—Si amabas a un traidor, seguro que tú también eres una traidora —dijo Joffrey. Dos capas doradas se la llevaron a rastras a las mazmorras.
Lord Slynt estaba sentado a la cabeza de la mesa del Consejo, con su cara de sapo; llevaba un jubón de terciopelo negro y una deslumbrante capa de hilo de oro, y asentía con aprobación cada vez que el Rey pronunciaba una sentencia. Sansa miró con odio aquel rostro tan poco agraciado, recordando cómo había tirado al suelo a su padre para que Ser Ilyn lo decapitara. Deseaba con todas sus fuerzas hacerle daño; deseaba que algún héroe lo tirase a él al suelo y le cortara la cabeza.
«Ya no quedan héroes», susurró una vocecita en su interior, y recordó lo que Lord Petyr le había dicho en aquel mismo lugar: «La vida no es una canción, querida. Algún día lo descubrirás, y será doloroso».
«En la vida real, los monstruos vencen», se dijo, y volvió a oír la voz del Perro, un sonido frío de metal contra piedra: «Ahorraos un poco de dolor, niña. Dadle lo que quiere».
El último caso fue el de un bardo de taberna, un hombre rechoncho acusado de cantar una canción en la que se ridiculizaba al difunto rey Robert. Joff hizo que le entregaran su lira, y le ordenó que cantara la canción allí mismo. El bardo se echó a llorar, y juró que no volvería a cantar aquella canción, pero el Rey insistió. Era una canción graciosa, sobre Robert luchando con un cerdo. El cerdo era el jabalí que lo había matado, pero Sansa se dio cuenta de que en algunos versos casi parecía como si hablara de la Reina. Cuando terminó, Joffrey anunció que había decidido mostrarse misericordioso: el bardo conservaría los dedos o la lengua. Disponía de un día entero para tomar la decisión. Janos Slynt asintió.
Fue el último asunto de la tarde, para alivio de Sansa, pero su tortura personal no había concluido. Cuando la voz del heraldo despidió a la corte, salió corriendo de la galería, sólo para encontrarse con Joffrey, que la esperaba al pie de las escaleras. El Perro y Ser Meryn iban con él. El joven rey la examinó de pies a cabeza con ojo crítico.
—Tienes mucho mejor aspecto que antes.
—Gracias, Alteza —dijo Sansa. Eran palabras vacías, pero lo hicieron asentir y sonreír.
—Pasea conmigo —ordenó Joffrey al tiempo que le ofrecía el brazo. Sansa no tuvo más remedio que aceptar. El roce de su mano, que otrora la hubiera emocionado, ahora le provocaba escalofríos—. Pronto será mi día del nombre —añadió Joffrey mientras se dirigían hacia el fondo del salón del trono—. Habrá un gran festín, y regalos. ¿Qué me vas a regalar tú?
—Eh... aún no lo he pensado, mi señor.
—«Alteza» —la corrigió bruscamente—. Eres estúpida, ¿no? Mi madre dice que sí.
—¿De veras? —Con todo lo que había pasado, ya no debería tener el poder de hacerle daño con unas simples palabras, pero le seguían resultando dolorosas. La Reina había sido siempre tan amable con ella...
—Sí. Tiene miedo de que nuestros hijos sean tan estúpidos como tú, pero le he dicho que no debe preocuparse. —El Rey hizo un gesto, y Ser Meryn les abrió la puerta.
—Gracias, Alteza —murmuró.
«El Perro tenía razón —pensó—. No soy más que un pajarito que repite las palabras que me han enseñado.» El sol se había puesto tras el muro oeste, y las piedras de la Fortaleza Roja tenían un brillo oscuro como la sangre.
—En cuanto sea posible, te dejaré preñada —dijo Joffrey mientras caminaban por el patio de entrenamientos—. Si el primero sale estúpido, te cortaré la cabeza y me buscaré una esposa más lista. ¿Cuándo crees que podrás tener hijos?
