabras, y las piernas de su padre... aquello era lo que recordaba, las piernas, cómo se habían sacudido cuando Ser Ilyn... cuando la espada...

«Puede que me maten también a mí», se dijo, y la idea no le parecía tan horrible. Si se tiraba por la ventana pondría fin a sus sufrimientos, y en los años venideros los bardos escribirían canciones sobre su dolor. Su cuerpo, roto e inocente, quedaría tendido en las losas del patio, para vergüenza de todos los que la habían traicionado. Sansa llegó incluso a atravesar el dormitorio y abrir la ventana... pero le faltó valor, y volvió corriendo a la cama, sollozando.

Las criadas intentaban hablar con ella siempre que le llevaban la comida, pero no les respondía. El Gran Maestre Pycelle fue a verla, con una caja llena de frascos y botellitas, y le preguntó si estaba enferma. Le tocó la frente, la hizo desnudarse y la palpó, mientras una doncella la sujetaba. Antes de marcharse le dejó una pócima de aguamiel y hierbas, y le dijo que bebiera un trago cada noche. Sansa se la bebió de golpe, y volvió a dormirse.

Soñó con pisadas en las escaleras de la torre, el sonido ominoso del cuero contra la piedra a medida que un hombre subía despacio a su habitación, peldaño a peldaño. Lo único que podía hacer ella era acurrucarse tras la puerta, temblorosa, y escuchar los pasos que se acercaban. Sabía que era Ser Ilyn Payne, que iba a buscarla con
Hielo
en la mano para cortarle la cabeza. No tenía adónde huir ni dónde ocultarse; no había manera de atrancar la puerta. Finalmente, las pisadas se detuvieron, y supo que estaba afuera, esperando en silencio, con los ojos muertos en el rostro marcado. Entonces se dio cuenta de que estaba desnuda, trató de cubrirse con las manos, y la puerta empezó a abrirse muy despacio, entre crujidos, y lo primero que vio fue la punta del mandoble...

—Por favor, por favor, seré buena, seré buena, por favor, no... —murmuró al despertar.

Pero nadie la escuchaba.

Cuando por fin fueron a buscarla, no oyó pisadas que se acercaban. Y el que abrió la puerta no fue Ser Ilyn, sino Joffrey, el que había sido su príncipe. Sansa estaba en la cama, acurrucada, con las cortinas corridas; no habría sabido decir si era mediodía o medianoche. Lo primero que oyó fue el sonido de la puerta al cerrarse. Una mano apartó de golpe los cortinajes de la cama, y ella tuvo que alzar un brazo para protegerse de la luz repentina. Y los vio.

—Quiero que esta tarde asistas a la corte —dijo Joffrey—. Báñate y vístete como corresponde a mi prometida.

Junto a él estaba Sandor Clegane, vestido con un sencillo jubón marrón y un manto verde. El rostro quemado tenía un aspecto repugnante a la luz de la mañana. Tras ellos había dos caballeros de la Guardia Real, con sus largas capas de satén blanco.

—No —sollozó Sansa levantándose la manta hasta la barbilla para cubrirse—. Por favor... Dejadme en paz.

—Si no te levantas y te vistes, mi Perro te vestirá a la fuerza.

—Os lo suplico, príncipe mío...

—Ahora soy el rey. Perro, sácala de la cama.

Sandor Clegane la cogió por la cintura y la levantó del colchón de plumas, mientras ella se debatía sin apenas fuerzas. La manta cayó al suelo. Únicamente llevaba puesto un fino camisón para cubrir su desnudez.

—Haced lo que os han dicho, niña —dijo Clegane—. Vestíos. —La empujó hacia el guardarropa con unas manos que eran casi gentiles.

—Hice lo que me pidió la Reina —dijo Sansa mientras se apartaba de él—, escribí las cartas, puse lo que ella me dijo. Me prometisteis que seríais misericordioso. Por favor, dejadme volver a casa. No os traicionaré. Seré buena, lo juro, no tengo sangre de traidor, de verdad. Sólo quiero volver a mi casa. —De repente recordó sus modales—. Si os place —terminó con voz débil.

—Pues no me place —dijo Joffrey—. Mi madre dice que, pese a todo, tengo que casarme contigo, así que te quedarás aquí y harás lo que te diga.

—¡No quiero casarme contigo! —aulló Sansa—. ¡Le has cortado la cabeza a mi padre!

—Era un traidor. Y no te dije que lo fuera a perdonar; sólo, que sería misericordioso, y lo fui. Si no hubiera sido tu padre, lo habría hecho descuartizar, o desollar. En cambio, le proporcioné una muerte limpia.

Sansa lo miró como si lo viera por primera vez. Llevaba un jubón carmesí con dibujos de leones y capa de hilo de oro con un cuello alto que le enmarcaba el rostro. ¿Cómo era posible que alguna vez le hubiera parecido atractivo? Tenía los labios blandos y rojos, como los gusanos que salen después de la lluvia, y los ojos, engreídos y crueles.

—Te odio —susurró.

—Mi madre me dice que no está bien que un rey golpee a su esposa —dijo Joffrey con el rostro tenso—. Ser Meryn.