—La septa Mordane dice que la mayoría... —Sansa estaba tan avergonzada que no podía mirarlo a la cara—. La mayoría de las niñas de noble cuna tienen el florecimiento a los doce o trece años.
Joffrey asintió.
—Por aquí. —La llevó hacia la caseta de guardia, en la base de las escaleras que llevaban a las almenas.
—No —dijo Sansa con voz teñida de miedo, mientras se apartaba de él, temblorosa. Había comprendido adónde se dirigían—. No, por favor, no me obliguéis, os lo suplico...
—Quiero enseñarte lo que les pasa a los traidores. —Joffrey apretó los labios.
—No quiero subir. —Sansa agitaba la cabeza, enloquecida—. No quiero subir.
—Le diré a Ser Meryn que te suba a rastras —replicó él—. Y será peor. Más te vale obedecer.
Joffrey fue a agarrarla por el brazo, y Sansa se apartó, retrocedió y chocó contra el Perro.
—Subid, niña —dijo Sandor Clegane al tiempo que la empujaba hacia el Rey. Tenía la boca torcida hacia el lado quemado de la cara, y Sansa casi pudo oír el resto de la frase: «Te hará subir sea como sea, así que dale lo que quiere».
Se obligó a tomar la mano tendida de Joffrey. El ascenso fue una pesadilla, cada peldaño le suponía un esfuerzo, como si los peldaños fueran de barro y se hundiera hasta los tobillos. ¡Y cuántos peldaños había! Eran miles, miles de miles, siempre en dirección al horror que aguardaba en el baluarte.
Desde lo más alto de las almenas se divisaba el mundo entero. Sansa alcanzó a ver el Gran Sept de Baelor en la colina de Visenya, donde había muerto su padre. Al otro extremo de la calle de las Hermanas estaban las ruinas ennegrecidas por el fuego de Pozo Dragón. En el oeste, el sol rojizo estaba ya medio oculto tras la Puerta de los Dioses. El mar salado quedaba a su espalda, y al sur estaban el mercado del pescado, los muelles y las corrientes agitadas del río Aguasnegras. Y al norte...
Se volvió en aquella dirección, y sólo vio la ciudad, las calles, los callejones, las colinas y las hondonadas, y más calles, y más callejones y, a lo lejos, los muros de piedra. Pero sabía que al otro lado estaba el campo, granjas, prados, bosques y, aún más allá, al norte, muy al norte, se alzaba Invernalia.
—¿Qué miras? —preguntó Joffrey—. Esto es lo que quiero que veas. Ahí.
Un grueso parapeto de piedra protegía el extremo exterior del baluarte, era tan alto que le llegaba a Sansa a la barbilla, y cada metro y medio había aspilleras para los arqueros. Las cabezas estaban entre las aspilleras, a todo lo largo del muro, clavadas en picas de hierro, de manera que parecieran contemplar la ciudad. Sansa las había visto nada más salir al adarve, pero el río, las calles bulliciosas y el sol poniente eran un espectáculo mucho más hermoso.
«Puede obligarme a mirar las cabezas —se dijo—, pero no puede obligarme a verlas.»
—Éste es tu padre —dijo—. Éste de aquí. Perro, dale la vuelta para que lo vea.
Sandor Clegane cogió la cabeza por el pelo y la giró. La habían bañado en brea para que se conservara más tiempo. Sansa la miró con tranquilidad, sin verla. En realidad no parecía su padre. Ni siquiera parecía real.
—¿Cuánto tiempo he de mirarla?
—¿Quieres ver el resto? —Joffrey pareció decepcionado.
Había muchas.
—Si a Su Alteza le place...
Joffrey la precedió por el adarve; pasaron junto a una docena de cabezas y también ante dos picas vacías.
—Estas dos las guardo para mis tíos Stannis y Renly —explicó.
El resto de las cabezas llevaban clavadas mucho más tiempo que la de su padre. A pesar de la brea, la mayoría ya no eran reconocibles. El Rey le señaló una.
—Ésa de ahí es la de tu septa.
Sansa ni siquiera habría sabido que se trataba de una mujer. La mandíbula podrida se había desprendido, y los pájaros le habían comido una oreja y casi toda una mejilla. Se había preguntado a menudo qué había sido de la septa Mordane, aunque se dio cuenta de que, en realidad, lo había sabido desde el principio.
—¿Por qué la matasteis a ella? —preguntó—. Había hecho votos a los dioses...
—Era una traidora. —Joffrey estaba de mal humor. La reacción de Sansa no era la que había esperado—. Aún no me has dicho qué me vas a regalar por mi día del nombre. ¿Quieres que yo te haga un regalo a ti?
—Si mi señor lo desea... —respondió.
—Tu hermano también es un traidor, ¿lo sabías? —Joffrey sonrió, y Sansa supo que se estaba burlando de ella. Giró en la pica la cabeza de la septa Mordane—. Me acuerdo de él, de cuando lo vi en Invernalia. Mi perro decía que era el señor de la espada de madera. ¿Verdad, Perro?
—¿Sí? —replicó el Perro—. No lo recuerdo.
—Tu hermano derrotó a mi tío Jaime. —Joffrey se encogió de hombros, con gesto petulante—. Mi madre dice que fue una traición y una trampa vil. Cuando se enteró, lloró mucho. Todas las mujeres son débiles, hasta ella, aunque finja que no. Dice que nos tenemos que quedar en Desembarco del Rey por si atacan mis otros tíos, pero a mí no me importa. Después del festín del día de mi nombre, reuniré un ejército y mataré a tu hermano yo mismo. Eso es lo que te regalaré. La cabeza de tu hermano.
—Puede que mi hermano me regale tu cabeza —se oyó decir Sansa, embargada por la furia.
—No te burles de mí. —Joffrey frunció el ceño—. Una buena esposa no se burla de su señor. Meryn, dale una lección.
En aquella ocasión el caballero la agarró por la barbilla y le mantuvo la cabeza inmóvil mientras la golpeaba. Le dio dos bofetadas, de izquierda a derecha la primera, de derecha a izquierda la segunda, más fuerte. Le partió el labio, y la sangre le corrió por la barbilla y se le mezcló con la sal de las lágrimas.
—Te pasas la vida llorando —le reprochó Joffrey—. Estás más bonita cuando sonríes. —Sansa se obligó a sonreír por miedo a que le dijera a Ser Meryn que la golpeara de nuevo si no lo hacía, pero no sirvió de nada; el Rey sacudió la cabeza—. Límpiate la sangre, estás hecha un asco.
El parapeto exterior le llegaba a la mandíbula, pero en el lado interior del adarve no había nada, nada excepto una caída libre hasta el patio, veinticinco o treinta varas más abajo. Se dijo que sólo tenía que darle un empujón. Estaba justo allí, justo allí, sonriendo con aquellos labios gordos como gusanos.
«Puedes hacerlo —se dijo—. Puedes hacerlo. Ahora.» Ni siquiera le importaba caer con él. No le importaba lo más mínimo.
—Miradme, niña. —Sandor Clegane se había arrodillado ante ella, ¡entre ella y Joffrey! Con una delicadeza sorprendente en un hombre tan corpulento, le secó la sangre que manaba del labio roto.
—Os lo agradezco —dijo Sansa con la vista baja. Había perdido la ocasión. Era una niña buena, y siempre cuidaba sus modales.
Las alas proyectaban sombras sobre sus sueños febriles.
—
No querrás despertar al dragón, ¿verdad?
Caminaba por un largo pasillo, bajo arcos de piedra elevados. No podía mirar atrás; no debía mirar atrás. A lo lejos se divisaba una puerta, diminuta en la distancia, pero aun así sabía que estaba pintada de rojo. Caminó más deprisa, y sus pies desnudos dejaron huellas ensangrentadas en la piedra.
—
No querrás despertar al dragón, ¿verdad?