Antes de que se diera cuenta, el caballero estaba ante ella, le apartó la mano con la que intentaba protegerse el rostro, y le dio un bofetón de revés en la oreja. Sansa no se dio cuenta de que había caído al suelo, pero de pronto se encontró tirada sobre las alfombras. La cabeza le resonaba. Ser Meryn Trant se alzaba sobre ella con los nudillos del guante de seda blanca cubiertos de sangre.

—¿Vas a obedecer, o hago que te vuelva a castigar?

—Haré... lo que decís... mi señor. —Sansa no sentía la oreja. Se llevó la mano hacia ella, y los dedos se le mancharon de rojo.

—«Alteza» —la corrigió Joffrey—. Quiero verte en la corte. —Dio media vuelta y salió. Ser Meryn y Ser Arys lo siguieron, pero Sandor Clegane se demoró un instante para ayudarla a ponerse en pie.

—Ahorraos un poco de dolor, niña. Dadle lo que quiere.

—¿Qué... qué quiere? Decídmelo, por favor.

—Quiere que sonriáis, que oláis bien y que seáis su dama —gruñó el Perro—. Quiere oíros recitar todas las palabras bonitas que os enseñó la septa. Quiere que lo améis... y que lo temáis.

Cuando salió, Sansa volvió a dejarse caer sobre las alfombras y se quedó mirando la pared hasta que dos doncellas entraron tímidamente en la habitación.

—Por favor, necesito agua caliente para el baño —les dijo—. Y perfume, y polvos para tapar esta magulladura. —Tenía el lado derecho de la cara hinchado, le empezaba a doler, pero sabía que Joffrey querría verla hermosa.

El agua caliente le hizo pensar en Invernalia, y aquello le dio fuerzas. No se había lavado desde el día de la muerte de su padre, y se sobresaltó al ver lo sucia que se ponía el agua. Las doncellas le enjuagaron la sangre de la cara, le frotaron la suciedad de la espalda, y le lavaron el pelo y se lo cepillaron hasta que volvió a ser la melena castaña y rizada de antes. Sansa no hablaba con ellas más que para darles órdenes. Eran sirvientas Lannister; no le merecían confianza. A la hora de vestirse, eligió la túnica de seda verde que había llevado durante el torneo. Recordó lo galante que había sido Joff con ella la noche del festín. Quizá él también lo recordara al ver el vestido y la tratara con más gentileza.

Mientras esperaba, bebió un vaso de suero de leche y mordisqueó unas galletitas dulces para tener algo en el estómago. Era ya mediodía cuando Ser Meryn fue a buscarla. Se había puesto la armadura blanca: coraza articulada con adornos de oro, yelmo alto con cresta dorada en forma de rayos de sol, canilleras, gorjal, guanteletes y botas brillantes, y una pesada capa de lana sujeta con un broche en forma de león. Había quitado el visor del yelmo para que se viera mejor su rostro severo. Tenía bolsas grises bajo los ojos, boca cruel, y cabello rojizo salpicado de canas.

—Mi señora —dijo con una reverencia, como si no la hubiera golpeado con saña hacía apenas tres horas—. Su Alteza me ha ordenado que os escolte hasta el salón del trono.

—¿Os ha ordenado también que me golpeéis si me niego a ir?

—¿Os negáis, mi señora?

La mirada que clavaba en ella carecía por completo de expresión. Ni siquiera miró el moretón que le había hecho en la cara. Sansa se dio cuenta de que no la odiaba. Tampoco la apreciaba. No sentía nada hacia ella. Para el caballero, ella no era más que una... una cosa.

—No —dijo al tiempo que se levantaba. Hubiera querido gritarle, golpearlo, hacerle tanto daño como le había hecho a ella, advertirle que si se atrevía a abofetearla de nuevo ordenaría que lo exiliaran cuando fuera reina... pero recordó lo que le había dicho el Perro—. Haré lo que ordene Su Alteza.

—Igual que yo —replicó él.

—Sí... pero vos no sois un auténtico caballero, Ser Meryn.

Sansa sabía que Sandor Clegane se habría reído. Otros hombres la habrían insultado, o amenazado, o suplicado perdón. Ser Meryn Trant, no. A Ser Meryn Trant no le importaba en absoluto.

En la galería no había nadie aparte de Sansa. Se quedó allí de pie, con la cabeza inclinada, tratando de contener las lágrimas mientras Joffrey, sentado en el Trono de Hierro, dispensaba lo que él consideraba justicia. Nueve de cada diez casos lo aburrían: se los pasaba al Consejo, y se movía inquieto mientras Lord Baelish, el Gran Maestre Pycelle o la reina Cersei resolvían el asunto. Pero, cuando decidía fallar respecto a algo, ni la reina madre podía hacerlo cambiar de opinión.

Llevaron a su presencia a un ladrón, e hizo que Ser Ilyn le cortara la mano allí mismo, en la corte. Dos caballeros le presentaron una disputa por unas tierras, y decretó que se batieran en duelo al amanecer. «A muerte», añadió. Una mujer cayó de rodillas para suplicarle que le entregara la cabeza de un hombre ejecutado por traición. Dijo que lo había amado, y que quería darle un entierro digno.

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