Vio la luz del sol sobre el mar dothraki, la llanura viviente, que olía a tierra y a muerte. El viento agitó la hierba, la hizo ondularse como si fuera agua. Drogo la tenía entre sus brazos fuertes, le acariciaba el sexo con la mano, la abría y despertaba aquella humedad dulce que sólo él conocía, y las estrellas les sonreían desde el cielo, estrellas a plena luz del día.
—Mi hogar —susurró cuando la penetró y la llenó con su semilla.
Pero de repente las estrellas ya no estaban, y unas alas enormes ocultaron el cielo azul, y el mundo se incendió.
—...
no querrás despertar al dragón, ¿verdad?
El rostro de Ser Jorah estaba demacrado y triste.
—Rhaegar fue el último dragón —le dijo. Se calentó las manos translúcidas sobre un brasero, en el que los huevos de piedra humeaban, rojos como carbones. Y se desvaneció; su carne perdió el color, tuvo menos sustancia que el viento—. El último dragón —le susurró débilmente antes de esfumarse.
Sintió la oscuridad a su espalda, y la puerta roja parecía más lejana que nunca.
—...
no querrás despertar al dragón, ¿verdad?
Viserys estaba ante ella, gritando:
—El dragón no suplica, puta. No puedes dar órdenes al dragón. Soy el dragón y quiero mi corona. —El oro fundido le corría por la cara como si fuera cera derretida; le dejaba surcos profundos en la carne—. ¡Soy el dragón y quiero mi corona! —chillaba, y sus dedos saltaron como serpientes, le mordieron los pezones, la pellizcaban, se retorcían... todo eso mientras los ojos de Viserys estallaban y le corrían como gelatina por las mejillas quemadas, ennegrecidas.
—...
no querrás despertar al dragón...
La puerta roja estaba muy lejos, y sentía a la espalda el aliento gélido que se cernía sobre ella. Si la alcanzaba, moriría con una muerte que iba más allá de la muerte, aullaría eternamente sola en la oscuridad. Echó a correr.
—...
no querrás despertar al dragón...
Sentía el calor en su interior: era un ardor espantoso en el vientre. Su hijo era alto y orgulloso, con la piel cobriza de Drogo, el pelo como oro blanco de su madre, y los mismos ojos color violeta, pero almendrados. Sonrió, y tendió los brazos hacia ella, pero cuando abrió la boca sólo salió fuego. Vio que el corazón le ardía dentro del pecho, y al instante desapareció, convertido en cenizas, como una polilla que se hubiera acercado demasiado a una llama. Lloró por su hijo, por la promesa de una boca dulce sobre el pecho, pero las lágrimas se convirtieron en vapor en cuanto le tocaron la piel.
—...
querrás despertar al dragón...
A lo largo de los muros había fantasmas, ataviados con vestimentas descoloridas de reyes. Tenían en las manos espadas de fuego pálido. Los cabellos eran de plata, o de oro, o de platino, y los ojos de ópalo y amatista, turmalina y jade.
—
¡Más deprisa!
—le gritaban—.
¡Más deprisa, más deprisa!
—Siguió corriendo; sus pies derretían la piedra que tocaban—.
¡Más deprisa!
—gritaron los fantasmas con una sola voz, y ella gritó a su vez, y se lanzó hacia adelante.
Un cuchillo de dolor le rajó la espalda; sintió que se le abría la piel; le llegó el hedor de la sangre al arder, y vio la sombra de las alas. Y Daenerys Targaryen voló.
—...
despertar al dragón...
La puerta se alzaba ante ella, la puerta roja, tan cercana, tan cercana; el pasillo era una sombra borrosa a su alrededor, el frío quedaba atrás. Y de pronto, la piedra había desaparecido, de pronto volaba sobre el mar dothraki, cada vez más alta. La hierba verde se mecía bajo ella, y todo lo que vivía y respiraba sentía pánico al ver la sombra de sus alas. Podía oler el hogar, podía verlo, estaba allí, al otro lado de la puerta, campos verdes y grandes casas de piedra, y brazos que le darían calor. Abrió la puerta...